capítulo 23

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Capítulo 23
Athenea Jones
Sangre.

Nunca pensé que echaría de menos el ajetreo de las cacerolas y la alegría forzada tras una sonrisa cansada mientras sirvo el último vino de la noche. Pero esta vez es diferente. La oscuridad se ha apoderado de las calles de Nueva York, y yo, sigo aquí, recogiendo los restos de lo que fue una cena en un lugar que para muchos es un capricho cotidiano. Mi salida se ha retrasado, pues el dolor estomacal de Julián, más que un simple malestar, ha trastocado nuestros roles y el reloj en su tictac parece burlarse de mi prisa por llegar a casa.
Ya es muy tarde.
La puerta trasera del restaurante, ese umbral entre el lujo y la realidad, se cierra con un golpe que resuena en la profundidad de la noche. Mis pasos suenan más fuertes de lo habitual. Cada eco es un recordatorio de mi soledad en este viaje nocturno por la ciudad que nunca duerme. El aire fresco choca contra mi piel, pero no es suficiente para borrar la tensión que se ha ido pegando a mí como las migajas en un delantal. Tengo miedo. Es primera vez que me toca caminar sola en la madrugada en mucho tiempo.
De repente, la quietud de la noche se rompe. Un callejón poco iluminado se convierte en escenario de un encuentro no deseado. La figura desgarbada de un hombre me intercepta. Su sombra se alarga como las pesadillas que suelen desvanecerse con el alba. Pero esto no es un sueño, y sus manos, ásperas y frías, son tan reales como el peligro que representan, el olor a licor y su suciedad me sujetan con fuerza buscando arrebatarme mi bolso pero por instinto o no se qué, me aferro a él.
Intento escapar, pero me sujeta con una fuerza que no esperaba en alguien de su aspecto desnutrido. Mis gritos se ahogan en el vacío de la indiferencia.
¿Acaso nadie escucha? ¿Es que nadie se atreve a mirar?
La desesperación me embarga mientras lanzo un mensaje al viento con la esperanza que alguien, en alguna parte, lo recoja.
De pronto, cuando el miedo parece alcanzar su clímax y el calor de una lágrima traicionera amenaza con escapar, y sus manos buscan tocarme, lo inesperado ocurre. Redgar, como una sombra que se desprende de las paredes mismas del callejón, aparece. No sé si es la adrenalina o el alivio lo que hace que mi corazón palpite de manera ensordecedora, pero en el momento en que sus ojos encuentran los míos, algo dentro de mi sabe que este episodio quedará grabado por siempre en mi memoria.
Su mirada es oscura y algo más se apodera de él. Empuja al hombre con extrema fuerza.
Él, con una determinación férrea, se enfrentó al hombre que me atacaba. Los golpes se sucedían, cada uno seguido del eco sordo de la violencia que se desataba ante mis ojos. Mientras forcejeaban, mi mente, traidora, viajó atrás en el tiempo, a esos días de sombras y miedos personificados en la figura de mi padrastro. Los golpes, las vejaciones, todo volvía en una oleada de recuerdos indeseados. Recuerdos que yo había intentado sepultar profundamente.
Paralizada, observo cómo Redgar lucha, cómo se mueve con una destreza que solo la adrenalina otorga, mientras cada golpe, cada gruñido del hombre que antes me tenía atrapada, resonaba en mi cabeza como un eco de aquellos golpes que había sufrido en mi infancia. Cada puñetazo que Redgar asestaba, cada movimiento defensivo, provocaba en mí una descarga de aquel miedo antiguo, esa sensación de vulnerabilidad que creía haber superado hace tiempo.
Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas, no por la situación presente, sino por el dolor que aún vivía en mí, ese niño pequeño en un rincón, temblando, demasiado asustado para gritar, demasiado dolorido para moverse. Era una niña otra vez, esperando que alguien viniera a salvarme, esperando que la tormenta pasara.
Arrodilla al hombre y un filo brillante aparece frente a mi lo desliza por su piel sucia y cadavérica, haciendo caiga al suelo bañado en sangre y llenándome de ella. Quería moverme, quería correr  simplemente huir de los fantasmas que el había traído de vuelta sin saberlo. Sin embargo, mis pies eran de plomo, mis manos temblaban y mi voz, esa voz que tantas veces había resonado fuerte y segura, se había perdido en el laberinto oscuro de mi memoria.
──¡Athenea! ──Grita y me centro en él. Me revisa con sumo cuidado, y me sujeta con fuerza para guiarme a su auto.
¿Qué fue lo que pasó?
¿Qué acaba de pasar?
El hierro de un auto me resguarda, no es él quien acelera el morro, es otro hombro, los escucho hablar con calma, como un calma que envidio en estos momentos.
Mis manos no paran de temblar, y noto sangre en estas, Redgar sujeta mis manos y me habla de algo que no logro entender con un rostro impasible, seca lágrimas que corren por mis mejillas.
En cuestión de segundos, el mendigo yacía en el suelo, inmóvil. Estoy aturdida, sin poder procesar lo que acabo de presenciar.
La camioneta aparca, y mi puerta es abierta, su mano enguantada espera por la mía, y al ver que no la extiendo, me carga en sus brazos se hace un camino de personal armado en la entrada, el calor de su cuarto me hace sentir a salvo.
¿Quién era este hombre realmente?
¿Un asesino?
Salgo de mis pensamientos cuando escucho el agua correr, él está frente a mi quitándose las guantes y el abrigo, su camisa tiene manchas rojas, mi bolso cae al suelo, al igual que mi abrigo haciéndole compañía al suyo, el agua calienta empieza a correr por mi cabeza haciendo que note que estoy debajo de la ducha.
El líquido transparente se tornaba de un tono rojo a mis pies, mientras sus manos calidad y nada rasposas buscaban asear mi rostro.

Mientras el agua corría por mi cuerpo, intentaba entender lo que acababa de suceder. ¿Quién era en realidad Redgar? Y, ¿qué significaba todo eso para mí?
──¿Lo mataste? ──Inquiero reconociendo mi voz.
──Si. ──Musita dejando que el agua caiga sobre su ropa, su paz y su calma me impacta.
Está sereno…
──¿Por mi?
──Por ti mataría hasta a mí sombra. ──Sentencia mirándome directamente a los ojos haciendo que lo sienta tan cierto como el hecho de estar frente a frente.


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