Éticamente hablando, te quiero

By CreativeToTheCore

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¡En físico a partir de septiembre 2023 gracias a Penguin Random House! 🌠 Ganadora de un WATTY 2021 🌠 El día... More

Sinopsis + aviso
Prólogo
1. Papilomas en la selva
2. Un fanfic, una crisis existencial
3. Manual pulmonar
4. Amén con gusto a Averno
5. Cláusulas
6. Tolerancia al cuadrado
7. Enfrentamiento bíblico
8. Caminata fallida
9. Mefistofélico
10. Convenio de equilibrio
11. Zoología
12. Los hermanos Saint
13. Greg, el taxista
14. De fiestas y descubrimientos
15. Granja de postres egoístas
16. ¿Esperanza perdida?
17. Castillos escoceses
18. Adiós, Mery
19. Te amo, pero...
20. ¿Quién es Howard Saint?
22. Con las manos en la masa
23. Sin tortuga
24. Vacaciones mentales
25. Alpinistas de chocolate
26. Fogata de revelaciones
27. TRANSparente
28. TRANSmitir
29. Enfrentando el vacío
30. Zapatos de leche y amor propio
31. Cabeza de manzana
32. Tren de satélites
33. Si tan solo supieras
34. Un frasco roto
35. Pared emocional
36. Florece una pérdida
37. Carbonización crítica
38. La voz, no el voto
39. Geografía de un amor naciente
40. Lo peor no pasó
41. Éticamente hablando
42. El tren de las oportunidades
43. No moriré virgen (+16)
44. Invitación a mi muerte
45. Sonríe
46. Número oculto
47. Caracolas sin milagros
48. Te quiero
Epílogo
Agradecimientos + LIBRO EN FÍSICO

21. En Troya bebían lattes

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By CreativeToTheCore


AZARIAH
EDÉN: 4 - AVERNO: 26

—Howard Saint —digo entre dientes al llegar bajo el umbral de la habitación.

Sus ojos se amplían de la misma forma en que mi padre hace zoom a las fotos en su celular. Revuelve las mantas con desesperación, hasta dar con el botón antipánico de la camilla.

—Baja eso. —Lo apunto con el índice—. Bájalo despacio, y quiero las manos donde pueda verlas en todo momento.

Mientras obedece temeroso y no le quito los ojos de encima, empujo la puerta con la punta de mi zapatilla, hasta cerrarla.

—¡No quiero ser un rehén! —protesta.

—¡Serás un cadáver si vuelves a hacerme esto!

Suspiro exhausta y me acerco a la camilla, hasta que estoy lo suficientemente cerca como para ahogarlo con la almohada.

—¿Estás físicamente bien? —pregunto.

Asiente.

Inhalo.

—¿Estás psicológicamente bien?

Está por asentir, pero lo piensa dos veces.

Retengo el aliento.

Niega despacio.

—¿Me puedo sentar contigo?

Por un momento no tiene reacción. Puede que esta sea la primera vez que le pido algo de forma amable.

Asiente.

Exhalo.

Se mueve a la izquierda y tomo asiento frente a él. Noto que el botón antipánico ha desaparecido, así que extiendo la mano.

Me lo entrega con derrota.

—¿Por qué no me dijiste lo que había pasado cuando llamé? —Frunzo el ceño y se pasa una mano por la nuca, incómodo—. ¿Por qué me dejaste creer que estabas bien cuando te habías caído en un barranco emocional, maldita oveja de la pradera?

Se sienta erguido y juega con el dobladillo de su camisón.

—No quería darte otro problema después de escuchar lo que Mery te dijo. Debió doler oírla decir esas cosas —explica, y mi exasperación disminuye solo un poco—. Debías ocuparte de ti, como yo entendí que debía priorizarme a mí cuando le dije que ya no podíamos ser amigos.

Me cuesta asimilar lo que acaba de decir. Estaba segura de que iba a perdonarla solo porque él es Howard Saint al final, y hacerle justicia a su apellido parece ser lo que mejor hace. Aunque, ¿qué sé yo quién demonios es Howard Saint en realidad? Siendo consciente de lo que significa Mery para él, no me sorprende que haya terminado en el hospital por un cuadro de estrés según lo que me dijo la enfermera. Lo sorprendente es que se haya puesto a sí mismo en la posición de confrontarla.

Me doy cuenta de que, sin siquiera saberlo, acaba de darnos las respuestas que buscábamos para las preguntas sobre el egoísmo. Hago un recordatorio mental para escribirlo en cuanto llegue a casa.

—Es genial que te priorices y animes al resto a priorizarse, ¿pero sabes qué? No te corresponde decir qué puedo o no soportar. Esos límites corren por cuenta propia. Ocuparse de uno es esencial, pero nadie puede estar bien si las personas que le importan están pasando por algo así. —Señalo la habitación con la barbilla—. Y no eres un problema. Lamento si alguna vez te hice sentir como uno. Tiendo a enojarme con el resto de las personas cuando me enojo conmigo misma y eso está muy mal.

Se deja caer contra las almohadas a su espalda y exhala. Sus ojos vagan por el techo y no sé si me cree, así que insisto:

—Howard, en serio, no eres un problema. Eres mi...

Se incorpora sobre sus codos.

—¿Tu cadáver? Vas a matarme por ocultar información sobre mi estado de salud, ¿verdad?

Le quiero decir que sí, pero me resisto.

—Eres mi compañero de filosofía, por lo que me preocupo por ti, y no repetiré eso, así que grábalo en tu minúsculo cerebro ovejero, ¿sí?

Por un rato se queda callado. No sé si lo sedaron, pero está mucho más tranquilo de lo que alguna vez lo vi.

—Yo también me preocupo por ti, y siendo sincero, necesito un descanso de mi propia cabeza por un momento, así que me gustaría saber por qué estás tan tensa.

—No estoy tensa.

—Si algo aprendí hoy, es que el cuerpo habla cuando tú te niegas a hacerlo. —Hace un ademán a sí mismo, y luego otro hacia mi regazo.

Bajo la mirada. No me había dado cuenta de que estaba aferrada con ambas manos al botón antipánico que le quité, o que mi pulgar estaba sobre él, listo para presionarlo. Me vuelvo consciente de lo mucho que me sudan las palmas y de que mis piernas nos han dejado de balancearse inquietas a un lado de la camilla, como si estuviera lista para salir corriendo.

Mierda.

Estoy intentando no pensar. Desde que leí la palabra hospital en el mensaje de Greg, enfoqué mi atención en Howard, no en el lugar donde estaba. De otra forma ni siquiera habría sido capaz de bajarme del auto en el estacionamiento.

Ahora que sé que está bien —o al menos lo suficiente bien como para no morir— mi cuerpo y mi mente empiezan a reconocer ciertas cosas.

Lucho por bloquear ese camino de pensamiento. Si me dirijo hacia él, lo sentiré con la misma viveza que en cada ocasión donde estoy triste y paseo por ahí. Es más, puede que empeore. Me quiero detener, y aunque no es fácil, muchas veces puedo hacerlo. Sin embargo, decirlo en voz alta sería caminar de forma indefinida por un lugar sin luz, y no me gusta la idea de que alguien vea lo patética que parezco tanteando recuerdos y posibilidades pasadas en la oscuridad.

Más que eso, no quiero que me pregunten por qué no enciendo una luz, como si fuera sencillo. No quiero que me digan que lo que sea que me sucede es fácil de superar con todos los años que pasaron. No quiero que comparen mi dolor y mis inseguridades con las de alguien más. No quiero decirlo porque me da miedo que no lo sientan como yo.

Me da miedo que no lo entiendan.

Es como cuando los niños pequeños les dicen a sus padres que están asustados porque hay un monstruo sentado en la silla de su habitación. En realidad, no es más que una pila de ropa, pero desde la perspectiva infantil es lo suficiente real como para acelerarles el corazón. Muchos padres dirán: Solo es ropa, duerme, otros se desharán de ella y alguno inventará una historia para que el niño deje de tener miedo.

¿Alguna de esas cosas funciona de verdad? No. Al menos no de forma definitiva. El niño tiene que crecer. Si lo hace, un día intentará recordar en qué momento dejó de temerle al monstruo de la silla, pero no podrá. Habrá sido un cambio natural, de esos que ni cuenta te das.

Con eso en mente, sé que no crecí.

—No sirve, Azariah.

—¿Qué cosa?

—No dejar entrar a nadie.

Se inclina hasta apoyar los codos en sus muslos.

—Solo analízalo conmigo, por favor —pide—. Si te cierras es porque algo o alguien te lastimó, y para mantener un escudo en alto nunca puedes olvidar quién te hirió y cómo, ¿verdad? —Espera a que asienta o conteste, pero no hago ninguna de las dos cosas, así que continúa—: ¿Pero qué si también estás prohibiendo el paso a un aliado que podría ayudarte a ganar? Ningún soldado gana por sí solo la guerra.

Pienso en Genevive cuando le conté sobre mamá y como a los meses estaba yendo tras mi padre, y en él queriendo hablar sobre el tema cuando el primer año después de que la muerte tocara nuestra puerta, se quedó completamente callado. También pienso en Kyla animándome a actuar como que nada sucedió, justo como hace ella, y recuerdo la discusión con Mery.

—¿Y si es como un caballo de Troya, que viste de aliado pero es enemigo?

—Tal vez ninguno sea enemigo. La gente nos lastima por error a veces.

Resoplo incrédula.

—Lástima que no puedes diferenciar quién lo hace queriendo y quién no.

Niega con rapidez, como si estuviera frente a un examen y supiera con cada una de sus neuronas cuál respuesta es la correcta.

—Es fácil saberlo. El que hiere sin querer se queda a curar la herida, pero recuerda que las personas somos como un doctor. —Señala la puerta, de donde provienen las voces de los médicos—. Si algo dentro de ti duele, debes decirlo en voz alta, porque a menos que te vean sangrar no sabrán cómo ayudarte si no lo comunicas, Az. Pueden sospechar, pero las sospechas no siempre llegan a ser hechos, mucho menos de los certeros. Tú eres directa para muchas cosas, ¿por qué no puedes intentar serlo con esto? Créeme cuando te digo que las personas quieren ayudarte, pero tienes que poner de tu parte para que funcione.

No sé qué decirle, porque al menos con la última parte sé que tiene razón. No me gusta que analice mi comportamiento igual que lo hizo Genevive, pero hay algo distinto en la forma en que lo hace Howard. Tal vez sea que nos conocemos, o más bien hablamos, desde hace poco. No tiene idea de mi historia y eso es tranquilizador en algún sentido. No hay una versión de lo que pasó en su cabeza.

Es una hoja en blanco que me mira como si quisiera ser escrita.

El resto de las personas asumió cosas. Creen que estoy enojada con el piloto que estrelló su avión contra el de mamá en Afganistán o incluso con ella por haber ido allí en primer lugar, pero ambos están muertos, y enojarse con un muerto no tiene sentido. Podría estar cabreada con las personas que tienen el verdadero poder, aunque eso no cambiaría nada y solo me traería frustración. No es como si pudiera derribar por mi cuenta un conflicto que lleva décadas gestándose, mucho menos a gobiernos enteros.

En el fondo, envidio tanto a Howard que duele.

Quisiera ser así de valiente para creer en las personas y apostar a que todo saldrá bien en lugar de resguardarme en la seguridad del pesimismo y no permitirme sentir alegría cuando algo funciona por pensar que dejará de hacerlo pronto, o que desaparecerá como mamá.

Entre Howard y yo, él es más duro aunque parezca al revés. Alguien fuerte es, teniendo o no miedo, aquel que se permite ser lo suficientemente vulnerable para conectar con las personas y confiar en ellas.

No teme prestar su corazón. Confía en las manos de quien lo recibe, y en caso de que se caiga y se haga pedazos, sabe que recomponerlo es parte de la vida y que cada vez que deba hacerlo, será más resistente.

Además, un corazón roto por malos recuerdos sigue guardando en el interior de sus trozos los buenos. Nunca pierde.

En cambio, las personas como yo no ganan nada porque no confían. Ni cosas buenas ni malas. Solo hay un espacio vacío que hace eco con todas las posibilidades de lo que podría ser y finjo llenar con placeres momentáneos en lugar de los sentimientos incondicionales que solo las personas pueden provocar.

—Puedo intentarlo —digo al final, aunque suena más como si hubiera aceptado un reto por orgullo a que hubiera cedido a ser escuchada.

No quiero sentir envidia. Quiero sentirme al menos un poco mejor, así que le doy una oportunidad al método Howardiano y me permito sentir y ver las cosas que no quiero:

La textura de las sábanas del hospital bajo mis muslos, el persistente olor a antiséptico, los pitidos de las máquinas, los teléfonos sonando a la distancia, la mujer de voz monótona llamando doctores por los altavoces, el tecleo incesante de las enfermeras, el pasar de las hojas de las planillas, el sonido de las ruedas de las camillas en los pasillos, la corriente de aire fresco, algún llanto que se desvanece a la distancia en señal de que alguien acaba de nacer y el de una persona que acaba de ver a otra morir.

—Estoy enojada porque hoy es el aniversario de la muerte de mi madre y nadie lo recordó —suelto, y odio la inmediatez en que se me cristalizan los ojos.

Saint permanece en silencio.

—Papá y Kyla parecen haber avanzado, y a veces siento que soy la única que quedó atrás. Atascada. Las personas dicen que el tiempo sana las heridas, pero la mía solo sabe abrirse. Con cada día, cada semana, cada mes y cada año que pasa, siento que ella desaparece un poco más, y si por sanar... —Maldita sea la voz humana y su momento de quiebre—. Y si por sanar la gente se refiere a olvidar, no quiero sanar, Howard.

Sin personas que nos recuerden, no somos nada, y todo lo que fuimos pierde significado. Es como si jamás hubiéramos existido, y me niego a que mi mamá quede olvidada cuando ella nos hacía sentir recordados aun cuando no había nada que recordar.

—A veces me despierto y no puedo recordar cómo era su voz. —Me siento la peor hija del mundo al reconocerlo—. Me desespero por horas hasta que logro hacer memoria. Tenía doce cuando falleció, y sabes que los recuerdos de la infancia se vuelven difusos hasta que se borran casi del todo al crecer. Ahora solo tengo un puñado de ellos a los que aferrarme, y se me están escapando entre las manos... El año pasado olvidé la canción que tarareaba cuando nos despertaba para ir a la escuela, y aunque no pueda olvidar cómo se veía porque tengo fotografías, me da pánico que se convierta en solo una imagen cuando me quede sin recuerdos de verdad.  No puedo luchar contra el tiempo o mi memoria, así que por más estúpido que suene, intento mantener cosas y personas fuera de mi cabeza para que se queden estas otras.

No quiero recuerdos nuevos si eso implica deshacerme de los viejos, si es que tiene sentido.

Se supone que tendría que haber aprendido a vivir sin una mamá, pero siento que cada día desaprendo un poco más. La extraño tanto que a veces fantaseo con que ella sigue aquí.

Es raro que seamos capaces de cerrar los ojos y vernos a nosotros mismos con una persona que no está de verdad a nuestro lado. Sin embargo, es reconfortante crear recuerdos bonitos para aliviar una realidad que no lo es tanto, a pesar de que al final ser capaces de imaginar esas escenas nos lastime.

A diferencia de mí, Howard ni se esfuerza en retener sus lágrimas, que caen sin vergüenza.  Me doy cuenta de que me salté una solución al problema del monstruo de la silla: un padre puede quedarse con el niño hasta que se duerma. No lo solucionará, pero hará que el pequeño se sienta protegido y aliviado por un rato, mientras recarga fuerzas.

El miedo seguirá ahí, pero es más fácil enfrentarlo con alguien a tu lado.

Aquí no hay padres o monstruos hechos de ropa, pero hay una oveja. Sé que aunque la tristeza sigue en mí, un trozo de ella fue tomado prestado por él. Eso hacen las personas empáticas, y el hecho de que solo le duela la idea de lo que siento, me hace entender que el miedo a no ser entendido es solo eso: miedo. No un hecho.

Tal vez mi padre podría entenderlo si lo explicara así. Tal vez mi hermana. Tal vez Genevive.

Un temblor se extiende desde el centro de mi pecho a cada parte de mi cuerpo. Rompo a llorar y no se siente bien perder el control, pero me recuerda que absolutamente nada se puede controlar por completo. Siempre hay algo que se zafará de nuestras manos, pero eso no quiere decir que esté mal.

Está bien que duela. Si duele, es porque importa, y es el dolor lo que le da significado a muchas cosas y nos permite apreciarlas en pasado, presente y futuro.

Howard parece no saber qué hacer. Pasa de cerrar las manos en puños a gesticular con ellas en el aire mientras intenta encontrar palabras de consuelo que no le salen. Entonces, deja caer las manos sobre su regazo, respira hondo y cuadra los hombros antes de empezar a tararear en voz baja.

Me limpio el rostro con el dobladillo de la camiseta y poco a poco el llanto no es más que un hipo ridículo y un rastro de lágrimas camino a secarse.

Reconozco la canción.

—¿Cómo...? —pregunto aturdida.

Ladea la cabeza y se limpia los ojos con la manga del camisón.

—Tu papá la estaba tarareando cuando me llevó a mi casa la otra noche. Dijo que se llama Total Eclipse of the Heart. —Sorbe por la nariz y sonríe de lado ante el recuerdo—. Según contó, él y tu mamá se conocieron en un baile escolar mientras sonaba, ¿verdad? Me pareció muy tierno.

Me siento tonta porque no sabía eso. Estuve un año entero creyendo que no podría recuperar un recuerdo de alguien que me importa, y ni siquiera sabía cómo se habían conocido mis padres. Que él se enterara antes que yo no me enoja, me entristece porque me doy cuenta de que es mi culpa.

Howard debe usar su sexto sentido lanudo, porque se percata de lo mismo y añade:

—Más allá de cómo lidia cada uno con la pérdida, recuerda que Dalton perdió a su esposa y Kyla a su mamá, como tú. —Sus cejas se juntan en una expresión comprensiva pero determinada—. Dices que tienes miedo de olvidarla, pero la única forma de asegurar que los recuerdos no se pierdan, es compartiéndolos. Si tú olvidas, otro no lo hará. Si el otro olvida, tú no lo harás. Las personas son aliadas y los aliados se ayudan entre sí en la guerra, ¿recuerdas?

Que me diga que podría haber ganado la guerra contra el olvido hace tiempo me hace abrir los ojos que ya creía abiertos, aunque no lo estaban de verdad. A veces puedes encerrarte tanto en tu cabeza, que llegas a creer que el mundo empieza y termina ahí.

Error humano, pero se puede corregir.

Hace unas semanas jamás se me habría ocurrido dirigirle la palabra a Saint. Creía que era un fanático religioso con una mente más cerrada que una lata de sardinas. Sin embargo, lo juzgué mal. ¿Su sueño es tomar el té con Dios e intercambiar chismes sobre lo que hacen los apóstoles los fines de semanas? Tal vez sí, tal vez no, y eso estará bien para mí de ambas maneras. Dejé que mis experiencias y sentimientos hacia la religión contaminaran el hecho de que cada quien es libre de creer en lo que quiera, siempre y cuando implique aspectos positivos, y que nadie debería criticarlo por ello. A su vez, que una persona se aferre a una convicción no hace que su mente sea cerrada. Al menos, no en este caso. Puede que a Howard le cuesta aceptar algunas cosas, pero está dispuesto a verlas, escucharlas y reflexionar sobre ellas —está dispuesto a crecer—, y esa disposición a empatizar con el otro y consigo mismo es lo que destruye cualquier mal concepto que tuve de él aquel día que nos emparejaron en filosofía.

—Yo... —Niego con la cabeza, ni siquiera sé qué decir—. Gracias, en serio.

Se encoge de hombros como si no acabara de cambiar la dirección del viento, y como era de esperarse, extiende los brazos para dar un final al momento que esté a la altura de las películas:

—¿Puedo abrazarte?

—No.

Deja caer los brazos.

—¿Darle un apretón a tu mano en señal de empatía?

—Tampoco.

Frunce el ceño.

—¿Tienes algún problema con el contacto corporal?

Son las palabras perfectas para aligerar el ambiente. Dejarlas pasar sería un verdadero pecado, así que decido hacer una de las cosas que siempre me levanta el ánimo: molestarlo.

—Ninguno. Es más, me encanta, pero solo el tipo de contacto pecador. El cariñoso me aburre, así que a menos que quieras... —Aprieto su rodilla.

Sus ojos se amplían y se lleva las piernas al pecho para abrazarlas.

—Por el Santo Grial y la Biblia de Santo Tomás, necesito el botón antipánico ahora... —Lo busca en la camilla con la mirada, desesperado—. ¡Alma sucia, no te rías! —reprocha con las mejillas y el cuello sonrojado.

A veces me gusta la fluctuación emocional. Hace menos de cinco minutos estaba llorando, pero ahora me falta el aire por motivos distintos.

—Tranquilo. —Niego con la cabeza, secándome los ojos—. No me van los vírgenes. La primera vez no se olvida, así que hay una responsabilidad moral para no traumatizarlos, y no estoy dispuesta a lidiar con ello. Es mucho trabajo y poca recompensa. —Lo pienso una vez más y me corrijo—: En realidad, lo último pasa a menudo, sea o no virgen.

Alcanza la manta y se cubre hasta el cuello, asegurándose de que no se le vea ni un centímetro de piel a través del camisón.

—Tal vez haces mal el trabajo si es que obtienes poca recompensa.

Mi mandíbula cae hasta el Averno.

—¿Acaba Howard Saint, nivel 17 en Edén, de darme un golpe bajo por medio de un chiste sexual cuando tengo a mi disposición todos los medios para matarlo? —Hago un ademán a una charola con instrumentos quirúrgicos que han dejado cerca—. ¿Cuándo te volviste tan valiente, oveja?

—Es práctica, aunque todavía me falta perfeccionar ese arte —reconoce con orgullo—. Por cierto, estoy en el Escalón 19 ahora.

No me sorprende que trepe en Edén como Oklahoma estaba trepando a la máquina expendedora del corredor mientras exigía a gritos y a patadas que esta le diera un chocolate. Sin embargo, cuando me lo quedo mirando creo que nunca lo había visto de verdad antes. No a detalle. No con interés en su existencia. Estoy segura de no saber de qué color eran sus ojos hasta el día de hoy. Son como un latte con poco café, lo cual es decepcionante para las papilas gustativas, aunque a él no le sienta tan mal. Hay un poco de verde también. ¿Cómo es posible conocer a alguien desde hace ya un tiempo considerable y aun así ni siquiera saber de qué maldito color son sus globos oculares? Eso sí sorprende.

Entonces, cierra los ojos de golpe y aprieta los párpados con fuerza.

—¿Qué haces? ¿Te estás cagando? —Me echo hacia atrás, por las dudas.

—No, me estoy preparando para el golpe. ¿No es por eso que me mirabas fijo? ¿Para descifrar qué lugar de mi rostro aún no conoce tu agresividad?

No le recuerdo que, según el contrato, le debo un Padre Nuestro por haberle dado una bofetada en el auto de camino a la fiesta. Sin embargo, sé que estuvo mal. Genevive dijo que terminaría en una correccional y mi padre dio a entender lo mismo. Ambos tienen razón en que no puedo ir por ahí golpeando a la gente por la vida, porque cuando sea mayor podría meterme en serios problemas. Además, no quiero ser recordada así, y que él se esté acostumbrando a los malos tratos de mi parte habla muy mal de mí.

No me apetece seguir siendo una mierda. La gente no lo merece. Mi mamá no lo querría, en eso Dalton estaba en lo correcto.

—Te miro porque eres un latte, Howard —corrijo.

Abre un ojo, curioso.

—¿Soy un qué? No conozco ese insulto.

—No es un insulto.

Abre el otro ojo, desconfiado.

—Es... ¿Un halago?

—Tampoco.

Creo...

—¿Una afirmación?

—Sí, una afirmación que dice que Azariah no te golpeará hoy.

En realidad, no volveré a golpearlo.

—En ese caso, me hace feliz ser un latte.

Asiento y él imita el gesto en respuesta, reprimiendo una sonrisa.

Una alianza es firmada en silencio. Al menos por un momento, olvidamos que en el mundo hay guerras que nos reclaman como protagonistas.

YA ERA HORA, JENKINS...

BIENVENIDA AL NIVEL 5 DEL EDÉN

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