Las últimas flores del verano

By ersantana

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Ganadora del Watty 2022 en la categoría juvenil✨ «Una carta de amor, una chica con aroma a coco y un verano i... More

Nota de la autora
Personajes
Playlist de la historia
Era el fin del mundo
1. Bienvenidos a San Modesto
2. Más fe que sentido común
4. La intersección
5. Hey Shorts
6. Recordaría haberte conocido
7. Del maíz y otros problemas
8. Seamos amigas
9. Las primeras flores del verano
10. Entre zarazas
11. Del amor y otros problemas
12. Bienvenida al mundo adulto
13. Bajo el cielo estrellado
Interludio (I)
14. Una epifanía
15. No lo sé, dime tú
16. Regresiones al amanecer
17. Hay una chica en mi cama
18. Una cena incómoda
19. No me olvidarás
20. El silencio de la noche
Interludio (II)
21. Un día nublado
22. Nuestro lugar especial
23. Días de sol
24. Antes de todo
25. Tragedias nocturnas
26. Sintonía perfecta
27. Dieciocho días
Interludio (III)
28. El año del conejo
29. En el medio
30. ¿Qué le echan al agua?
31. Las patronales de San Modesto (I)
32. Las patronales de San Modesto (II)
Interludio (IV)
33. No es para siempre
34. Caminata nocturna
35. Una visita inesperada
36. La canción del verano
Epílogo: El día del fin del mundo
Nota de agradecimiento
Extra I (Héctor e Iván)
Extra II (Astrid, Allen y Casey)
Extra III (Casey)

3. Tardes con aroma a coco

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By ersantana

8 de enero de 1999

El sol se cernía en lo alto del cielo, marcando el mediodía. E incluso cuando la brisa intentaba lapidar un poco aquel sofoco junto con la leve frescura de las baldosas del porche delantero, estaba sudando a cántaros.

Lo más molesto era esa sensación pegajosa entre mis muslos.

Empecé a arrepentirme de usar pantalones cortos o aceptar la invitación de Allen.

«Dios, Astrid en qué estabas pensando» me reproché a mí misma.

Tomé mi bolso para aplicarme otra capa de bloqueador solar, porque sentía que ya la primera había sido disuelta por el sudor. Todo esto sin quitar la mirada del camino donde se supone debía llegar Allen con su bicicleta y su cara simpática, pero mientras hurgaba en el interior sentí la textura de papel en el fondo.

Solté un suspiro y saqué aquel sobre que cargaba conmigo desde aquel encuentro con la chica misteriosa. La marca del labial se había corrido un poco, pero el olor a coco seguía tan fuerte como aquel día.

Me había sentido algo tentada a abrirlo, pero estaba más que claro que aquella era una carta de amor. Ese tipo de cosas eran demasiado íntimas y si estuviera en su lugar lo último que quisiera era que un total extraño leyera párrafos donde dejaba a flor de piel mis sentimientos.

Era la máxima violación a la privacidad en la que podía pensar.

En ese momento no quería admitirlo, pero esa fue otra de mis razones para aceptar aquella salida. Tenía la esperanza de localizar a la chica y devolverle la carta para que pudiera entregarla... y claro, que se disculpara de manera apropiada conmigo.

Un sonido captó mi atención, el de la gravilla removiéndose por el paso de una bicicleta. Guardé la carta rápidamente al divisar su figura por el camino.

Su cabello se encontraba aplastado por aquella gorra de los Yankees y sus mejillas estaban cubiertas de un notable rubor por el pedaleo. Al ver que traía ropa similar a la que usaba para trabajar me sentí un poco tonta por haber pensado tanto en la mía.

—Perdón por la hora. —Se detuvo frente a mí, llevando una mano a su pecho que no paraba de subir y bajar por la agitación—. Dame un momento... tengo que recuperar el aliento.

Dicho esto, dejó caer su espalda contra uno de los postes del porche. Algunas gotas de sudor caían por su rostro, pero aun así parecía más fresco que yo.

—No te preocupes —dije mientras me levantaba—. Acabo de sentarme aquí.

Por un momento pensé que diría algo de mis pantalones cortos o de mi blusa de tirantes o de la camisa a cuadros que llevaba encima para cubrir mis brazos del sol, pero parecía estar concentrado en recuperar el aliento.

—Mis amigos nos están esperando en el parque. —Giró su bicicleta—. Desde hace un rato siento que me pica el oído, así que me imagino que deben estar molestos por la tardanza.

Se subió a la bicicleta y luego le dio unas palmadas al asiento sobrante de atrás. Claramente no tenía otra opción más que sentarme pegada a él y agarrarme de su cintura.

Era un truco demasiado obvio. Por eso no solía juntarme con chicos, si les mostrabas la mínima muestra de amabilidad ellos creían que era un pase total para intentar "tirarte los perros".

Y las chicas me ponían nerviosa.

«Por eso no tienes amigos» me dije a mi misma mientras me levantaba.

Y tampoco estaba muy interesada en tenerlos. En ese momento prefería pensar en aquella situación como una misión: encontrar a la chica de la carta y complacer a Adela para que no siguiera insistiendo.

Observé el delgado asiento de la bicicleta y arrugué la nariz. Al sentarme y sostener su cintura, pude sentir algo de sudor sobre su camiseta desgastada.

Aunque lo más probable es que dejara su bicicleta cubierta por el sudor de mis muslos, así que de alguna manera era algo justo.

—Sujétate fuerte —advirtió mientras sus pies se posaban sobre los pedales.

—¿Le dices eso a todas las chicas que invitas a pasar el rato? —pregunté mientras me aferraba un poco más fuerte.

Lo escuché reír en ese momento, pero empujó el pedal y el sonido de la cadena captó mi atención. La bicicleta empezó a moverse sobre el camino de piedras y tierra de manera algo brusca.

Pero a medida que el pedaleo aumentó, la bicicleta se estabilizó y anduvo de manera suave. En ese momento pude sentirme algo refrescada por la brisa que corría a nuestro alrededor.

Se sentía... bien.

—La bicicleta es nuestro principal medio de transporte aquí, por eso me sorprendió un poco que no supieras manejar —contó mientras entrábamos al camino—. Supongo que lo tengo normalizado.

—Pensé que andaban a caballo —confesé.

—Ese es un pensamiento bastante clasista de tu parte —dijo mientras reía, no sonaba ofendido—. Aunque Maylín tiene un caballo, así que tan mal no estás.

—¿Maylín? 

Cuando me había dicho que íbamos a vernos con amigos, me imaginé un grupo de hombres con los que me iba a sentir fuera de lugar. Igual iba a estar nerviosa, pero las chicas solían ser más empáticas con las personas nuevas.

—Sí, ella y Francisco nos esperan en el parque. —Presionó el freno con cuidado al acercarnos a la intersección—. También invité a Casey, pero siempre está ocupada con sus cosas...

Señaló a la derecha con los labios, justo la dirección donde la chica había corrido aquel fin de semana. A lo lejos se podía distinguir un edificio de color blanco y la figura de una cruz en su fachada.

La chica de la carta estaba yendo a la iglesia.

—¿Se conocen desde hace mucho? —pregunté con curiosidad.

—Todos se conocen en este pueblo —respondió con un tono nostálgico—. Pero sí, nos conocimos en la primaria y hemos sido inseparables desde entonces.

Me sentí un poco incómoda al escuchar eso, porque eso significaba que estaría un poco fuera de lugar con sus conversaciones o anécdotas.

—Creo que contigo finalmente podemos ser el Club de los Cinco, como en la película —agregó, sonaba feliz—. Tranquila, son buenas personas y te integrarás rápido.

Sé que lo había dicho para tranquilizarme, pero no quitaba el mismo sentimiento que tenía al estar en la casa de Adela y Marcos. El de ser una intrusa en la vida de los demás.

Mi bolso rebotó un poco y lo tomé con una mano para evitar que cayera. A través de la delgada tela pude percibir la textura del sobre que me estaba haciendo pasar tanto trabajo.

Todo lo que estaba haciendo para devolverle la carta a esa chica. 

Como era típico de los pueblos en el interior, el parque era el centro de todo. Alrededor de este se encontraban los edificios municipales, un mercadito, una iglesia mucho más grande que la ubicada en las afueras y los que parecían ser los dos únicos teléfonos públicos de lugar.

Las bancas del parque eran de piedra cubiertas con una pintura brillante, los árboles brindaban una gran cantidad de sombra y los desgastados adoquines aun tenían cierto encanto. Pero este se perdía con las grandes vallas y pinturas que se encontraban dispersas por todo el lugar.

Era lo que solía pasar cuando estábamos cerca de las elecciones. El país entero se convertía en un desfile de colores de partidos políticos, rostros de personas sonrientes y promesas que nunca se cumplían.

Y allí, en medio del parque había una pequeña estructura techada rodeada de bicicletas, patines y chicos conversando. Dos, en especial, nos observaban con mucha atención a medida que nos acercábamos.

Una chica baja y regordeta. Sus ojos marrones eran vivaces, con espesas cejas oscuras, una nariz fina y unos labios redondos. Todo esto en un dulce rostro con mejillas rellenas que eran enmarcadas por ondulados mechones oscuros que se escapaban del moño.

Junto a ella había un chico alto y de contextura atlética. En ese momento lo que más me llamó la atención de su delgado rostro con piel bronceada fue esa mirada de desdén que estaba dirigida hacia mí.

Allen presionó los frenos para detenernos.

—¡Perdón por la tardanza! —se disculpó mientras colocaba el pie de la bicicleta—. Esta mañana estuve ayudando a Don Apolonio y el tiempo fue volando...

Había algo en la manera en la que arqueaba las cejas o arrugaba la nariz mientras me miraba, como si oliera feo. Recuerdo haber pensado que se me había pegado el sudor de Allen a la blusa.

—Bueno, tampoco es como si tuviéramos algo interesante que hacer hoy —contestó con un tono bastante afilado—. Conque esta es la famosa sobrina de Marcos.

La chica a su lado rodó los ojos y se levantó con una gran sonrisa en el rostro.

—Ignora a este bobo —dijo mientras me tendía la mano—. Soy Maylín Carrera, un gusto conocerte.

La palma de su mano era suave y su apretón firme. No era la chica de la carta, era demasiado baja y no percibía el aroma a coco por ningún lado.

—Un gusto —dije en un tono un poco bajo—. Astrid García.

—¡Estoy tan emocionada! ¡Ya nos veo siendo grandes amigas por el verano! —Señaló al chico con gesto serio—. Este pendejo es Francisco Palacios, generalmente es más animado, pero parece que se levantó del lado equivocado de la cama.

Francisco encogió los hombros, pero permaneció en silencio.

Al parecer el odio a primera vista existía y era algo mutuo.

—¿Viene Casey? —curioseó Allen mientras se sentaba junto a Francisco.

—Tiene estudio de biblia en la mañana, después el almuerzo y están sus sobris... —Soltó un suspiro—. En fin, creo que nos encontrará en el parque como a las cuatro o cinco.

—Bien, entonces deberíamos empezar con el tour por el pueblo —sugirió Allen con una palmada sobre el hombro de Francisco—. Vamos Maylín, haznos los honores. 

—Oye, oye... experta-experta no soy —aclaró, pero no pudo contener una sonrisa de orgullo—. Pero amo mandonear.

Allen me observó con expresión divertida.

—Adora mandonear —recalcó.

Ella caminó hasta quedar delante y estiró los brazos para dar las vueltas, como si estuviera haciendo una presentación en el colegio.

—Este es el parque El General, remodelado en 1970 por... ¡El General! —Ella se detuvo y señaló la iglesia—. Esa es la iglesia de San Modesto donde una vez Allen se cayó y partió el labio...

El aludido solo rodó los ojos y señalaba una pequeña cicatriz sobre su labio superior.

Y siguió explicando la historia de cada edificio que rodeaba el parque. Se notaba que había crecido en este lugar por la manera tan familiar con la que daba las descripciones y las mini anécdotas. Había algo en su tono de voz (tal vez su excesiva energía o ese toque de amor por el pueblo) que te hacía escucharla con la atención que tus profesores envidiarían.

No me costó mucho adivinar que era una persona popular.

—Y después de la iglesia... —Maylín imitó el redoble de tambores—. ¡Tenemos el mini súper de nuestro querido amigo Allen!

Allen rodó los ojos. No se lo había querido preguntar porque no sabía si aquello lo podía ofender, conocía algunos chicos chinos en la ciudad que se molestaban si asumías automáticamente que su familia tenía tiendas, restaurantes o ferreterías.

—Que no es mío, Maylín...

—Bueno, bueno, la tienda de los padres de Allen —aclaró con tono divertido—. Solemos sentarnos en las tardes después de la escuela, la tía Chela es un amor atendiéndonos y siempre nos mantiene al tanto de todo lo que pasa en el pueblo.

—Oye, ahora que me acuerdo... —Allen se levantó y caminó hacia Maylín con las cejas elevadas—. No has pagado las frituras que te fíe la semana pasada.

Ella caminó hacia su bicicleta morada con cintas blancas colgando del manubrio y un cesto tejido con una cartera de tela en la parte delantera.

—Creo que deberíamos avanzar —empezó a decir de manera nerviosa mientras subía—. El pueblo puede parecer pequeño, pero tienen muchos lugares interesantes.

—¿A dónde iremos primero? —preguntó Francisco con un tono de voz más suave—. Ya ni recuerdo los lugares que son interesantes.

—¿Acaso tú también necesitas un tour por el pueblo? —se burló la chica, dándole unos golpecitos en la cabeza—. Vivir con tu mamá te está afectando demasiado, Fran.

—Exacto, ahora se cree todo un fino por ir a esa escuela privada para varones...—continuó Allen mientras le sonreía a su amigo y subía a la bicicleta—. Astrid ¿vienes conmigo?

Asentí y me dispuse a subirme en el asiento trasero, pero sentí un golpe en el hombro. No tuve que darme la vuelta para saber que había sido Francisco.

—No te quedes parada —lo escuché decir mientras se subía a su bicicleta—. Aprende a seguirnos el paso, lenta.

Mientras me subía, empecé a preguntarme si estaba molesto por mi presencia... o por el hecho que estar con Allen. Fuese como fuese, decidí mantener cierta distancia entre ambos para poder disfrutar el resto del día.

Las bicicletas iban rápidamente por las polvorientas calles de asfalto del pueblo mientras la suave voz de Maylín nos contaba una serie de historias sobre cada uno de los lugares.

Así fue como conocí el matadero municipal que quedaba a las afueras de la ciudad, el edificio de la corregiduría, un bar donde los borrachos solían ponerse a cantar cerca de las seis de la tarde, dos fondas donde podía sentirse un delicioso aroma, la casa de la señora que vendía los mejores duros del lugar... era tanta información que sentí mi cerebro algo atontado.

Al salir un poco del centro, empezamos a ver las casas a las afueras del pueblo.

La mayoría tenían hermosos jardines llenos de flores, algunas estaban cercadas con alambre de ciclón y otras no. Las puertas abiertas y personas sentadas en los porches delanteros, conversando con sus familiares eran una imagen nostálgica que no había visto en mucho tiempo. 

Daba cierta sensación de tranquilidad y familiaridad en el ambiente. Incluso durante esa pequeña ruta hacia las afueras del pueblo, muchas personas saludaron a los chicos con tal cariño que denotaba mucho que los habían visto crecer.

Mientras tanto en la capital todos eran desconocidos por conocer.

Las pequeñas casas desaparecieron para dar paso a grandes hectáreas de campo donde las vacas pastaban libremente y sin la menor preocupación. El camino asfaltado cambió a uno de tierra y gravilla que levantaba una fina capa de polvo con el paso de las bicicletas.

Por un momento cerré los ojos para sentir la fresca brisa de verano sobre mi rostro.

Y, solo por un momento, me sentí más libre que en los últimos diecisiete años. 

A medida que la tarde caía, la luz naranja de los postes empezaba a bañar los rincones oscuros.

El pueblo había tomado una nueva cara, con muchas personas sentadas en las bancas del parque para conversar, música proveniente de algunas casas cercanas, adultos mayores que hacían sonar las piezas de dominó contra sus mesas mientras sostenían sus cigarrillos entre los labios y muchos niños jugaban con sus canicas y jaxs.

Era un ambiente agradable, me recordaba un poco a las tardes en el parque cerca de mi vieja casa.

—A ver si entendí bien... —Allen observaba con curiosidad a Maylín—. La vez pasada dijiste que en el puente salían los duendes y hoy cuando se lo enseñamos a Astrid dijiste que por allí pasaba la tulivieja...

Maylín rodó los ojos y colocó su cartón de jugo a un lado. Al final sí fue a pagar su cuenta con la  mamá de Allen y nos invitó a un par de jugos de cartón. Estábamos sentados recuperando el aire que habíamos perdido en ese largo recorrido.

—No me expliqué bien...

—Nada nuevo —se burló Francisco antes de darle un sorbo a su jugo.

—Oigan ¡Yo estaba hablando primero! —exclamó mientras hacía un leve puchero—. Ya sabemos que por todo el monte hay duendes, ese es un hecho verídico.

Allen me miró de reojo y negó de manera disimulada. A su lado, Francisco aún me observaba con el mismo gesto de disgusto que había tenido durante todo el tour por el pueblo.

—En el día de las madres suele escucharse el llanto de la tulivieja y durante viernes santo se dice que las brujas de la zona se reúnen para...

—Espera un momento —la interrumpió Francisco mientras intentaba contener la risa—. ¿Estás diciendo que hay un calendario de apariciones? ¿Qué aparece algo nuevo por cada festividad?

Incluso con ese señalamiento, el rostro de Maylín tenía un gesto bastante serio. En ese momento me di cuenta que en serio creía en esas cosas.

—¿Por qué no? ¿Acaso creen que se van a poner todos los días a espantar y no se toman vacaciones? —Maylín me observó—. A ver Astrid ¿No crees que se tomarán vacaciones por un tiempo?

—No lo sé, supongo que sí —respondí antes de darle un sorbo a mi jugo. 

—¡Ven! ¡Astrid me apoya! —Señaló a los chicos—. Además, no hagan como si esas cosas no existieran, les va a pasar como a mi tío que se reía de las cosas paranormales.

Allen y Francisco intercambiaron miradas, casi como si hubieran leído la mente del otro.

—¡Y cuando regresaba de los corrales en la medianoche vio una sombra volando hacia él! —exclamó Francisco, como si narrara alguna historia épica.

—¡La sombra se detuvo en un árbol y tomó la forma de un búho gigantesco! —Continuó Allen mientras imitaba la forma de alas—. ¡El búho tenía unos ojos rojos como la sangre y de un momento a otro se abalanzó sobre él con sus enormes garras!

—¡Pero el tío Rubén es de reflejos rápidos, así que le dio tiempo de sacar el cuchillo que siempre guarda en su bota! —Francisco imitó el movimiento de un cuchillazo—. ¡Y alcanza a clavárselo en el ala!

—Cae al suelo transformado en una sombra y se arrastra monte adentro —Allen hizo una pausa dramática—. Al día siguiente, mientras el tío Rubén cabalga por el pueblo se da cuenta de que hay una mujer mirándolo fijamente en el parque y con el brazo vendado...

—¡Y eso pasó de verdad! —afirmó ella con mucha energía—. ¡Cuando les pasen esas cosas, los veré llorando como chiquillos y solo me reiré en sus caras!

Allen y Francisco se miraron entre sí para luego estallar en risas tan fuertes que varias personas voltearon a mirar. Ese fue el único momento del día en el que noté que cambió su marcado gesto de disgusto por uno que irradiaba alegría pura.

—Hombres... —Rodó los ojos y me dio una mirada—. ¿Te la pasaste bien, Astrid?

—El pueblo tiene lugares interesantes.

Y muchos paisajes preciosos para tomar fotos. En ese momento el cielo estaba teñidos de una mezcla preciosa de tonos amarillentos y oscuros que nunca antes había visto en la ciudad.

Me arrepentí un poco de no haber llevado mi cámara, pero creí que si la llevaba esos chicos me la querrían pedir para probarla y no me gustaba que tocaran mis cosas.

—Y eso que no te hemos llevado al río —Maylín me dio un leve empujón en el hombro—. ¡Ven con nosotros al río este fin de semana! ¡Llevaremos naranjas, soda y pasamos toda la tarde bajo el sol!

Agité un poco mi cartón de jugo, el líquido era tan transparente que lograba ver el fondo. No lo había pasado mal con ellos, pero no me sentía emocionalmente preparada para pasar otro día socializando con ellos.

Especialmente con Francisco.

—Lo pensaré —respondí no muy segura—. Pero la pasé bien, así que gracias por todo.

Maylín sonrió al escuchar esto y estiró sus piernas sobre el regazo de Francisco, mientras que Allen apoyaba el brazo sobre su hombro. El nivel de familiaridad y cariño que esos tres desprendían me hizo sentir un poco nostálgica.

—¿Tenemos que esperar a Casey? —preguntó Francisco antes de dar un bostezo—. Está empezando a oscurecer.

Maylín elevó su brazo para rectificar la hora, era uno de esos graciosos relojes de plástico con decoración de princesa. 

—No quiero que regrese, no nos encuentre y se cabreé como la última vez —Me dio una mirada —. ¿Quieres esperar un rato más o ya estás cansada?

Por lo general solía sentirme incómoda cuando estaba con algunos grupos de personas, pero con esos tres... había algo diferente.

—Acabo de acordarme —Allen me observó con una ceja elevada—. Te dije que te íbamos a enseñar a manejar bicicleta.

Esperaba que lo hubiera olvidado en ese momento, había demasiada gente en el parque y lo último que quería era pasar vergüenza frente a la mitad del pueblo.

—No... no es necesario...

Francisco me miró con los ojos entrecerrados, pero luego esbozó una sonrisa que no me gustó para nada.

Pa' eso viniste ¿no? —Se levantó y caminó hacia su bicicleta—. Vamos, estaré encantado de enseñarte.

Maylín pareció leer la situación entre líneas e intentó intervenir.

—Oye si ella no quiere no podemos obligarla, además Allen o yo podemos enseñarle...

Francisco elevó una ceja mientras se acercaba con su bicicleta. Aquellos gestos me recordaron a varios chicos del colegio. Esos que creen estar por encima de los demás por tener cierto apellido, juntarse con cierto grupo de personas, estar inscritos en ciertos clubes exclusivos y tener cierto tono de piel.

—Pero si yo fui quien les enseñó a manejar bicicleta. —Le dio unas palmaditas al asiento—. Además, es mi manera de disculparme por mi... actitud.

Estaba más que claro que tenía dobles intenciones con esa ofrenda de paz y sus amigos también parecían haberlo comprendido. Me levanté del banco de concreto y caminé hacia él intentando mantener mi rostro serio.

—Pues, entonces estaré encantada de aceptar. —Posé las manos sobre el frío manubrio—. Solo no me dejes caer.

Al principio pareció bastante servicial. Me ayudó a subirme a su bicicleta y me explicó con detalle cómo funcionaba cada parte, desde los frenos hasta la cadena. También me explicó como pedalear correctamente y por un momento me hizo creer que lo estaba haciendo de corazón.

Ese es el problema con ese tipo de chicos, son perfectos mentirosos.

Dijo que sostendría mi bicicleta mientras hacía mi primera prueba de pedaleo y hasta cierto punto lo hizo, pero lo escuché reír. Allí supe que estaba perdida.

Me dio un fuerte empujón, mis pies se enredaron entre los pedales y el manubrio empezó a descontrolarse. No había manera de que no cayera de manera estrepitosa en medio del parque, por lo que me preparé mentalmente para el golpe.

Pero en cuanto sentí el suelo, no me sentí en el suelo del parque de San Modesto. Estaba en el colegio, sobre las frías baldosas mientras sentía un sabor metálico en mi boca y mis nudillos enrojecidos por los golpes.

Mi corazón empezó a latir con fuerza mientras cerraba los ojos y me recordaba que no estaba en el patio del colegio, que eso había pasado hace varios meses, que había más de veinte personas en el parque y no podía ponerme a lloriquear frente a ellos.

—¡Francisco, eres un pendejo! —escuché a alguien gritar.

Escuchar esa voz me ayudó a regresar a ese presente y me dio el valor para abrir los ojos y dirigirlos hacia mi rodilla.

Justo en ese momento, mientras revisaba la gravedad de los raspones que no paraban de sangrar, noté un aroma en el ambiente. El mismo aroma del que estaba impregnada la carta.

El aroma de ese domingo, el aroma de esa chica.

—¡¿Estás bien?!

El aroma estaba sobre mí, al igual que una persona sentada en cuclillas frente a mí. Sin siquiera haber visto su rostro, una sensación extraña se apoderó de mi pecho.

Y una mano apareció ante mí.

—No tienes por qué avergonzarte —murmuró esa misma voz, pero su tono se había relajado—. ¿Quién no se ha caído frente a treinta personas en un parque?

Primero observé su mano, con dedos alargados y uñas cubiertas por una capa de brillo transparente. Seguí su brazo hasta toparme con las mangas abombadas de un vestido con estampado de flores y finalmente llegar a su rostro.

Sus mejillas tenían cierto brillo dorado bajo la poca luz de día que quedaba, sus ojos oscuros me observaban de manera fija con un claro brillo de preocupación, su nariz con forma de botón se arrugaba un poco y la luz amarillenta de uno de los postes hacía parecer que un halo de luz rodeara su largo cabello oscuro.

El aroma a coco... sentía que flotaba a mí alrededor como si fuera algún tipo de feromona.

Mi corazón empezó a latir con fuerza.

Y así fue cómo encontré a la chica de la carta... o, mejor dicho, cómo ella me encontró. 

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