Palabra de Bruja Farsante

Von E_Hache

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«Cuando se está enamorado, comienza uno por engañarse a sí mismo y acaba por engañar a los demás» Oscar Wil... Mehr

Farsante
~ Advertencia ~
~ Glosario ~
Capítulo 1: El infierno
Capítulo 2: El fiscal
Capítulo 3: El trabajo
Capítulo 4: Los bandos
Capítulo 5: La botella
Capítulo 6: Los cuidados
Capítulo 7: La mirada
Capítulo 8: Los errores
Capítulo 9: Los desencuentros
Capítulo 10: Las cuerdas
Capítulo 11: El adonis
Capítulo 12: El vaso
Capítulo 13: Los aquelarres
Capítulo 14: El ritual
Capítulo 16: El dormitorio (II)
Capítulo 17: La mentirosa
Capítulo 18: Los límites
Capítulo 19: El hermano
Capítulo especial: Matthew
Capítulo especial: Matthew (II)
Capítulo 20: La decisión
Capítulo 21: La seducción
Capítulo 22: El cine (I)
Capítulo 23: El cine (II)
Capítulo 24: La promesa
Capítulo 25: La masoquista
Capítulo 26: El secreto
Capítulo 27: El club (I)
Capítulo 28: El club (II)
Capítulo 29: La negativa
Capítulo 30: La placa
Capítulo 31: La efigie (I)
Capítulo 32: La efigie (II)
Capítulo 33: La bruja
Capítulo 34: El test
Capítulo 35: El vacuo
Capítulo 36: El pasado
Capítulo 37: La grabación
Capítulo 38: El castigo (I)
Capítulo 39: El castigo (II)
Capítulo 40: El aviso
Capítulo 41: El móvil
Capítulo 42: El puente
Capítulo 43: El juicio
Capítulo 44: La confesión
Capítulo 45: La despedida
Capítulo 46: La verdad
Capítulo 47: El veredicto
Epílogo
~ Agradecimientos ~
Cuestionario

Capítulo 15: El dormitorio (I)

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Von E_Hache

Un cosquilleo me despertó. Me removí incómoda, buscando más minutos de sueño, hasta que el resto de mi cuerpo aprovechó la ocasión para protestar por la dureza que le castigaba por parte del colchón. Terminé de girarme para ponerme boca abajo, pero tratando aún de volver a dormirme, el resto de mis sentidos se fueron despertando por el ataque insistente de unas manos acariciando mis costados mientras unos labios descendían por mi columna dejando un sutil reguero de besos.

—¿Qué...?

—Buenos días.

Mis ojos se abrieron pese a que todo me decía que debía de estar soñando. Sentí una sonrisa en su voz, la calidez de su cuerpo contra el mío... Los recuerdos de la noche anterior volvieron para crear mayor contraste entre la realidad y el sueño.

—¿Estoy soñando?

Soltó una risita ronca sin dejar de acariciarme. Sus labios detuvieron su descenso en la curva de mi espalda, cambiando sus besos por un súbito mordisco en mi trasero. Cuando respingué, se rio de nuevo.

—A mí me pareces muy despierta. Aunque viendo que hablas en sueños, quién sabe.

—Yo no hablo en sueños —protesté girándome para encararle. Aunque dado que ahora era sonámbula, quizás...

—Ya lo creo que sí —insistió tumbándose de lado—. Me has empujado diciendo que la almohada era tuya y la has acaparado por completo. Y si intentaba acercarme, me echabas dando un culazo e insistías en que era tuya.

Gruñí algo ininteligible llevándome las manos a la cara para ocultar la vergüenza. Era completamente ridícula. Pero el bochorno se convirtió en otro tipo de calor cuando sus manos volvieron a desfilar por mi piel, esta vez por mi vientre.

Aparté las manos para observarle, no sin cierta sorpresa. Lo cierto era que en ninguno de los escenarios imaginables él se despertaría de tan buen humor. Lo lógico era esperar que, una vez que nos hubiésemos acostado, volviese a su actitud distante aduciendo que todo aquello había sido un error que no volvería a cometer. Aquello era... inesperado.

—¿Qué te preocupa? —preguntó cesando sus caricias. Su mano se alejó de mí haciéndome sentir abandonada.

—Yo... esperaba que te arrepintieras de lo de anoche —admití acobardada de invocar mi miedo al decirlo en voz alta.

Desvié la mirada, incómoda por mis propias palabras. Disgustada conmigo misma por recurrir a la verdad y mostrarme vulnerable. Recién levantada no pensaba con claridad.

—¿Tú te arrepientes?

—Claro que no —mascullé irritada. Ya estaba otra vez con lo de desviar preguntas. Pero antes de poder dar rienda suelta a la paranoia, él contestó también.

—Entonces yo tampoco.

Fruncí el ceño, callándome el poco sentido que encontraba en su respuesta. Pero él captó mi reticencia a seguir ahondando en el tema y decidió aliviar el peso de mis inseguridades.

—Lo único que habría lamentado es incitarte a hacer algo de lo que te hubieras arrepentido. Mi motivo principal para alejarme de ti era que no podía estar seguro de que tu consentimiento no estuviera coaccionado por la situación.

Asentí con la cabeza, abrumada por las implicaciones de sus palabras. ¿Significaba eso que iba a dejar de alejarse de mí? La respuesta me asustaba demasiado como para atreverme a preguntar.

Me giré para ponerme boca abajo, escondiendo contra la alfombra mi desnudez y mi fragilidad a partes iguales. Me sentía insegura en esa situación y no solo porque fuera con él. Para mí, lo normal al día siguiente era que uno de los dos se diera prisa por marcharse y eso cuando llegábamos a pasar la noche juntos. Aquel momento de intimidad, los dos desnudos bajo una manta cuando ya no había lujuria circulando por nuestros organismos, me resultaba demasiado incómodo.

¿Debería decir algo? ¿Había que darse conversación como si estuviéramos en un bar o quedarse en silencio como si fuera un momento solemne? Matthew prefería el silencio, pero a mí me inquietaba no saber qué esperaba de mí, cómo actuar a partir de ese punto para no estropearlo. A partir de ahí, mi libro de jugadas estaba en blanco. ¿Se suponía que debía iniciar el tonteo de nuevo hasta el siguiente encuentro o las reglas cambiaban?

Nicole, la inseguridad es muy poco atractiva.

Mientras yo me fustigaba interiormente, él alzó una mano para jugar con mi pelo. Su suave masaje logró borrar poco a poco las preocupaciones, caricia a caricia. Entonces me asaltó otra duda, incapaz de simplemente disfrutar del momento.

—¿Qué te ronda la cabeza? —preguntó de nuevo, atento al cambio en mi expresión.

—¿A qué te refieres?

No contestó. Se limitó a mirarme con esa cara inexpresiva suya, sondeándome con esos ojos negros... Haciéndome dudar de si estaría entrando él mismo a por la respuesta a mi cabeza, aunque Sophie me hubiera dicho que no era mentalista. Cuando la exigencia en su mirada y el tenso silencio fueron insoportables, contesté:

—Vale, ¡vale! Joder, malditos picapleitos... Que no es para tanto, ¿contento? Todo ese rollo del BDSM... No ha sido gran cosa. Un polvo normal.

Él alzó una ceja, haciendo que ese solo cambio en su expresión ya pareciera estar insultando a mi inteligencia.

—Anoche no hubo BDSM. No sesionaría con alguien sin experiencia y sin hablar previamente de límites e intereses. No asumiría esos riesgos. Cuando dominas a alguien, te responsabilizas de su bienestar y yo ayer no habría podido hacerme cargo debidamente.

Parpadeé boquiabierta, completamente desubicada.

—Pero... dijiste que... Yo creía que... no te interesa... de la otra forma.

Hizo un ligero encogimiento de hombros.

—¿No es obvio?

—Lo cierto es que no.

—Porque me apetecía. Me acosté contigo porque me apetecía, Nicole.

El color volvió a explotar en mis mejillas. O esquivaba mis preguntas o era brutalmente directo, no tenía término medio.

—Estuviste... muy mandón —señalé—. Creí que...

Volvió a dedicarme esa sonrisa ladeada tan sexy. Siempre que rompía la inexpresividad, lo hacía de forma asimétrica: alzaba una única ceja o una comisura. Aunque no me iba a quejar lo más mínimo de esa sonrisa que me hacía perder el hilo de mis pensamientos.

—No puedo dejar de ser lo que soy. Me gusta tener el control.

—Ya me di cuenta —rumié por lo bajo, recordado con demasiada viveza la noche anterior.

Con una leve sonrisa, Matthew se levantó y, sin ápice de pudor, se paseó por el salón gloriosamente desnudo hasta la zona de la cocina. No fue hasta que empezó a servir leche en una taza que comprendí que estaba haciendo el desayuno de los dos.

—Tranquila, yo me encargo —dijo cuando hice ademán de levantarme.

Iba a levantarme igual —porque obviamente nadie dice esa frase en serio—, cuando varias cosas empezaron a levitar a su alrededor. Las rebanadas de pan se fueron solas al tostador mientras la mermelada y los cubiertos se disponían en orden sobre una bandeja. Normalmente movía las cosas de una en una, pero aquello... Quizás pueda parecer algo propio de un cuento de hadas, pero yo solo pude pensar que esa misma imagen por la noche sería digna de una película de poltergeists.

Me quedé sentada en la alfombra, cubriéndome con la manta, engañándome a mí misma con que no quería estorbarle mientras hacía sus trucos porque no quería admitir que aún me ponía los pelos de punta. No estaba segura de poder acostumbrarme a verle hacer ese tipo de cosas.

Pero eso me recordó algo importante.

—Yo... ¿estropeé el ritual?

—No.

Suspiré con sincero alivio.

Menos mal.

—Te prometo que no vine pensando en nada de esto.

—Lo sé —contestó sin girarse siquiera.

—¿Lo sabes?

Se suponía que no podía mentir... La confianza no te hace «saber» y él sonaba muy seguro. Me removí incómoda en la alfombra; al suelo le pareció un buen momento para hacer notar su dureza.

—Tú... ¿me lees la mente?

La pregunta pareció sorprenderle. No solo porque se girara hacia mí con el ceño fruncido; todo lo que estaba moviendo se quedó durante un segundo estático en el aire, como si contuviera el aliento igual que yo.

—No haría algo tan intrusivo. Además, no me hace falta. Eres bastante honesta.

Alcé las cejas burlándome mentalmente de que eligiera justo esa palabra para definirme, pero no dije nada. No serlo no era algo de lo que presumir.

—Sé que mientes aunque te pedí que no lo hicieras —señaló como si nada—. No me refiero a eso. Quizás la palabra sea... ¿evidente? Eres bastante fácil de leer.

Reprimí el impulso de poner los ojos en blanco. Qué engreído... El señor fiscal se tenía por alguien difícil de engañar, quizás por su experiencia en los juzgados, pero estaba claro que no daba una conmigo. No cuando le había mentido tanto y con la peor de las intenciones.

Supongo que es como todos, un par de tetas le han distraído...

—No hacía falta que te molestaras —murmuré con culpa mientras dejaba en mis manos una taza de cacao caliente y se sentaba a mi lado con su café. La bandeja con las tostadas le siguió como un perro obediente hasta aterrizar frente a nosotros.

A cada segundo estaba más convencida de seguir soñando: habría apostado que Matthew era demasiado estirado para hacer algo como desayunar desnudo en el suelo, sobre su alfombra ceremonial. Quizás yo tampoco era tan buena como me creía juzgando a la gente.

—Me apetecía hacerlo.

Le observé mientras daba un sorbo a su café. Ya había desayunado otras veces con él, pero nunca así. Tan relajado, sin importarle que su cabello no estuviera perfecto, sin su presencia impecable. Tan solo... él.

—Y si no hubiera venido, ¿cómo habrías hecho el ritual? —pregunté al final, más por necesidad de rellenar el silencio con el que él se sentía tan cómodo que por verdadera curiosidad.

—No cambia nada. Simplemente lo habría hecho solo.

—Suena triste... y la segunda parte más bien penosa —bromeé.

Ahí estaba. Esa pequeña comisura alegre. Cuando más le veía sonreír así, más ganas me daban de encontrar la forma de hacerle estallar a carcajadas.

—No es... ¿No es algún tipo de herejía que me dejaras participar en el ritual? Por ser una vacua y eso.

—No creo que seas una vacua —comentó a la ligera mientras tomaba una tostada.

—Te aseguro que no soy una bruja —repliqué con un tono mucho más ácido, animándome a coger una rebanada de pan también.

—Lo sé, pero hay más opciones.

Fruncí el ceño, sin entender a qué se refería. Dio un largo trago a su café ignorando mi curiosidad hasta que decidió contestar, como si me hubiera dado tiempo a resolver el acertijo por mi cuenta.

—Una sintiente.

Me encogí con desagrado ante la palabra. Sabía lo que era eso. Ellos nos clasificaban en dos tipos a los que no éramos magos: vacuos y sintientes. La diferencia era que los sintientes eran sensibles a la magia aunque no pudieran hacerla, a todo lo sobrenatural. Era esa gente que decía poder oír voces o haber visto un fantasma alguna vez. Una minoría muy, muy pequeña de la sociedad. Durante siglos habían acabado en manicomios, tachados de locos o excéntricos porque la magia se había mantenido oculta desde la Inquisición hasta las revueltas de hacía unas décadas.

Aquella era una de las grandes traiciones que la gente no perdonaba a los magos: durante siglos habían permitido que se maltratara a los que eran sensibles a la magia por la ignorancia del resto de mundo para comprender que realmente estaban viendo algo que los demás no podían. Les habían abandonado a su suerte porque no les consideraban de los suyos.

De hecho, aunque ahora se aceptara oficialmente que existían ese tipo de personas «sensibles pero no practicantes», seguía siendo incómodo verse como uno de ellos. Está demasiado arraigado al imaginario colectivo que sentir algo que los demás no pueden te convierte en un bicho raro. Era tierra de nadie entre los dos mundos.

—Yo no soy eso —me defendí como si fuera un insulto.

—Yo creo que sí —siguió él, ajeno a mi tono—. He notado que te duele la cabeza cuando llevas varias horas en la oficina. De alguna forma, sientes el inhibidor. Sería interesante que se sepa que afecta a los sintientes...

—Que no —insistí a la defensiva—. Solo me molesta la cabeza porque son muchas horas al ordenador.

—¿Tienes algún mago en la familia? ¿Alguno de tus padres...?

—¡Para! —rugí.

Me contuve a duras penas de dejar el desayuno a medias e irme. Tal vez porque la noche anterior había hecho propósito de enmienda. Quizás porque me arrepentía de cómo me había marchado la última vez que había dicho algo que no quería oír. Fuera como fuese, contuve mi genio lo mejor que pude y me obligué a seguir sentada.

—No tiene nada de malo —siguió pese a mi exigencia—. Hay teorías que creen que la magia no es un rasgo cualitativo en las personas, no es que simplemente seas o no mago; sino que es algo gradual. Un vacuo tendría una cantidad casi inexistente o nula de magia; un sintiente tendría un mínimo que despertaría sus sentidos a la magia, pero no le dotaría de la capacidad de usarla y un mago...

—¡Joder, que no! —salté de malas formas—. Te estás basando en que alguna vez me ha dado dolor de cabeza un duro día de trabajo como argumento, ¡es una locura!

Maldita sea, ¡quién lo iba a decir! Resulta que le prefería callado.

Creí que había dejado el tema y, en esos dos minutos de tregua, me terminé mi desayuno por educación mientras mantenía la vista fija en el bulto que dibujaban mis pies bajo la manta. Tratando de imaginar una forma de reconducir la situación mientras amainaba la rabia.

Y por esto la gente se va al acabar el polvo. Luego todo se estropea.

—Viste un domúnculo —volvió a la carga.

—Sí, ¿y qué? —escupí impaciente.

—La magia es invisible para los vacuos. Pueden verla si están concentrados en ello o si es algo muy evidente, pero por lo general les pasa inadvertida. Un vacuo no vería a un domúnculo; al pasar junto a uno creerían que es una estatua extraña o, casualmente, estarían mirado hacia otro lado y pasarían sin verlo. Pero tú lo has visto.

Puse los ojos en blanco y dejé la taza vacía sobre la bandeja. Estaba perdiendo la fe en mi autocontrol, no quería hacer algo de lo que me arrepintiera después. Mis manos estaban mejor en algo que pudieran apretar sin peligro como, por ejemplo, cerrándose en torno a la manta.

—Eso no demuestra nada.

Siseé al sentir una punzada en la frente. Me froté la zona aunque sabía que no habría ni rastro de la aguja que había notado clavarse.

—No hagas eso —gruñí molesta.

—Un vacuo no lo habría sentido —sentenció decidido a ganar esa estúpida discusión a cualquier precio—. Y ya de paso, puedes quedarte tranquila: eso es lo que sentirás si intento leerte la mente en contra de tu voluntad. Ahora sabes que no lo he intentado.

Algo en mi pecho se estrujó de forma desagradable.

—¡Ya basta! ¿Por qué haces esto? ¿Es tu forma de echarme a mi casa? No hace falta que seas tan capullo —protesté levantándome de la alfombra como un animal herido.

Que insistiera en subirme escalones en su escala «frikimágica» solo servía para que me sintiera poca cosa para él. Como si una vacua no le bastara... Si iba a arrepentirse de acostarse conmigo, habría preferido que optara por la cortante frialdad antes que aquello. Al menos habría sido rápido.

—De hecho, si no tienes nada que hacer, preferiría que te quedaras.

Le miré atónita. Necesitaba un manual de instrucciones para entenderle. O quizás lo necesitaba él para ser un poco más normal.

—Es sábado —aclaró como si fuera necesario.

—Eso ya lo sé —mascullé irritada.

Cogí la manta de un manotazo para cubrirme con ella de nuevo, sintiéndome terriblemente molesta. Me sentía invadida. Toda la dulzura parecía haberse quedado solo en el plano sexual. Su falta de tacto era un acto hostil.

—¿Qué ocurre?

—Nada —repliqué agresiva.

—Nicole, decir que no te apetece hablar de ello es una respuesta válida. Mentir no lo es. Inténtalo de nuevo.

Apreté los labios, molesta por su tono paternal. ¿Desde cuándo no se podía decir «nada» y que el otro atara cabos por su cuenta? Sobre todo si acababa de estar machacándome con sus teorías sobre lo que yo era o dejaba de ser mientras le repetía una y otra vez que parara.

—Ocurre que me voy a ir a darme una ducha —gruñí masticando cada sílaba.

Me fui al baño para perderle de vista, increíblemente furiosa. Una buena ducha me sentaría bien, y sino, al menos estaría lista para irme a mi casa.

Tras unos buenos veinte minutos bajo el chorro caliente, sentí mi ánimo apaciguarse. Nada como el agua para apagar un incendio. Me di cuenta tarde de que, en mi arrebato, me había metido en el baño sin mi ropa, pero después de acostarnos ya no parecía tan grave tener que salir en toalla a por ella.

En el salón, Matthew ya había recogido todo. No había ni rastro de la alfombra ni de las velas; todo había vuelto a su sitio como si nada hubiera pasado y, por un instante, temí que fuera a fingir lo mismo conmigo.

—¿Estás más calmada?

Nunca, jamás, preguntes eso tras una discusión.

Las ascuas de la rabia se removieron lo justo para empezar a arder de nuevo. No era yo quien tenía que calmarse, él era quien tenía que dejar de ser un capullo.

—¿Viste el neceser? —preguntó inmune al odio en mi mirada.

Fruncí el ceño sin demasiadas ganas de mostrarme simpática.

—¿De qué hablas?

Miró por encima de mi hombro y, pese a que supuse lo que hacía, igualmente me estremecí cuando algo vino volando por mi espalda hasta ponerse entre nosotros. Apreté los dientes, conteniendo las ganas de exigirle que dejara de hacer eso. Estaba en su casa; si no había ganado la pelea en el bar, mucho menos lo haría allí.

—Es para ti —aclaró acercándolo más a mi pecho.

Cogí el neceser rosa con lunares negros y el dibujo de un gatito sonriente a juego, con una corona y los ojos cerrados. Debajo de él ponía «son las guapa en punto».

Mi ceño se frunció aún más. No parecía su estilo, aunque sí que recordaba vagamente al de sus tazas de desayuno. En su interior había desodorante, un cepillo de dientes, un peine... incluso líquido de lentillas. Pero lo que me llamó la atención poderosamente fueron los sobres rosas.

—¿Esto...?

—Es para ti —repitió—. Para cuando vengas.

—¿¡Me has comprado compresas!?

Mis mejillas se encendieron, indecisa entre abrumarme o escandalizarme por aquella especie de invasión a mi intimidad.

—¿Preferías tampones?

—¡No! —grité escandalizada. ¡Joder, una cosa es que un novio te compre esas cosas en el supermercado y otra que lo haga tu jefe!—. Además, ¿de dónde ha salido esto? ¡Si ayer mismo me rechazaste en tu despacho!

Su ceño estaba fruncido, visiblemente confuso. Como si fuera yo la que estuviera actuando sin ningún sentido.

—No esperaba tener que dártelo al día siguiente, eso es evidente. —Me miró durante un largo minuto, en el que yo no supe ni qué decir—. ¿Te he ofendido? Solo quería que te sintieras cómoda cuando te quedaras a dormir.

Mi cabeza era un lío. Quería seguir molesta con él, pero no podía. No cuando me desarmaba con esos detalles tan suyos. Quizás otro chico me habría ofrecido dejar un cepillo de dientes allí, pero él directamente me hacía hueco en su casa trayéndome cacao en polvo y un neceser. Y ya ni siquiera estaba segura de por qué estaba enfadada.

Se quedó mirándome de nuevo, quizás tratando de descifrar mis pensamientos. Al menos ahora podía estar segura de que no estaba dentro de mi cabeza.

—Voy a darme una ducha yo. Me gustaría que siguieras aquí cuando salga del baño.

Me besó la cabeza antes de meterse al aseo y dejarme con los pensamientos enmarañados del todo por su incomprensible dulzura. Una parte de mí quería irse. Quería encerrarme en casa a seguir hosca todo el fin de semana y levantar de nuevo los muros que se habían derribado entre los dos desde la noche anterior, haciéndolos aún más altos. Y otra me odiaba por querer irme cuando por fin él parecía querer estar conmigo.

¿Pero a mí qué me pasa? ¿Por qué no puedo simplemente ser feliz?

Me senté en el sofá aún con la toalla alrededor. En el fondo sabía qué era lo que me había molestado, la razón por la que quería huir y enfadarme con él: había tocado hueso con lo de no ser una vacua. Eso me obligaba a pensar en mi padre, en si él habría sido un mago y por eso dejó tirada a mi madre cuando se quedó embarazada... O no, quizás simplemente era un sintiente y yo había salido a él.

Con abatimiento, busqué mi móvil y me puse a mirar viejas fotos. No tenía muchas de mi madre y eso era algo que me pesaba muchísimo. ¿Pero qué clase de persona se hace fotos familiares si no es en Navidad o momentos así? La mayor parte de mi galería era estando de fiesta con mis amigos o yo sola, simplemente haciendo decenas de fotos con distintos peinados y estilos de maquillaje, buscando la combinación perfecta que mereciera un lugar en mis redes sociales. Ahora, todas esas fotos eran solo un reproche de lo superficial y estúpida que era.

Miré con una sonrisa triste una de las pocas fotos que pude encontrar de ella, las dos posando junto a su tarta de cumpleaños. Mi madre había sido una mujer muy guapa sin necesidad de usar maquillaje. Se veía radiante con esa enorme sonrisa que vestía siempre y sus rizos rojizos eran mucho más domesticables que los míos. Pero yo le insistía en que se pusiera algo de sombra para resaltar sus ojos castaños, que no maquillarse era un síntoma de dejadez... Cuantas conversaciones vacías en lugar de hablar de algo importante como quién era mi padre.

De pequeña le había insistido mucho en el tema, pero ella siempre lo eludía. Con el tiempo asumí que quizás ni ella lo sabía. Tal vez había sido una noche loca, o quizás un idiota que se había largado porque no quería responsabilidades. Fuera como fuese, saberlo no me aportaba nada, así que dejé de darle importancia.

Y tampoco era que la tuviera en ese momento, salvo para ganarle la discusión al estúpido de Matthew. Tan solo era el recordatorio de que ya nunca podría averiguarlo, había perdido mi oportunidad para siempre.

Pero en ese momento, mirando la foto, la discusión dejó de tener importancia. Todo dejó de tenerla. Yo no quería un padre, quería recuperar a mi madre. Lo demás me daba igual.

Poco a poco, el dolor se esparció como una nube densa, tóxica, tapando cada resquicio de aire puro o de luz. Y me sentí miserable por estar allí, divirtiéndome y siguiendo con mi vida ahora que ella no estaba.

Pegué un pequeño brinco cuando el sofá se hundió a mi lado. Vestido solo con un sencillo pantalón de pijama azul marino, pasó su brazo por mi espalda y me acunó contra su torso. Cerré los ojos y suspiré pese a la opresión en mi pecho que me asfixiaba como un inflexible corsé.

—Habrá días buenos y días malos. Y, poco a poco, habrá más días buenos que malos. Hasta que las heridas se cierren y solo queden las cicatrices. Y siempre dolerá un poco... pero es un dolor con el que aprenderás a vivir.

Apoyó su cabeza sobre la mía, la suave cadencia de sus latidos susurrándome contra la mejilla como un agradable ruido blanco que alejaba los pensamientos sombríos. Pese a la culpa, el calor de su cuerpo y su olor me reconfortaron, trayendo algo de luz entre los nubarrones.

Uno a uno, los cordones de ese apretado corsé de culpa se fueron desanudando, permitiendo que el aire volviera a mis pulmones y me purificara. Y entonces comprendí lo equivocado que había estado Matthew. Sí, puede que estuviera frágil y me sintiera sola, puede que me estuviera apoyando en él en exceso, pero no estaba confusa respecto a mis sentimientos. Nadie en el mundo podría darme la paz que él me transmitía con su paciencia, con sus cuidados, con su mera presencia.

Y comprendí que también me había equivocado yo con él: no era hielo, era piedra. Firme, seguro, incombustible... La gruta en la que guarecerse, el cerco que impedía que el fuego se desbocara y lo destrozara todo.

Cuanto más asimilaba esto, más me aterraba darme cuenta de que yo no tenía nada con lo que corresponderle. Yo solo era caos y destrucción. Era cuestión de tiempo. Y entonces se marcharía con alguien que estuviera a su altura, alguna bruja... Alguien como Sophie.

Las chicas como yo solo somos una diversión pasajera.

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