Para la chica que siempre me...

By MurdererMonster

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Adrián nunca fue creyente del verdadero amor, o no lo fue hasta que conoció a Ana, la chica que se convirtió... More

Dedicatoria
Para la chica que siempre me amó
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
EPÍLOGO

Capítulo 38

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By MurdererMonster

Fue una larga noche de insomnio, durante la cual mi cansancio físico me suplicaba que durmiera, pero mi mente se rehusaba a descansar. Mis pensamientos estaban agitados, inquietos, revoloteando de un lado a otro como pequeñas pelotas que golpeaban constantemente una pared sin poder detenerse.

Intenté dormir en repetidas ocasiones, pero cada que cerraba los ojos aparecía el rostro de Little Darling contra mis párpados, recordándome su mirada desbordante de dolor y decepción. Fueron horas llenas de martirio psicológico, en las que sólo pude rememorar el error que había cometido y cómo eso podría repercutir en mi relación con la pelirroja. Ni siquiera quería pensar en ello, sólo ansiaba olvidarme de todo por un rato, pero mi mente se aferraba con fuerza a la idea como una clase de castigo autoinflingido. 

Y es que la conversación que tuve con David sobre lo sucedido con Ana me hizo reflexionar y comprender que no había verdaderos motivos para enfadarme, ya que ella se negó porque no se sentía preparada para tal acción —o por cualquier razón que fuese— y no podía culparla por su decisión, aunque me sentía avergonzado por el rechazo, pues cualquiera hubiera sentido que su orgullo fue herido mediante vanas palabras.

Al día siguiente, muy temprano por la mañana, cuando desistí de todos mis intentos por descansar, me levanté de la cama y bajé a desayunar a pesar de no tener mucho apetito, sin embargo, mi madre había hecho especial énfasis en que necesitaba comer a mis horas y una cantidad considerable si quería recuperar la buena salud y tener un estado físico más fornido. Acompañé la comida con cuatro tazas de café bien cargadas, con la única intención de disipar la jaqueca que lanzaba insistentes punzadas en el lado derecho de mi cráneo.


Tardé más de cuarenta minutos en acabar solo la mitad del plato, había jugueteado con los trozos de tocino con el tenedor sin animarme a probarlo, y dejé el huevo revuelto a un costado, mi único antojo había sido saciado por el crujiente pan tostado con un diminuto toque de mermelada de fresa. 

Me levanté de la mesa, dispuesto a regresar a mi habitación. El reloj marcaba las siete con treinta minutos; aún era una buena hora para acostarme y reposar aunque fuese solo superficialmente, sin embargo, la cafeína comenzaba a disipar el estupor que me envolvía tras mi falta de descanso, y mi cuerpo accedió a ceder a esa nueva energía que me mantenía en un estado tembloroso y con la mente trabajando más rápido de lo habitual.

Y así fue como se me ocurrió la grandiosa —o terrible, según quien lo viese—idea de ir a visitar a la pelirroja a su hogar. 


De nuevo miré las manecillas del reloj colgado en la pared de la cocina, como si el tiempo hubiese avanzado con desmedida rapidez en los treinta segundos que habían transcurrido desde la última vez que mis ojos se posaron sobre aquél, y lo que vi reflejado con sus saetas me hizo bufar por el desanimo. Era demasiado temprano para acudir a su casa, especialmente si no tenía una invitación, así que debería esperar cuando menos casi una hora para que fuese prudente ir a conversar con ella, e intentar reparar el daño que había ocasionado con mis incoherentes acciones.

Pero... ¿qué podría hacer mientras esperaba? 

Entonces tuve otra espectacular idea que respondía a esa pregunta, y me di cuenta que el exceso de cafeína me hacía pensar mejor y más veloz. Tal vez debería comenzar a tomar esa cantidad de bebida adictiva para iniciar cada día. 

Decidí seguir los instintos que me embargaron en ese momento, sin detenerme a pensar los pros y contras, simplemente agarré las llaves del automóvil y salí de la casa a toda marcha, embelesado por las absurdas fantasías que me hacían sonreír sin sentido aparente. 

Y así fue como paseé por toda la ciudad durante más de una hora, atrapado en mis pensamientos, tan ajeno a la realidad que conseguí varios insultos por parte de otros madrugadores conductores, como resultado de entorpecer el tráfico al ignorar la luz verde de algún semáforo que nos permitía el paso. 

Con el pasar del tiempo el vigor que había conseguido con la sobredosis de cafeína ya estaba perdiendo fuerza, pues cada gramo fue consumiéndose dentro de mi ansiosa y confundida mente. La energía estaba gastándose en la búsqueda de las palabras correctas para la conversación que estaba a punto de afrontar.

Orillé el carro frente al acogedor parque de una colonia cuyo nombre desconocía cuando me di cuenta de que el reloj del tablero marcaba tres minutos después de las nueve. Por fin era una hora apropiada para dirigirme a la casa de Ana, pero primero quería hacer el intento de comunicarme con ella para recibir su aprobación para mi intención de ir a visitarla. Así que le llamé, impulsado por el efímero vigor que me embriagó tras el agradable paseo que di a través de las colonias que ni siquiera sabía de su existencia en la ciudad. Tecleé el  número de la pelirroja con nerviosismo, pero deseoso porque respondiera, sin embargo, al otro lado de la línea salto una leyenda: "El número que usted marcó no está disponible..."

Despegué el teléfono de mi oreja y me cercioré de que los dígitos que marqué fuesen los correctos, creyendo que en el medio de mi temor hubiese oprimido una tecla por accidente. No había error, era el número de Little Darling. Lo intenté una vez más, pensando que tal vez se debía a la recurrente mala señal de la compañía telefónica a la que pertenecía mi equipo, pero de nuevo me topé con la voz mecánica de una mujer que anunciaba la imposibilidad para conectar la llamada.

Exhalé, insatisfecho; quería verla, hablar con ella, saber que todo estaría bien entre nosotros, y solo encontré una posible manera para hacerlo.  

Regresé a la vialidad y conduje rápido, pero seguro, respetando los señalamientos y viajando al límite de la velocidad establecida en cada avenida. Tenía las manos tensas sobre el volante, en un vano intento por controlar la vibración de estos.

En cuestión de veinte minutos, después de atravesar calles que no conocía y volver al camino habitual, estacioné afuera de la casa de la madre de Ana. Las decoraciones navideñas del exterior se habían reducido a un par de series de luces colgadas en el tejado, aunque estaba casi seguro de que el árbol seguía en su sitio junto a la ventana de la sala.

Bajé del vehículo y caminé con pasos lentos e inseguros hacia la entrada, para ese punto el ímpetu había abandonado casi por completo mi sistema, convirtiéndome de nuevo en un chico torpe y temeroso, pero eso no disminuía mis inmensas ganas de ver a la pelirroja.

Me detuve un instante a meditar mi siguiente acción, si era prudente intentar llamarle de nuevo o probar con un texto para avisarle sobre mi inesperada visita y así darle oportunidad de arreglarse, o si lo mejor era tocar y que la situación continuara como una escena improvisada.

Opté por la segunda opción.

Toqué el timbre y esperé, y esperé, y esperé más tiempo, creyendo que había transcurrido por lo menos un cuarto de hora, pero quizás solo pasaron tres minutos antes de que la puerta emitiera un leve chirrido y se abriera por completo, mostrando del otro lado a la madre de Ana al otro lado.

—Adrián, hola. —Me dedicó una afable sonrisa—. ¿Cómo estás?

—Hola, señora, buenos días. —Correspondí a su amable gesto—. Bien, gracias, ¿y usted?

—También.

Tal vez era una extraña secuela del estado exageradamente animado al que sucumbí por un tiempo considerable, pero podía jurar que las comisuras de su sonrisa tenían una pizca de tensión que la mantenía elevada. 

—¿Se encuentra Ana? —pregunté, mirando hacia el interior de la casa por encima de su hombro.

—Eh, no, no está aquí, Adrián. —Regresé mi atención a su rostro. Me miraba fijamente, con cierto pesar—. Se quedó a dormir con Sam y aún no ha regresado.

—Oh, ya veo. —Me sentí levemente desanimado.

Sin embargo, en un efímero momento de silencio de la conversación, y con mi sentido del oído aumentado por la fogosidad que dominó en mi cuerpo, escuché el rechinido de una tabla de madera en el piso de arriba. Se presentó dos veces, a un ritmo que delataba el andar de unas cuidadosas pisadas, las cuales no consiguieron esconderse con éxito.

Mantuve la mirada en los ojos de Sandra, reacio a inmutarme ante la verdad recién descubierta: había alguien arriba, y me negaba a creer que se trataba de un desconocido, especialmente porque el ruido provenía del espacio donde se encontraba la recámara de Ana.

—¿Podría decirle que vine? —Continué, adquiriendo una faceta menos alegre—. Le llamé varias veces, pero decía que el número no estaba disponible.

—Seguramente se quedó sin batería —comentó con tono relajado—. Y claro, yo le diré que viniste a buscarla.

—Gracias. —Sonreí, aunque ya no me sentía tan entusiasmado como cuando llegué.

—Que estés bien, Adrián. —Sujetó la perilla del lado interior de la puerta—. Me dio gusto verte.

—Sí, igualmente.

Nos dedicamos una última sonrisa antes de que Sandra cerrara la puerta, alejándome de la oportunidad para hablar con Ana.

Me quedé parado frente a la entrada por varios segundos, observando hacia la ventana de la habitación de Ana que daba hacia la calle. Las cortinas blancas se ondulaban con el viento que entraba a través del espacio entre el alféizar y el vidrio enmarcado que estaba abierto hasta la mitad. Y me imaginé que detrás de ese visillo se encontraba la pelirroja, mirándome mientras se burlaba de mí, así que, por si acaso, le dediqué un saludo ante de volver por el sendero principal y regresar a la comodidad de mi vehículo.

Comenzaba a acostumbrarme a que las personas utilizaran el silencio como un método para castigarme por mis errores. Si Ana no quería hablar conmigo debería respetar esa decisión, aunque fuese contraria a lo que yo deseaba.

* * *

Durante otros cuatros tormentosos días no supe nada sobre Little Darling. Parecía que de nuevo estaba escabulléndose lejos de mi vida, lo que cada vez era más frecuente. Comprendí que, quizá, era una forma de protegerse a ella misma de cualquier daño que pudiera ocasionarle. Y a veces de eso se trataba la vida: de distanciarse de todo aquello que nos hiciera daño.

Recordaba cada detalle de la noche que conocí a la pelirroja, y la sensación que experimenté tras su primera risa. Lo nuestro comenzó de la manera más enternecedora: dos desconocidos que son unidos por una casualidad, los cuales se llevan bien con tan solo una mirada, que se entienden, que saben cómo hacerse reír y hacer que el otro se olvidara de los problemas del mundo.

¿En qué momento las cosas comenzaron a volverse tan complicadas?

La chica que conocí en aquella reunión ya no era la misma que abordaba en mis pensamientos. La pelirroja había cambiado, como cualquier ser humano, como yo incluso. Tal vez continuaba siendo la misma chica inocente que agradaba a cualquiera, pero aquella Ana se negaba a mostrar sus emociones en reiteradas ocasiones, pues prefería explorar la vitalidad de otros en lugar de la suya propia. Y la Ana que ahora compartía caricias conmigo era una persona que desbordaba sentimientos: amor, impaciencia, euforia, tristeza. Definitivamente me gustaba más su nueva versión, pues era más real, más humana.

Y quería a esa chica en mi vida.

La necesitaba en mi vida.

Sabía que ese capricho era egoísta, pues conocía sus verdaderos sentimientos por mí, pero a veces las personas actuábamos por meros impulsos, por profundos deseos que nublaban nuestro juicio, llevándonos a cometer acciones que podían parecer correctas, pero el resultado sólo era favorecedor para uno mismo.

Esos días alejado de la pelirroja me hicieron entender que su amistad valía más que cualquier otra cosa, por eso pretendía conseguir su perdón, no importaba el precio que le pusiera, o las condiciones que impusiera para que volviera a ser mi amiga después de mi terrible error cargado de lujuria. Aceptaría cualquiera que fueran sus peticiones.

Durante varias horas medité cuál sería la mejor manera de disculparme. Pensé en imitar la escena de alguna película romántica, donde llegaría a su casa con un ramo de sus flores favoritas y una caja de deliciosos chocolates, tocaría a su puerta y cuando ella abriera se sorprendería al verme ahí de pie, luciendo un elegante traje para llevarla a cenar a un cálido restaurante del centro. Conversaríamos, reiríamos, y me perdonaría. Sin embargo, llegó esa parte donde los protagonistas pactan su reconciliación con un beso; pero después de lo sucedido no creía que Ana quisiera besarme.

Era difícil no traspasar esa delgada línea entre el cariño de dos amigos y el romanticismo de una pareja de amantes. No quería que Ana malinterpretara mis intenciones, no de nuevo, así que no podía aventurarme a hacerla vivir un cuadro repleto de cursilería si mi única intención era sanar la fractura de nuestra amistad.

Así que, como cualquier patán de mi generación, decidí que lo mejor sería probar suerte con una llamada, reacio a sufrir otro rechazo de su parte en caso de que me presentara frente a su casa y cerrara la puerta en mi cara.

Estaba recostado en mi cama cuando marqué los dígitos que conocía al derecho y al revés, pero dudé un instante antes de animarme a conectar la llamada. Tenía las manos temblorosas, y una gota de sudor amenazaba con deslizarse sobre mi frente. Nunca me había sentido tan nervioso y angustiado antes de hablar con Ana, pues ella solía transmitirme los sentimientos opuestos a aquellos que me dominaban en ese momento. Respiré profundo, intentado controlar la inestabilidad de mi cuerpo, y oprimí el botón que me envió directo a los tonos de espera.

Uno...

Dos...

Tres...

Cuatro...

—No responderás, ¿cierto? —pregunté en voz baja contra el auricular, sintiéndome decepcionado.

Sin embargo, antes de que se escuchara el quinto timbrazo y desistiera de mi primer intento, la espera terminó y al otro lado se presentó un sonido distinto a la tonalidad automática entre ambas líneas.

Hola. —La voz de Ana sonaba apagada, muy diferente a lo habitual.

—Little Darling, hola. —No pude evitar sentirme más animado—. ¿Cómo estás?

—Amm... bien. Un poco cansada.

Miré el reloj que estaba sobre mi mesita de noche, eran las nueve de la noche con cuarenta minutos. Tal vez para mí aún era una hora activa, pero recordé que Ana dormía temprano y no solía desvelarse muy a menudo.

—Lo siento, ¿estabas a punto de dormir? —pregunté, cambiando mi estado de ánimo a uno avergonzado.

No. —Bostezó, muy de acuerdo a sus previas palabras—. Es sólo que no he dormido bien estos últimos días.

—¿Por qué?, ¿todo está bien? —Estaba inquieto, los nervios se presentaban como un molesto cosquilleo en mis extremidades, por lo que decidí levantarme de la cama y caminar a través de la habitación—. ¿Necesitas algo?

No, no, descuida. —Se rió muy apenas—. Mi padre regresó hace unos días del viaje con sus amigos y quería pasar tiempo conmigo. Hemos estado viendo películas hasta muy tarde, ya sabes, nada fuera de lo común.

—Oh, comprendo. —Me detuve frente a mi ventana para ver el panorama de afuera. La calle estaba iluminada por los faroles de ambas aceras—. ¿Entonces te estás quedando con él?

—Sí.

—¿Por eso no me hablabas? —cuestioné de forma abrupta, queriendo llegar al meollo del asunto.

Se burló. —Tú sabes cuál es el verdadero motivo por el cual no lo hacía.

—Fui un idiota, ¿cierto? —Vi mi reflejo sobre el cristal de la ventana.

«Por supuesto que lo eres» respondí dentro de mis pensamientos.

—Creo que ya conoces mi respuesta a esa pregunta.

Suspiré, y en tan solo una fracción de segundo recordé cientos de mis errores, los cuales me habían llevado hasta ese momento, y a ser titular de una reputación tan humillante y despreciable, pero no creía que hubiese un adjetivo que pudiera describirme mejor.

—Ana, sé que estás cansada de escucharme decir esto: pero lo lamento. Y mucho. —Pasé el dorso de la mano por mi frente.

Hubo un momento de silencio, en el que incluso consideré que Ana había terminado la llamada, pero el leve sonido de su respiración contra el receptor me reveló que ella aún continuaba ahí, esperando.

Entonces continué. —Entenderé si lo único que quieres es que me aleje de tu vida, porque lo único que he hecho es lastimarte...

Siguió sin responder.

—Y tú eres una chica que merece lo mejor —dije, refiriéndome especialmente en el ámbito amoroso, donde yo nunca sería capaz de estar a su nivel.

Más silencio.

—¿Crees que algún día puedas perdonarme? —cuestioné, no muy seguro de querer escuchar la respuesta, la cual pareció una eternidad en llegar.

—No lo sé.

Tres palabras que se clavaron en mi pecho, recordándome que no todo en la vida podía salir como uno quería. A veces debíamos aceptar las consecuencias de nuestros actos, enfrentarlas con la cabeza en alto, así como cuando decidimos obrar para conseguir ese resultado.

—Yo... —Por un segundo visualicé a mi reflejo como el de un completo desconocido—, comprendo, pero me gustaría saber qué puedo hacer para que lo hagas.

Suspiró. Supongo que lo meditaré.

Asentí, a pesar de saber que ella no podía verme. —Si quieres puedo ir a tu casa para que hablemos. Sólo dame quince minutos para...

No. —Me interrumpió—. Hoy no puedo. Un día que tenga tiempo te llamaré y tal vez podamos salir para conversar, pero por ahora estoy muy ocupada.

Sentí un golpe en el centro de las costillas, otro en la mandíbula y uno final en la cabeza. Era la primera vez que Ana rechazaba una de mis propuestas de ir a visitarla. Anteriormente no importaba la hora, el día ni el lugar, ella aceptaba gustosa.

Pero las cosas cambian, Adrián —dijo una voz dentro de mi cabeza.

—De acuerdo. —Fue lo primero que atiné a responder—. Entonces, esperaré tu llamada, supongo.

Sí, y para ser honesta no la esperes pronto. —Volvió a bostezar, aquella vez más prolongado—. Tengo que irme, quiero dormir.

—¿Podemos hablar solo un poco más? —Indagué con verdadera timidez.

Desconocía la actitud de Ana, parecía que estaba hablando con una chica completamente diferente a ella: prepotente, soberbia, extraña. Esa no era la pelirroja que conocía, pero mi mente ya me había avisado sobre los cambios que sufre la vida, y quizás ese era uno de ellos.

Tal vez Little Darling estaba perdiendo la nobleza que tanto la caracterizaba.

No.

Ella sólo se había cansado de soportar mis estupideces.

Lo siento, Adrián. —Su voz estaba tintada por la indiferencia—. Mañana saldré muy temprano por la mañana con mi padre, así que debo descansar... pero no te preocupes, ten por seguro que después te llamaré, ¿sí?

—Está bien. —Me lamí los labios, sentía la boca seca—. Cuídate, y que te diviertas mañana.

Sí, eso haré. —Soltó una risita—. Nos vemos, Adrián.

—Ana, ¡espera! —Conseguí advertir antes de que colgara.

—¿Qué sucede? —preguntó con cierto hastío.

—Te quiero.

En verdad lo hacía, Ana.

Mmm, gracias. —Chasqueó la lengua varias veces—. ¿Era todo?

—Eh... sí. —Mi corazón comenzó a latir con dolorosa velocidad, a la espera de su respuesta favorita.

Pero nunca llegó.

—Que estés bien, Adrián.

Y colgó.

Me quedé inmóvil frente a la ventana por varios segundos, escuchando la línea muerta al otro lado, como si de pronto la voz de Ana fuese a remplazar ese insistente pitido, asegurando que su actitud se había tratado de una simple broma. Pero era evidente que eso no sucedería.

Al parecer había perdido a mi mejor amiga.


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