Para la chica que siempre me...

By MurdererMonster

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Adrián nunca fue creyente del verdadero amor, o no lo fue hasta que conoció a Ana, la chica que se convirtió... More

Dedicatoria
Para la chica que siempre me amó
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
EPÍLOGO

Capítulo 2

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By MurdererMonster

A mediados de agosto el calor en la ciudad era abrumador y desgastante. La piscina en casa de Mario ya no era suficiente como escape para el clima ni para el estrés de Melissa ocasionado por la cercanía del regreso a clases. Para ese tipo de situaciones recurríamos al lago Munik, un lugar a cuarenta minutos de distancia en el medio de una zona boscosa a un costado de la carretera. En esa época del año era uno de los sitios más frecuentados, aunque a nosotros nos gustaba ir con regularidad sólo para huir de la rutina de nuestros días.

En aquella ocasión a David y a mí nos tocó ser los organizadores, lo que consistía en buscar los suministros necesarios: cervezas, botanas, cigarrillos, hielos y todo lo indispensable para pasar la tarde sin carencias que no pueden ser solucionadas en la mitad de la nada. A esa larga lista agregué varios empaques de caramelos y chocolates, los cuales estaban destinados para una persona en particular.

Todavía era temprano, las manecillas del reloj marcaban diez para las nueve de la mañana. Estábamos afuera de la casa de David terminando de guardar las cajas y bolsas en el maletero de su camioneta. El resto aún no llegaba, pero a ambos nos entusiasmaba el viaje y queríamos salir lo antes posible, y si para ello debíamos tener todo preparado antes de la hora programada no resultaba ningún problema.

La soledad de la calle se vio perturbada por la presencia de un vehículo pequeño de color rojo. En la lejanía únicamente podía distinguirse la silueta de dos personas, pero conforme fue acercándose esas manchas adoptaron un rostro, uno familiar que sonreía y el otro de un hombre que parecía cansado.

—¿Es Ana? —preguntó al reconocer la cabellera anaranjada de la chica, y no pudo evitar girar la cabeza tanto como pudo sólo para mirarme—. ¿Qué hace aquí?

—Yo la invité, ¿hay algún problema con ello?

—No, claro que no.

El automóvil se detuvo a dos casas de distancia, frente a la verja de un vecino de David. En el interior pude ver que Ana le dijo algo al hombre, y éste viró bruscamente la cabeza para mirarnos por unos segundos, para después de nuevo centrar su atención en ella. Intercambiaron varias palabras y gestos, antes de que se abrazaran y su padre le diese un beso en la frente para despedirse.

La pelirroja bajó del vehículo con una mochila colgada en su hombro izquierdo y le mostró una sonrisa al conductor, quien nuevamente nos dedicó una gélida mirada antes de echarse de reversa. Lo escruté durante el tiempo que tardó en virar en U para regresar por el mismo camino por donde había llegado. Era un hombre delgado, con cabello y bigote negro, su piel era pálida, pero no llegaba a ser tanto como la de su hija; tenían facciones similares, aunque las de Ana eran más finas.

—Hola chicos. —Caminó hacia nosotros con los brazos cruzados sobre su estómago—. ¿Sólo somos nosotros tres?

—Sí, por el momento. —David se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla como saludo—. Esperemos que los demás no tarden en llegar, debemos irnos pronto si queremos encontrar un buen lugar cerca de la orilla del lago.

La observé con atención, parecía nerviosa, pero intentaba disimularlo con una sonrisa.

Se acercó a mí para saludarme, sin embargo, era más pequeña y su rostro llegaba a la altura de mi hombro, por lo que me agaché para saludarla cuando se acercó a mí, sin embargo, ella se puso de puntillas al mismo tiempo, lo que ocasionó que nuestras mejillas chocaran. Ambos nos quejamos por el golpe, pero Ana comenzó a reírse.

—Eso no fue muy lindo de tu parte —dijo mientras se frotaba el punto de impacto.

—Sé que no soy muy agradable, pero no es razón suficiente para que me golpees.

Un vehículo se emparejó a la camioneta de David, y en el interior de aquél iban apretujadas las seis personas a las que esperábamos, quienes hablaban con voces animadas. Mario y Andrés se bajaron de la parte trasera del automóvil a tropezones, comentando que estaban hastiados del largo viaje que emprendieron muy temprano para ir por todos los pasajeros. La distancia entre las casas de cada uno era considerable. Sin embargo, Alberto, el designado conductor, se rió por lo exagerados que podían llegar a ser y Catalina los reprendió al no ser agradecidos con su novio por la tarea que le encomendaron con cierta obligatoriedad. Ximena y Melissa bajaron la ventanilla sólo para saludarnos, eran las más alegres por el viaje, pues sería el primero que harían juntas al lago Munik.

Mario discutió con Andrés por saber quién de los dos sería el copiloto en la camioneta de David, pues quien dominaba ese asiento era el que controlaba la radio durante todo el camino hasta el lago. Como en la mayoría de sus discusiones decidieron resolverlo jugando "piedra, papel o tijera", el primero en ganar obtendría el beneficio deseado. Todos observamos la disputa, Ana con mayor interés y curiosidad; los dos chicos ocultaron la mano detrás de la espalda y contaron hasta tres para revelar su elección: Mario sacó papel y Andrés piedra. Éste último se lamentó, pero no había nada más qué hacer, la firmeza del resultado obtenido en su método era inmutable.

El ganador se deslizó dentro del automóvil y reafirmó su autoridad encendiendo el radio. No lo admití en voz alta, pero me alegró que él ganara, ya que compartíamos gustos semejantes en la música y sabía que elegiría una lista de reproducción para el viaje que me gustaría. Conectó su teléfono celular con el cable auxiliar y seleccionó una canción de The Beatles. El resto de nosotros ocupó su respectivo lugar en la camioneta, y el otro carro arrancó después de que partiéramos para seguirnos.

Me gustaba observar el trayecto al lago, al dejar atrás los matices grises de los edificios de la ciudad, la carretera por la que viajábamos se convertía en una imagen cubierta de árboles y diversa vegetación, y en esa temporada de ocasionales lluvias el color predominante era el verde, a diferencia de invierno en el que los tonos cambiaban a amarillo, café y anaranjado.

Andrés y Ana conversaban de un programa de televisión sobre homicidios cuando comenzó una de mis canciones favoritas de los Beatles: Here comes the sun. No pude resistirme a susurrar la letra mientras tamborileaba con los dedos sobre mi pierna al ritmo de la música, y entonces me di cuenta de que Ana terminó su conversación para escucharme. La miré, sin dejar de murmurar, pero ella me hizo un gesto con las manos para pedirme que elevara la voz. Me reí, pero hice caso a su petición.

Little darling

The smiles returning to the faces

Little darling

It seems like years since it's been here*

Sujeté a Ana por las muñecas y moví sus brazos de arriba a abajo en un baile improvisado mientras cantaba y ella se carcajeaba. No se intimidó ante mi repentino tacto, me otorgó la confianza que se le brinda a una persona que conoces bien. Dejó que manipulara sus extremidades a mi antojo, sacudiéndola y meneando su cuerpo con rítmicos movimientos. Entre nosotros surgió de inmediato esa facilidad para conectarnos y dejarnos llevar por el momento. Continué con mis absurdos ademanes hasta el final de la canción y en todo ese lapso no dejó de reírse al igual que los demás pasajeros.

David me observó con diversión por el retrovisor, sin embargo, pude percibir una insinuación en su mirada a la que no pude responder, pues volvió a centrar su atención en el camino. Después me tomaría el tiempo para hablar con él a solas.

Tras cuarenta minutos de viaje, llegamos a nuestro destino. Aún no eran ni las diez de la mañana, pero la mitad del terreno de aparcamiento estaba ocupado por vehículos de distintas clases. Nos estacionamos lo más cerca posible del sendero que conducía al lago, queríamos disminuir el fastidio de tener que caminar con todas las mochilas y cajas que llevábamos. Cada quien tomó sus pertenencias y nos dividimos el resto del equipaje; a Ana le tocó llevar una hielera vacía que cubría casi la totalidad de su torso, haciéndola parecer más pequeña de lo que era, por mi parte tuve que cargar tres cartones de cerveza, con la misma advertencia de siempre: cuidar de ellos como lo más valioso.

Los demás se adelantaron con David como guía en busca del sitio perfecto para asentarnos, en lo que Ana y yo caminábamos sin premura para que ella pudiera deleitarse con el paisaje. Nos gustaba elegir un área tranquila, alejada de los conjuntos de familias con niños pequeños que lloriqueaban o corrían despavoridos sin ninguna precaución, ya habíamos tenido experiencias desagradables cerca de esa clase de viajeros, por ello preferíamos mantenernos distanciados.

—¿Cada cuánto vienen aquí? —Ana no dejaba de mirar embelesada la escena frente a nosotros. El lago resplandecía por los rayos del sol y el follaje de los árboles se ondulaba con el viento.

—Por lo menos una vez cada dos meses.

—¿También en invierno?

—Creo que es nuestra época favorita para venir, somos los únicos en el lugar. —Busqué con la mirada a nuestro grupo de amigos y los encontré cerca de la zona del muelle, donde se rentaban pequeños botes para navegar en el lago—. Ya lo verás cuando hagamos el viaje antes de las fiestas navideñas.

Nos retrasamos por apenas unos minutos, pero cuando llegamos al lugar que eligieron para pasar el resto del día, las cosas ya estaban acomodadas y listas para usarse: las sillas debajo de las frondosas copas de varios árboles, las hieleras —a excepción de la que Ana dejó en el suelo— con cervezas y diferentes bebidas a su máximo cupo, y sobre una mesa plegable el resto de alimentos e instrumentos. Apilamos nuestras mochilas con las del resto, las cuales se encontraban sobre las raíces de un arbusto.

Catalina y Alberto, quienes llevaban puestos sus bañadores, fueron los primeros en despojarse de la ropa sobrante con la que iban ataviados y dirigirse hacia el lago. La chica emitió un pequeño grito cuando su novio la levantó en brazos y la llevó hasta un punto donde el agua los cubría. Sus divertidos quejidos, resultado del frío que sintieron en su piel, impulsó a que Mario y Andrés se apresuraran a quitarse la camiseta y los zapatos para unirse a ellos entre chapoteos. La risa de los cuatro se elevó por encima del ruido de los demás visitantes, quienes no se abstuvieron de mirarlos con mórbida curiosidad; lo que sucedía en la mayoría de los lugares a los que íbamos.

Melissa hizo ademán de correr para unirse con los demás cuando se quitó las prendas que ocultaban su traje de baño, pero Ximena le dedicó una simple mirada que la hizo detenerse. En cambio, la primera de ellas resopló y buscó dentro de su mochila una botella de protector solar para entregársela a la otra. Ximena untó la crema por los hombros y espalda de Melissa, quien aparentaba estar molesta por haber sido tratada como una niña. Sin embargo, ese rostro de indignación desapareció cuando su compañera le dio un beso en la mejilla y se acercó a su oído para susurrarle algo ininteligible para nosotros mientras le aplicaba más protector en la cara. Ambas rieron con complicidad y Melissa se relajó para disfrutar de las últimas pinceladas de los dedos que la acariciaban con ternura.

—Bueno, ya casi estamos listas, ¿y ustedes? —Se aseguró de que Ximena se hubiera puesto suficiente protector en los hombros.

—Yo los esperaré aquí —dije mientras sacaba una lata de refresco de la hielera.

—¿Por qué? —Ana me miró, inquisitiva.

No tuve tiempo para responder, en mi lugar, Melissa la sujetó por la muñeca y tiró de ella para incitarla a seguirla.

—Vamos Ana, no permitirás que este amargado te arruine el día, ¿o sí?

Me reí. —Ella tiene razón, ve a disfrutar.

Mi amiga insistió con el poder que tenía sobre la extremidad de Ana, pero la pelirroja negó con la cabeza y se soltó con un suave movimiento.

—La verdad no sabía que debíamos venir con el traje de baño puesto. —Señaló con la cabeza hacia una de las casetas de los baños públicos—. Tendría que irme a cambiar a uno de esos.

—Mmm... —Estrechó los ojos de forma acusatoria mientras la escrutaba—. No te creo, seguramente quieres quedarte a solas con él.

—¿Qué?

Me sentí avergonzado, aunque intenté restarle importancia y disimularlo con una risa. Sin embargo, para Ana resultaba más difícil ocultar el calor de sus mejillas, viéndose reflejado en el matiz rojizo que toda su piel adquirió ante el comentario.

—No, no, no es eso... —Su voz temblaba.

Melissa estalló en risas y levantó las manos en modo de rendición. —Tranquila Ana, ¡sólo bromeaba! —Siguió burlándose—. Allá ustedes si quieren ser unos aguafiestas.

Las observamos entrelazar sus manos e irse corriendo hacia el grupo de jóvenes que reía y salpicaba en el agua. Nos quedamos callados durante unos segundos, podía escuchar la respiración irregular de Ana, la cual fue adquiriendo un ritmo más pausado conforme el rubor la abandonó. No quise decir nada respecto al comentario de Melissa, tal vez ya era complicado para ella estar con un grupo de personas que apenas conocía, y recalcar la broma podría resultar incómodo. Así que me senté en una de las sillas y le indiqué que se acomodara a mi lado.

—¿En verdad no quieres ir con ellos? —pregunté al unísono cuando el gas escapó de la lata que abrí—. No tengo problema con quedarme aquí.

Negó. —Quizá más tarde.

—Estaremos aquí un buen rato —Le di un trago a mi bebida—. Podemos entrar después de comer.

El tiempo transcurrió con velocidad, el sol estaba en su punto más alto, y el lago estaba repleto de personas que jugueteaban y alardeaban de felicidad. Durante ese lapso de dos horas, Ana y yo permanecimos en nuestros asientos, conversando sobre lo que nos gustaba hacer durante las vacaciones de verano, mientras los demás iban y venían constantemente a hidratarse o conseguir algo de comida.

Ana me contó que todos los años viajaba a la ciudad vecina para visitar a sus abuelos paternos durante dos semanas, les gustaba visitar lugares históricos como museos y viejas iglesias, así como era una costumbre el ir a una cafetería diferente cada tercer día. El resto de las vacaciones continuaba con la rutina de cambiar de hogar durante los fines de semana; aunque me confesó que durante esa época del año se sentía nostálgica al recordar los veranos anteriores cuando sus padres aún no se divorciaban e iban a la playa los tres juntos. Era difícil, pero admitió que poco a poco iba acostumbrándose a tener dos familias chiquitas.

Había sido una buena decisión invitar a Ana al viaje, me la estaba pasando de maravilla a su lado, pero comenzaba a fastidiarme de sólo estar ahí sentados. Cuando hablé con ella para darle más detalles, me dijo que nunca antes había ido al lago, únicamente lo conocía por fotografías y tenía una idea de él por lo que sus conocidos le contaban, así que consideré necesario que su experiencia fuese más completa y tuviera buenos recuerdos de aquél día.

—Bueno... —Me levanté y estiré las piernas—, no pretendo que pases aquí todo el día conmigo, así que anda —Estiré la mano en su dirección para ayudarla a levantarse—, vamos a dar un paseo, pero será mejor que te quites los zapatos.

Me miró dubitativa, pero terminó aceptando mi ayuda entrelazando su mano con la mía por apenas unos segundos. Cada quien se deshizo de su calzado y la frescura del césped sobre nuestra piel resultó reconfortante para el calor del que veníamos escapando, sin embargo, el verdadero placer fue cuando sumergimos los pies en el agua fría.

Caminamos descalzos por la orilla del lago mientras observábamos cómo el resto disfrutaba del agua fría. Mario se había alejado de los demás y nadaba con grandes brazadas en dirección de un montículo de rocas que se hallaba cerca del centro. Alberto cargaba a Catalina sobre su espalda mientras paseaban en un punto donde el agua los cubría hasta la cintura. David conversaba con el otro par mientras flotaban tranquilamente entre las demás personas.

—¿Hace cuánto que Melissa y Ximena son pareja?

—Cerca de dos meses.

—Se les ve muy felices —comentó mientras las observaba reírse.

—Sí, la verdad es que lo son, aunque la madre de Melissa no está de acuerdo con eso.

—¿Por qué no?

Miré de soslayo a la pareja, pensando en las diferencias entre ellas. Cuando Melissa aceptó abiertamente su sexualidad, se inclinó por una apariencia más masculina, no le gustaba usar vestidos ni el color rosa, prefería vestir camisetas y tonos oscuros; se hizo un corte de cabello que iba de acuerdo a su estilo y se hizo una perforación en la nariz. En cambio, Ximena desbordaba femineidad, era dulce y educada, a los del grupo nos gustaba compararla con una muñeca de porcelana: delicada, pero hermosa.

—Dice que sólo es un experimento de jóvenes, que se arrepentirá de manchar su prestigio y será algo que la persiga por siempre—respondí con cierta inseguridad.

—Debe ser difícil estar con alguien que tus padres no aceptan.

—Quiero comprenderlo desde los dos puntos de vista. —Agaché la cabeza para ver las ondas que se formaban en el agua con cada uno de nuestros pasos—. La madre de Melissa debe estar preocupada por ella, a esta edad es poco probable que una relación sea estable y aún no muchos aceptan las diferentes orientaciones sexuales que hay. —La miré para observar su reacción—. Tal vez le aterra que puedan discriminarla... Sin embargo, debe aceptar que su hija está enamorada de esa chica y debería apoyarla.

—Puedes llamarme cursi, pero yo creo que no hay una edad para encontrar al amor verdadero. —Sonrió, absorta en sus pensamientos—. Y es importante luchar por él cuando lo encuentras. No importa si se trata de un chico o una chica.

Me quedé callado unos segundos, meditando su comentario. —Mmm, sí, creo que tienes razón.

—¿De verdad? —cuestionó, satisfecha por su razonamiento.

—Sí, eres una cursi.

—¡Eres horrible! —Me dio un suave codazo en las costillas.

Se rió, adquiriendo una vez más el rubor de sus mejillas. Me resultaba curioso, nunca antes había conocido a alguien que padeciera de esa característica tan llamativa.

—¿Siempre te sonrojas cuando ríes? —pregunté en tono burlón.

El color de su rostro se intensificó e intentó ocultarlo mirando hacia otro lado.—Lo odio. Hace creer a las personas que me siento avergonzada...

—Me gusta —La interrumpí—. En realidad el rojo es mi color favorito, y creo que te sienta bien.

Me miró. —¿Es una clase de broma?

—¿Por qué te cuesta aceptar un cumplido? —pregunté con una risa.

—No lo sé, supongo que no estoy acostumbrada.

Asentí. La verdad es que yo no estaba acostumbrado a decirlos, pero con Ana me resultó sencillo.

Nos sentamos en la saliente de una roca que se encontraba debajo de la sombra del follaje de un gran árbol, y volvimos a sumergir los pies en el agua del lago. Ana jugueteó unos segundos sin poder evitar sonreír, se veía embelesada con la escena en la que nos encontrábamos. Su mirada se dirigió hacia el grupo de jóvenes que de nuevo estaba unido y chapoteaba con estruendo en la lejanía, y esa sonrisa se desdibujó.

—¿No crees que a ellos les moleste que esté aquí? —Hizo un gesto con la cabeza hacia aquella dirección.

—No, ¿por qué lo preguntas?

—Hmm... porque en lugar de estar disfrutando con ellos estás aquí conmigo, la intrusa del grupo.

—¿De qué hablas? No eres una intrusa. —Reí, pero al notar la seriedad de su rostro me detuve—. Ana, la verdad es que casi nunca entro al agua con ellos, prefiero quedarme sentado en la base de algún árbol bebiendo una cerveza.

—¿Por qué? —Me miró, denotando sorpresa.

—No lo sé... A veces puedo ser un poco antipático.

—A mí no me lo pareces —comentó con voz queda, como si temiera decirlo en voz alta.

Hubo un momento de quietud entre ambos, en el que simplemente nos limitamos a mirarnos. Un extraño sentimiento me embargó, haciéndome experimentar un cosquilleo a lo largo de la espina dorsal. Me dejé llevar por el momento, abracé a Ana por los hombros y la acerqué a mí. No fui consciente de la magnitud de aquél acto hasta que ella rodeó mi cintura con sus brazos y recargó su cabeza sobre mi hombro, consiguiendo que me tensara por unos segundos. Era una sensación ajena a lo habitual, pero reconfortante de cierta manera. Me relajé y permití que el abrazo se prolongara por casi medio minuto. Podía sentir el vaivén de su respiración contra mi cuerpo, lo que me resultó extrañamente cautivador, sin embargo, Ana terminó con aquella escena alejándose de golpe, pareciendo confundida y agitada.

—L-lo lamento —dijo con una sonrisa temblorosa—, me dejé llevar.

No comprendí su repentina exaltación, ni su necesidad de alejarse de mí. Fue como si aquél gesto hubiera tocado una fibra de su ser a un nivel muy profundo.

—No te disculpes —Sonreí, confundido, pero intentando aminorar la situación—. Fui yo quien comenzó con esto.

Pareció contener la respiración un momento.

—En serio lo siento, no volverá a pasar, no quisiera incomodarte. —Comenzó a hablar muy deprisa, casi trabándose en las palabras—. A veces puedo llegar a ser muy cariñosa, y eso a muchas personas no les agrada.

Un destello causado por el reflejo del sol sobre el agua me hizo mirar hacia el grupo de personas que salpicaban y reían con sus juegos. Entre ellos vislumbré a David, quien pareció sentirse atraído desde la lejanía por mi atención y nos miró sólo por un instante antes de volverse hacia el resto. De nuevo percibí una sugerencia oculta detrás de su semblante.

—De verdad, no tienes de qué disculparte. —Inhalé profundo, esperando que ella no lo notara. Comenzaba a ponerme nervioso, y lo único que se me ocurrió fue tomarla de las manos y hacer que toda su atención se centrara en mí, dispersando lo demás—. A mí sí me agrada que seas así, ¿de acuerdo?

— ¿Lo dices en serio?

Le sonreí. —Lo digo tan en serio que ya tengo el apodo indicado para ti.

—¿Cuál? —Todo rastro de inseguridad desapareció.

—Little Darling...

________________________

*Estrofa de la canción Here comes the sun de The Beatles.

[Cariño mío

Las sonrisas regresan a los rostros

Cariño mío

Parece que han pasado años desde que estuvo aquí.]

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