El último Hawthorne: Sol de M...

由 MavelyMelchor

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Mi nombre es Alessandro Hawthorne. Soy un vampiro. Y soy un fugitivo. Si me atrapan... 更多

Prólogo
1: El orfanato
2: Vampiro
3: Un ataúd en la habitación
4: Viaje en barco
5: La historia de Alessandro
6: Rebecca
7: Lo que sucedió con Sinuhé
8: La casa de Florencia
9: El puente de los suspiros
10: Mortimer
11: Visita en la celda
12: En la Plaza de San Marcos
13: Sol y sombra
14: Mediodía
15: Escape y muerte
16: Sed
17: Carta de despedida
18: Inesperado
19: Deducciones macabras
20: Emboscada y traición
21: Absolución
22: Esperanza
24: A campo abierto
25: Cambios
26: Sueños y máscaras
Epílogo
Agradecimientos y otras cosas...
Redes sociales
El último Hawthorne - parte II

23: La biblioteca familiar

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由 MavelyMelchor

Agosto de 1991.

Cinco de la mañana.

Alessandro estaba encerrado en la habitación. ¿Cómo? ¿Por qué? Por culpa de Rebecca.

Habían ido a Londres a pesar de que él se había rehusado: no quería volver a saber nada de su nueva familia. Sin embargo, Rebecca insistió en que no habían buscado nada por ahí aún. Alex accedió de mala gana y, debido a que la única casa de los Hawthorne que había ahí había sido quemada cuando murieron sus padres, tuvieron que establecerse en un hotel.

Por supuesto, no podrían entrar ahí con un ataúd, así que permanecieron todo el día encerrados en una habitación por completo a oscuras y pidieron específicamente a los encargados del hotel que no se les molestara durante el día.

La segunda noche que pasaron ahí, después de ir de cacería, Rebecca lucía distraída y distante, con algo raro en su mirada que Alex no parecía lograr descifrar.

Comprendió por fin de qué se trataba cuando, al volver a la habitación, ella lo empujó por la espalda, haciéndolo entrar por la fuerza.

—¡Oye! —reclamó Alex, trastabillando para no caer.

Rebecca se quedó afuera y pronunció las palabras de forma lenta y clara, mirándolo a los ojos casi como si se tratara de un reto.

No puedes salir.

»Perdóname, Alex, pero es la única manera.

Alessandro le dedicó una furibunda mirada desde la puerta que hizo a Rebecca sentir que lo estaba traicionando, pero se dijo que tarde o temprano la perdonaría.

—Volveré pronto. Lo prometo —añadió, suavizando un poco su tono, pero Alessandro no cambió la forma en que la miraba.

—¿Adónde vas? —exigió sin obtener respuesta—. No quiero que vayas con ellos.

—Lo siento, Alex, pero no puedo perderte. No así. No te pierdo en realidad, pero siento como si en verdad estuvieras desapareciendo: cada vez te pareces más a un extraño que al hombre que yo quiero.

»Estoy perdiendo a mi compañero teniéndolo a mi lado, y eso está destrozándome.

Rebecca notó el asombro en sus ojos y supo que sus palabras lo había golpeado muy fuerte, pero no podía echarse atrás ahora que lo había dicho, por lo que, sin darle tiempo de decir nada más, salió del hotel en una carrera, sintiendo que el remordimiento la carcomía por dentro.

Buscó por toda la ciudad por un par de horas hasta que, al notar el aroma a café mezclado con el olor de los vampiros, encontró la pista necesaria para dar con la casa.

Llegó a la vieja casona —una enorme construcción a las afueras de Londres— cuando el día estaba a punto de comenzar, así que se movió más rápido para poder quedar a la protección de la sombra de la casa y llamó a la puerta tres veces.

Sebastián fue quien abrió, barriéndola con la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió con cierto desprecio en su voz—: Es una pena que te hayan convertido; eras tan deliciosa...

—Necesito entrar —replicó Rebecca con firmeza, intentando contener el desagrado que ese vampiro le provocaba, en especial al recordar, incluso después de tantos años, el cómo sus manos habían recorrido su cuerpo aquella noche en Venecia, haciéndola sentir indefensa.

Negó con la cabeza.

—Niña, esa actitud no te va a ayudar.

Rebecca estaba a punto de gritarle que se fuera al demonio y que la dejara pasar, cuando Renata apareció a sus espaldas.

—¿Qué está sucediendo aquí? —inquirió, aparentemente molesta por el ruido, fijándose entonces en ella—. ¿Rebecca? —parpadeó como única muestra de sorpresa—. Yo me encargo, Sebastián.

Él se alejó de la puerta y la dejó pasar justo a tiempo, pues el sol comenzaba a brillar con más fuerza.

—¿Puedo ayudarte con algo?

Rebecca se sentía reacia a contarle a ella lo que necesitaba, pero parecía que sería la única que podría ayudarla.

—Sí —dijo despacio, pensando en las palabras que usaría a continuación para evitar darle demasiada información—. Necesito ver la biblioteca.

—¿Puedo preguntar para qué?

—Preferiría que no lo hicieras.

Negó con la cabeza, poniendo los ojos en blanco.

—Sígueme —respondió Renata, resignada, guiándola luego por un largo pasillo sin ventanas, solo iluminado por velas.

—Te ves nerviosa —comentó.

En realidad, se sentía nerviosa. Rebecca no estaba en paz consigo misma luego de haber dejado a Alex así.

«No, no nerviosa. Culpable.»

—Estoy bien —respondió de forma tal vez demasiado seca—. Solo... ¿podríamos darnos prisa, por favor?

—Alessandro no sabe que estas aquí, ¿verdad? —replicó Renata con una sonrisa casi divertida.

Rebecca dudó un momento antes de responder, cosa que la delató. Sin embargo, no pensaba darle la satisfacción de saber que algo andaba mal.

—Claro que lo sabe —dijo por fin, aunque incluso a ella le sonó muy a la defensiva.

«En teoría, Alex lo sabe. Que no lo apruebe es diferente.»

Caminaron en silencio unos minutos hasta que fue Renata quien volvió a hablar:

—Mi hermano habló sobre ti, aunque no lo capté a la primera. Dijo que se iba, pero que había creado un vampiro muy poderoso. Un vampiro que podría cambiar el curso de la historia.

»Debí saberlo. Debí haberme dado cuenta desde el principio. Él lo supo todo el tiempo... que tú eras la compañera de Alessandro. Fue el único que no estuvo tan ciego como para entender que al convertirte serías parte de nuestra familia... y la clave para salvar a la suya.

Suspiró y no dijo nada más hasta que llegaron a una puerta de madera muy elegante que las llevó a una estancia enorme.

—Gracias. Desde aquí me puedo encargar yo sola.

Renata la miró de forma escéptica por un segundo, pero luego asintió y se retiró.

Una vez sola, Rebecca dedicó el resto del día a buscar algún libro que tuviese la información que necesitaban, hasta que más de seis horas después, lo encontró por fin era un libro muy viejo, empastado en cuero y casi desbaratándose; las páginas estaban amarillentas por el paso del tiempo y supo que, si no tenía cuidado, se desmoronarían entre sus manos.

Todas las páginas estaban adornadas en los bordes con una pintura café oscuro que me hizo sospechar que antes había sido dorada. Parecía que todo el libro estaba escrito a mano.

Era un libro enorme y cada página contenía una leyenda diferente y, si bien algunas parecían ser solo tonterías, había otras más que llamaron su atención: algunas hablaban sobre el control de algunos animales, como los lobos; otra trataba de explicar cómo surgieron los vampiros; una más contaba sobre la habilidad de convertirse en murciélago. Cada leyenda también tenía un dibujo; ilustraciones bastante reales y algunas llegaban a ser realmente escalofriantes.

Era un libro muy hermoso y, al mismo tiempo, terrible.

A eso de las ocho de la noche logró encontrar una página casi al final del libro que hablaba sobre una leyenda donde un vampiro podía convertirse en humano. Era un proceso bastante largo, difícil y, sobre todo, peligroso.

Siempre había sentido un gran respeto por los libros, por lo que le costó trabajo decidirse a arrancar la página, doblarla en ocho partes y guardarla bajo su ropa, pero no quería quedarse ahí más tiempo del necesario; debía regresar con Alex de inmediato, y Rebecca sabía que estaría furioso con ella.

Salió de la biblioteca justo cuando parecía ser la hora en que todos los Collingwood despertaban, porque la casa se había vuelto un lugar bastante ruidoso, todos yendo de un lado a otro.

Vio a Renata de lejos y le agradeció con una leve sacudida de cabeza antes de abandonar la casa con prisas, no queriendo atraer la atención de nadie más.

Ahora, debería enfrentarse a las consecuencias. Sabía que Alex no estaría muy feliz con ella por haberlo dejado encerrado y por haber ido hasta aquella casa, pero, ya que lo había hecho, no había de otra que asumir la responsabilidad.

Se acercó hasta la habitación, tomó una profunda bocanada de aire y abrió la puerta, encontrándose con una habitación por completo a oscuras.

Alessandro estaba sentado en la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho. Rebecca no lo miró a la cara por más de un segundo, pero notó que unas ojeras oscuras se extendían bajo sus ojos y que no se había cambiado de ropa, lo que le hizo saber que no había dormido. Sus ojos azules parecían brillar en la oscuridad y, al contrario de lo que ella esperaba, no solo había enojo en ellos; también estaban ahí presentes otros sentimientos que solo la hicieron sentir peor: la duda, la decepción, la tristeza y, muy profundamente escondida, la curiosidad.

—¿Y bien?

Rebecca sonrió apenas un poco, diciéndose que sería mejor comenzar con buenas noticias. Entró a la habitación, cerrando la puerta detrás de ella y sentándose en la cama junto a él.

—Lo logré —dijo mientras sacaba una hoja amarillenta de su manga.

Alessandro no respondió de inmediato, pero sus ojos se fijaron en la hoja y su cabeza se ladeó un poco sin cambiar su expresión, haciendo que la culpabilidad volviese a embargarla.

—Lo siento mucho —dijo con tono lastimero—. Perdóname. No debí dejarte así.

Alex la miró despacio, dándose cuenta de que ella miraba su rostro fijamente. Sus ojos cargados de remordimiento opacaban el éxito que había obtenido.

—Está bien —dijo él por fin, intentando sonreír—. De cierta manera, me alegra que me hayas desobedecido.

»¿Puedo ver eso? —preguntó, y Rebecca le ofreció la hoja de inmediato.

—Cuidado. Es muy frágil —previno.

Alessandro leyó la página detenidamente.

Para que un vampiro pudiera convertirse en humano necesitaría la ayuda de otro más. Ese segundo vampiro debía saber cómo usar sus colmillos para inyectar sangre, en vez de veneno, en el cuerpo del otro y, justo al final, debía golpearlo una vez en el pecho, justo sobre el corazón para hacerlo comenzar a trabajar. Sin embargo, si no había suficiente sangre, o si no se golpeaba bien, podría provocar la muerte del otro vampiro.

Alex permaneció observando la página por un largo momento, dubitativo. No quería poner a Rebecca en peligro.

—Lo sé; es complicado —dijo ella, frunciendo el ceño y consiguiendo que él la mirara.

—¿Tú qué opinas? ¿Quieres intentarlo?

—Sí es la única manera para evitar que comentas una locura...

—Espera —interrumpió Alessandro—. No voy a cometer ninguna locura —dijo mirándola directo a los ojos—. Te lo prometo. Ya sé que durante los últimos años me he distanciado mucho, pero... Ya estoy harto de todo esto: ver cómo la gente que quiero murió a mi alrededor por mi culpa. Estoy harto de tener que matar gente para sobrevivir yo.

—Entonces yo soy la que debería preguntarte a ti: ¿quieres intentarlo? Me parece que es una buena manera de cambiar todo. Si tenemos éxito, nos transformaremos en humanos y todo ese lío se habría terminado. No tendríamos que hacer daño a nadie más. Si fracasamos... —se encogió de hombros—. Si fracasamos, todo terminaría de todas maneras.

—¿Tú quieres hacerlo? —preguntó Alessandro de nuevo.

Rebecca asintió sin vacilar.

—Sí. Quiero volver a ser humana. Yo no quería verdaderamente...

Se interrumpió así, mordiéndose el labio inferior como si se guardara algo, pero, aun así, Alessandro le sonrió, comprendiendo.

Comenzó a pensar en todo lo que había pasado desde que la conoció. Rebecca le había cambiado la vida en más de un sentido, y estaba seguro de que habría muerto en Venecia de no ser porque ella se había transformado para salvarlo. Rebecca había sacrificado mucho por él, incluyendo su vida humana. Tenía que compensárselo de algún modo, aunque sabía que era algo que no podría pagar jamás.

Era su compañera. Si había algo que pudiese hacer por ella, lo que fuera...

—Yo también quiero intentarlo.

Habían logrado dejar la tensión atrás por un momento. Alex intentó prolongar ese rato lo más que fuese posible, pues sabía que ella le seguiría el juego: ninguno quería volver a ese estado donde ni siquiera hablaban.

—Oye... no tenías que dejarme encerrado. Si me lo hubieras dicho podría haber sido un poco más flexible —dijo con un fingido tono despreocupado.

—Mentiroso —acusó, sonriendo también, haciéndole saber que había funcionado—. Además, me estaba vengando.

—¿Vengándote? ¿De qué? ¿Cuándo te hice algo así?

—¡Oh, por favor! ¡No me irás a decir que no te acuerdas! La primera noche que me llevaste a vivir contigo me dejaste encerrada. Y al día siguiente también —reprochó Rebecca.

—¡Oh, sí! Y luego tú gritaste que me odiabas —dije pensando en voz alta.

—¡Ah! ¡Sabía que me escuchaste! —dijo victoriosa.

—¡Demonios! Cincuenta y cinco años intentando ocultarlo y lo confieso ahora. ¿Qué rayos pasa conmigo? —exclamó con tono trágico y negando con la cabeza.

—Estás envejeciendo, cariño —sonrió Rebecca, mirándolo con ternura.

Ese comentario hizo que Alessandro esbozara una triste y algo cansada sonrisa: hubiese querido que fuese una verdad completa y que el cambio de la edad se notara de alguna forma física, no solo en su mente.

Tal vez, pronto, eso pudiera ser posible.




—Volveré pronto —prometió Alex antes de cerrar la puerta.

Dejó a Rebecca en la habitación del hotel y salió a la casa de los Collingwood para devolver la hoja. Querían deshacerse de ella, y pensaron que lo mejor sería aprender lo necesario y dejarla nuevamente en su lugar.

Siguió las instrucciones que ella le dio para llegar a la casa, pero terminó por detenerse en la entrada, indeciso, antes de llamar tres veces a la puerta. Al igual que sucedió con Rebecca, Alex también fue recibido por Sebastián.

—¿Qué quieres tú aquí? —dijo con voz desdeñosa.

—Ustedes dijeron que ahora podía entrar en esta casa, así que eso quiero: entrar.

—¿Para qué?

—Eso no es de tu incumbencia —replicó, cargando el tono de su voz con una amenaza para añadir—: Pero sí voy a advertirte que no vuelvas a tratar a mi esposa así.

Él sonrió de forma burlona.

—Mejor tranquilízate. No querrás iniciar otra pelea, ¿o sí? Ya te libraste de una...

Alessandro estuvo a punto de responder, pero se dio cuenta justo a tiempo de que eso solo le hubiera dado problemas. Decidió dar su brazo a torcer y se quedó callado, pero sabía que si permanecía un segundo más ahí no lograría mantener el autocontrol, así que entró a la casa empujando a Sebastián hacia atrás.

El vampiro rio de forma socarrona y volvió a cerrar la puerta, pero lo dejó ir sin más, así que Alex avanzó con paso rápido por un pasillo lleno de puertas, hasta que llegó a una zona en la que el enorme pasillo se dividía en dos. Volteó hacia ambos lados, intentando decidir hacia dónde ir y, de pronto, escuchó que una puerta se abría y volvía a cerrarse y después una serie de pasos de vampiro acercándose desde algún lugar detrás de él.

Luego de toda una vida cuidándose las espaldas, se giró, listo para enfrentarse a lo que llegara.

—¡Alessandro! —lo llamó la voz de Stephen.

Se obligó a tranquilizarse y a no hacer una mueca de disgusto, poniendo en cambio una falsa sonrisa en su rostro.

—Stephen.

—¿Qué haces aquí, muchacho?

—Yo... solo necesito ver un momento algo en tu biblioteca.

—¿Mi biblioteca? —rio—. No, no, no. No es mía. Es de la familia, y sabes que también tienes derecho de usarla cuando quieras. —Puso su mano sobre el hombro de Alex, haciéndolo sentir infinitamente incómodo, y luego le indicó el camino—. Acompáñame. Yo también voy hacia allá.

»Por cierto, ¿sabes que tu esposa estuvo aquí hace poco? —dijo como si esperara que Alex respondiera que no; como si estuviera echando leña al fuego—. Ella también vino a la biblioteca. Según me dijeron, tenía una actitud un poco misteriosa.

—Sí, sé que vino. Yo se lo pedí —mintió. Por alguna razón, no quería que nadie supiera que habían tenido una discusión—. Y, ahora que lo mencionas, deberían quitar a Sebastián de la puerta. Fue bastante molesto lo que le dijo a ella y estuvo también discutiendo conmigo. ¿No podrías controlarlo un poco?

—¡Oh, no, no! —dijo riendo de nuevo, y Alex comenzó a fastidiarse: no encontraba nada cómico en la situación—. No puedo hacer nada: no soy el jefe de la familia desde que Derek murió. Esa noche renuncié y Giuseppe tomó mi lugar temporalmente.

Alessandro se mordió los labios, clavando su vista en el suelo por un momento. Recordaba a Giuseppe, y también que él había sido el único que le dio la mano esa noche. Quiso creer que él podría guiar a esa familia por un mejor camino y tal vez, solo tal vez, lograran dejar atrás todas esas tontas reglas y comenzar a crear nuevas.

—De cualquier forma —continuó Stephen—, le diré que lo vigile.

Alex no respondió, pero mantuvo el paso aún sintiendo el incómodo tacto de su mano en el hombro hasta que llegaron a una enorme puerta de madera que daba a una biblioteca espectacularmente grande.

Se separaron ahí, cuando Alex se deslizó entre los estantes, despidiéndose de él con una seca cabezada y siguiendo las indicaciones de Rebecca para dar con el libro.

Pasó las páginas hasta que encontró el sitio donde claramente había sido profanado y sacó la hoja faltante, extendiéndola en su lugar y cerrando el libro para devolverlo a su repisa para por fin salir de ahí lo más pronto que le fue posible.

Sin embargo, una nueva voz volvió a hacer que se detuviera a medio camino.

—¿Alex?

Solo una mujer de los Collingwood lo llamaba así.

—Hola, Annie —saludó, volteando a verla con verdadero gusto.

—¡Estás aquí! —exclamó ella, corriendo a abrazarlo y consiguiendo que Alex sonriera ante su emoción.

—No tuve oportunidad de agradecerte por la ropa que me diste en Venecia.

—Bah, no fue nada —respondió sonriendo también, separándose un poco de él—. Eres mi amigo, ¿no?

Alex frunció los labios, fingiendo que pensaba su respuesta.

—Hum... no lo sé... ¿tú qué dices?

—Digo que eres un tonto —respondió riendo, antes de tornarse un poco más seria—. ¿Cómo has estado? No he tenido noticias tuyas desde... desde lo que pasó con tu hijo. Lo lamento mucho, Alex...

Alessandro asintió en silencio, inseguro sobre cómo responder a aquello. Sin embargo, no tuvo que hacerlo, pues Annie volvió a hablar:

—Aidan preguntó por ti —comentó.

Aidan.

—Dale mis saludos —pidió él, aún sin saber cómo mantener una conversación.

Era tan extraño... Antes, cuando estuvo con ella, sentía que podría haberle contado cualquier cosa.

Annie había sido su amiga; ella y Aidan los habían ayudado a salir de Venecia...

Se sentía tan lejano a todo eso ahora...

—¿No volverás a venir? —preguntó Annie con una chispa triste en la voz al notar lo que su respuesta llevaba implícito.

—No creo. Yo... Rebeca y yo no... —Negó con la cabeza, pero Annie pareció entender que él no quería ser cuestionado.

—¿Quieres que lo llame? Creo que él querría verte también.

—Está... ¿aquí?

Alex miró alrededor, no queriendo estar en esa casa más tiempo.

—Hace un rato lo vi. ¿Puedes esperar un segundo mientras voy a buscarlo? No debe estar muy lejos...

Alessandro asintió, sintiendo una chispa de nostalgia.

Sí, quería ver a su amigo. Tal vez esa era la única oportunidad que tendría de despedirse de ellos dos.

Sin embargo, Annie apenas había comenzado a alejarse cuando la voz de un hombre gritó:

—¡Alessandro!

Tanto ella como Alex se giraron, dándose cuenta de que Aidan se dirigía hacia ellos, seguramente buscando a su esposa.

—¿Qué haces aquí, Alex Houdini? —preguntó con una enorme sonrisa que hacía brillar sus ojos color miel.

A pesar de lo tenso que se sentía, Alex se encontró sonriendo también, pero se encogió de hombros sin dar una respuesta.

—¿Qué tal tu nueva vida? —inquirió en su lugar.

No había vuelto a ver a su amigo desde que Derek lo transformara por accidente en vampiro, y no habían tenido oportunidad de hablar antes, durante el Carnaval.

—Hum... un poco sangrienta —sonrió de lado.

Annie soltó una carcajada, colgándose del brazo que su compañero le ofreció.

Aidan entonces cambió su expresión alegre por una repentinamente seria, y Alessandro supo que no quería escuchar lo que su amigo estaba a punto de decir. No quería hablar de eso.

—Oye... lo que pasó...

—Sí —interrumpió de la forma más cordial que pudo—. Yo también lo siento. Pero no se puede hacer nada.

»Por cierto, creo que a ti tampoco te agradecí por la ayuda que me diste en Venecia —trató de cambiar el tema.

—No fue nada. En realidad hice muy poco: solo los envié en otra dirección —susurró.

—Pero fue gracias a eso que Rebecca y yo logramos llegar al Gran Canal.

Aidan asintió despacio, haciendo una mueca.

—Yo... lamento mucho lo de tu hermano...

Alessandro cerró los ojos.

—Por favor, Aidan, no quiero hablar de eso. Por favor.

—Lo siento —murmuró, pero después le dio una sonrisa tristona y un tanto paternal.

Dada la edad que aparentaba, a pesar de ser mucho más joven que Alessandro, a Alex no le sorprendió.

—¿Sabes algo? —intervino Annie—. Aidan no te está diciendo toda la verdad.

—¿Ah, no?

—No —sonrió ella—. Él fue quien dio pistas falsas después de que Mortimer falleciera.

—¿En serio? —se sorprendió Alex, mirando a su amigo para confirmarlo—. Vaya... Aidan... gracias...

Aidan asintió de una forma modesta, como si se sintiera avergonzado ante el reconocimiento. Luego puso mala cara y agregó con voz agria:

—Sí..., hasta que llegó ese chismoso de Bartolomé.

Alessandro miró a sus amigos sin decir más, sintiendo un profundo cariño y agradecimiento hacia los dos. Le dolió un poco pensar en que, si Rebecca y él habían planeado salía bien, era probable que no volviera a verlos.

—No tengo cómo agradecerles todo lo que hicieron —murmuró de forma entrecortada.

Rodeó a ambos en un abrazo, con un brazo a cada uno, y la pareja se quejó en voz baja por la fuerza del apretón.

—Tengo que irme —anunció por fin—. Rebecca está esperándome y no quiero que se preocupe.

—Bien —asintió Aidan—. Tal vez nos veamos luego.

—Adiós, Alex —se despidió Annie también—. Sé que no es el mejor momento para decirlo, pero quiero que sepas que me alegro por ti. Porque ahora tienes lo que siempre habías querido: ya eres libre, y tienes una esposa que te ama más que a nadie... tienes a tu compañera... Solo lamento lo que sucedió; me gustaría que hubiese sido de otra forma.

—Gracias, Annie. —Volvió a abrazarla, y luego los miró a ambos—. Hasta siempre.

Dejó a Annie y Aidan atrás y comenzó a recorrer los laberínticos pasillos de la casa, buscando la salida.

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