El último Hawthorne: Sol de M...

By MavelyMelchor

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Mi nombre es Alessandro Hawthorne. Soy un vampiro. Y soy un fugitivo. Si me atrapan... More

Prólogo
1: El orfanato
2: Vampiro
3: Un ataúd en la habitación
4: Viaje en barco
5: La historia de Alessandro
6: Rebecca
7: Lo que sucedió con Sinuhé
8: La casa de Florencia
9: El puente de los suspiros
10: Mortimer
11: Visita en la celda
12: En la Plaza de San Marcos
13: Sol y sombra
14: Mediodía
16: Sed
17: Carta de despedida
18: Inesperado
19: Deducciones macabras
20: Emboscada y traición
21: Absolución
22: Esperanza
23: La biblioteca familiar
24: A campo abierto
25: Cambios
26: Sueños y máscaras
Epílogo
Agradecimientos y otras cosas...
Redes sociales
El último Hawthorne - parte II

15: Escape y muerte

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By MavelyMelchor

Esa fue la primera vez que Rebecca sintió miedo de Alessandro desde que lo conocía. Nunca lo había visto tan salvaje, tan... vampiro.

Se horrorizó al ver cómo saltaba sobre el viejo, mordiendo su cuello y cayendo al suelo junto con él, sin soltarlo hasta que sació su sed. La muchacha se quedó ahí parada, sin saber qué hacer y sintiendo una pizca de desesperación al darse cuenta de que esa sería su vida a partir de ese momento. Cerró los ojos con fuerza al sentir una vez más una enorme necesidad de llorar, pero sin poder hacerlo: su cuerpo había agotado las lágrimas que tenía disponibles y no volvería a producir más hasta que se hubiera trasformado por completo.

Alex se deshizo del cuerpo arrojándolo al agua, y se quedó a cuatro patas en el suelo. Lucía infinitamente mejor que unos minutos atrás, un poco más fuerte, tal vez, pero aún no era suficiente. Necesitaba descansar. Sus piernas seguían sin funcionar bien, así que ella se acercó para ayudarlo a levantarse, dándose cuenta de que su espalda volvía a estar empapada en sangre. Supuso que, con todas esas heridas, la sangre que acababa de tomar no podía mantenerse dentro de su cuerpo por mucho tiempo.

La nieve bajo sus pies hacía bastante resbaloso el camino y, ahora que estaba empapada de sangre, se volvió todavía más resbalosa. Ya que aún iba descalzas, no pudo evitar resbalar con el charco rojo que se había formado en donde estaban parados. Se sintió ingrávida por un momento, antes de que el peso de Alessandro tirara de ella hacia abajo. Sin embargo, antes de que golpearan el suelo, un par de manos la sujetaron con firmeza, y el peso de Alessandro desapareció también.

Un vampiro había bajado del bote y se había acercado hasta ellos, dejándoles notar su curioso olor como a tierra mojada. Era un vampiro moreno, de cabello oscuro y ojos color miel.

El desconocido había atrapado a cada uno con un solo brazo.

—¿Bartolomé? —preguntó Alex con voz débil.

—Hola, viejo —dijo él, regalándole una sonrisa torcida y ayudándolo a enderezarse, mientras que a Rebecca la dejó en el suelo con cuidado.

La chica se levantó de inmediato, asqueada por toda la sangre que había ahí.

—¿En dónde está Sinuhé? —preguntó Bartolomé.

—Está... está muerto —murmuró Alessandro, sintiendo que algo dentro de él se rompía al confirmar aquello por segunda vez.

El simple hecho de decirlo hacía que la verdad lo golpeara con fuerza; su hermano en verdad se había ido... No habría un reencuentro nunca más.

—Pobre muchacho —dijo, negando con la cabeza—. Él me contactó cuando le contaron la noticia. Vinimos para ayudarte... pero creo que le fallé a él.

Bartolomé los ayudó a subir al bote, cargando con Alex prácticamente sobre su espalda y recostándolo en el suelo de la barca una vez que estuvieron en ella, dejando que el toldo proyectara su sombra y los protegiera del sol incluso cuando se alejaran del muelle.

Rebecca se agachó para quedar fuera de la vista justo a tiempo, pues Derek y otros vampiros llegaron a la Plaza, buscándolos.

Bartolomé siguió dirigiendo el bote para alejarse de ahí lo más posible, hasta que la distancia entre ellos y los Collingwood fuera suficiente para que no los alcanzaran o los vieran. Rebecca hizo ademán de acercársele, pero él negó con la cabeza sin mirarla.

—Ve con Alessandro. Yo me encargo de llevarlos a la orilla.

La muchacha asintió, arrodillándose junto a Alessandro y tomando su mano.

Su compañero.

—¿Cómo estás? —preguntó en un susurro, sabiendo que era una pregunta tonta al tener en cuenta lo que había pasado.

Puso la mano libre en su mejilla al ver que Alex no respondía y que, en cambio, sus ojos se inundaron en lágrimas que no tardaron en desbordarse.

No soportó verlo así por más tiempo, así que desvió la mirada, dándose cuenta de que sus piernas estaban en un ángulo extraño e incómodo, y él ni siquiera parecía notarlo.

—¿Tus piernas están bien?

—Ni siquiera puedo sentirlas —se quejó mientras cerraba los ojos—. Me cuesta mucho moverlas. No puedo...

—Tranquilo —murmuró desesperada, acariciándole la frente y apartándole cabello del rostro.

No sabía qué hacer. Supuso que todo se debía a lo que le había hecho Derek allá en la Plaza, así que cambió de lugar y se acercó más a su cabeza.

Alex hizo una mueca cuando sus manos lo tocaron, pero Rebecca siguió palpando su cuello con los dedos, en especial al notar un pequeño bulto cerca de su columna. Apretó con fuerza en ese punto y notó que el bulto desaparecía con un chasquido. Alex dio un respingo, pero al mismo tiempo, sus piernas se movieron.

—Auch —se quejó él, abriendo los ojos, para volver a cerrarlos un segundo después.

—¿Puedes...?

Rebecca notó entonces que Alessandro movía los pies despacio, como si temiera lastimarse.

—Sí. Puedo.

Los minutos transcurrían con lentitud, y Rebecca siguió acariciando los hombros y el cuello de Alessandro. Cuando él sintió que sus fuerzas se lo permitirían, abrió los ojos y se encontró mirando directo a los de ella, azules como el cielo de mediodía. Fue como si se comunicaran sin palabras, comprendiendo a la perfección lo que el otro quería decir.

—¿A dónde van? —preguntó Bartolomé, rompiendo el momento.

—No lo sé —respondió Alessandro, apartando por fin sus ojos de Rebecca. Titubeó un poco antes de hablar, pero al final se lo dijo—: Creo que hay una casa de mi familia en Padua.

Alex nunca había confiado mucho en Bartolomé. La verdad, no sabía qué pensar de él. Le agradaba, cierto, pero los nómadas eran criaturas peligrosas: jamás se establecían y jamás formaban vínculos con nadie. Nunca se podía saber qué harían a continuación.

—¿Crees que sea prudente ir tan cerca? —cuestionó.

—Ellos no saben que esa casa existe. Perteneció a gente del lado humano de mi familia, pero sus habitantes fallecieron hace tiempo. Ha estado vacía por años.

—Bien. Padua está a unos cuarenta kilómetros de aquí. —Pensó un momento—. Dejé un auto cerca de la orilla; me parece que puedo llevarlos hasta allá.

—No. No quiero que nos ayudes —replicó Alessandro, intentando sonar tajante—. Mis padres, Leonardo, Mortimer, Sinuhé... todos ellos intentaron ayudarme y terminaron muertos. No quiero que te añadas a la lista de...

—¡Ah, pero qué dramático eres! Sinuhé tenía razón: dices muchas tonterías. Puedo llevarlos hasta la entrada a Padua —dijo con tono molesto—. Y después, si eso te hace feliz, desapareceré y no volverás a verme.

—No, Bartolomé... —intentó reparar lo que había hecho. Eso era otra cosa que no le gustaba de los nómadas: no sólo eran impredecibles, sino también muy temperamentales—. Por favor, no me hagas esto. Sabes no podría tolerar que te hagan algo a ti también. Éramos amigos...

—Tranquilízate, viejo —rió Bartolomé. Siempre lo había llamado así, a pesar de que él parecía ser mayor—. Nos veremos de nuevo... algún día.

Alessandro dejó salir un suspiro cansado.

—Bien —se rindió—. Pero sólo...

—Sí, ya sé, ya sé. Sólo los llevo a Padua.

Alessandro asintió con debilidad.

Ahora que estaba bajo las sombras, que había cazado, y que sentía las manos de Rebecca acariciando su cuello, comenzaba a relajarse sólo un poco; incluso estuvo a punto de quedarse dormido, pero me esforzó por despertar.

—Rebecca. —La muchacha lo miró como si todo ese tiempo hubiese estado esperando que la llamara—. Cariño, ¿podrías dejar de hacer eso, por favor? —Ella retiró sus manos, como temiendo haberle hecho daño. Sin embargo, al ver su expresión, Alex explicó—: Estás haciendo que me dé sueño.

La vio dibujar una pequeña y triste sonrisa, y luego Rebecca comenzó a jugar con sus manos, como si no supiera qué hacer con ellas. De verdad estaba ansiosa.

Alessandro le tomó las manos entre las suyas y, por primera vez, comenzó a examinarlas de cerca y a la luz del día, fijándose en todos los pequeños detalles: su piel blanca y suave, todos los pliegues de su mano, sus dedos delgados, con las uñas un poco largas pero muy bien arregladas que, el aspecto que tenían en ese momento, supo que estaban arreglándose. Estuvo seguro de que se las habría roto hasta hacerlas sangrar al arañar la tapa del ataúd donde había estado encerrada.

Intentó pensar en todos esos detalles sólo por distraerse un poco, pero al mismo tiempo grabándolos en su mente, antes de llevarse su mano a los labios, besándola y sintiéndose agradecido de que ella estuviese bien, de tenerla a su lado otra vez.

Mantuvo las manos de Rebecca entre las suyas, reacio a dejarla ir de nuevo.




Rebecca intentó ignorar el dolor que parecía crecer en su estómago. Al principio supuso que sería hambre, pero luego cayó en la cuenta de que eso era imposible: su cuerpo no necesitaría comida nunca más.

Después pensó que podría ser mareo provocado por el movimiento del bote, pero desechó la idea; ni siquiera siendo humana por completo se había mareado nunca en el mar.

Pronto, ese dolor comenzó a crecer y la muchacha sintió cómo se expandía por todo su cuerpo, como en oleadas. Para el momento en que llegaron a la orilla, el dolor se había asentado en su pecho, haciendo presión desde adentro y haciéndola sentir terriblemente enferma.

Incluso respirar era doloroso.

Para bajar del bote, Alex soltó su mano y se levantó hasta quedar sentado, llevándose una mano al cuello y moviendo la cabeza de un lado a otro. Rebecca tuvo que ayudarlo a levantarse, pues al principio se tambaleó un momento, pero se sujetó a su hombro y pudo mantener el equilibrio cuando Bartolomé los condujo hasta un auto que estaba estacionado no muy lejos de la orilla.

Ambos se envolvieron con la capa y subieron a la parte trasera del vehículo, en donde el sol no pudiera tocarlos.

Obligó a Alex a recostarse de nuevo y puso su cabeza sobre sus piernas. Rebecca intentó distraerse y comenzó a jugar con el cabello de Alessandro entre sus dedos para dejar de pensar en el dolor que sentía en esos momentos. Al notarlo, Alex volvió a tomarle las manos entre las suyas y le dio una mirada tranquilizadora con sus ahora tristes ojos azules.

Después de un rato en la carretera, Bartolomé rompió el silencio:

—Muchachos, creo que vamos a tener un problema —señaló algo al frente—. Hay algunos de los Collingwood más adelante.

Alex se levantó como un rayo y se asomó por la ventanilla, para poder ver mejor.

—Entonces aquí es nuestra parada —dijo, con su voz aún cargada de toda la debilidad que su cuerpo no quería demostrar.

—No, esperen, creo que puedo...

—No. Podemos seguir solos desde aquí. Tú deberías dar la vuelta antes de que detecten mi olor aquí dentro. —Volteó a ver a Rebecca, cubriéndola con la capa antes de susurrarle—: ¿Te importaría estar al sol un par de minutos más? La casa no está muy lejos.

—No hay problema —murmuró, haciendo un esfuerzo para que no se notara en su voz cuán mal se sentía.

Cuando Alex se cercioró de que los dos estaban bien cubiertos por la capa, abrió la puerta y miró a Bartolomé una vez más.

—Gracias, Bart —se despidió—. Ten mucho cuidado.

—No, cuídense ustedes. Adiós, viejo.

Aunque el carro no se detuvo, Alex sujetó a Rebecca por la cintura y la empujó fuera, mientras él también saltaba. Rodaron por el piso, algunas veces cubiertos por la capa y otras quedando expuestos al sol, hasta que ambos se detuvieron en una maraña de brazos, piernas y tela.

Ambos se pusieron de pie tan rápido como pudieron y, una vez que se aseguraron de estar protegidos del sol, comenzaron a avanzar con velocidad hacia la casa que se veía a la distancia.




Derek ya había perdido la cuenta de cuántas veces se les había escapado de entre las manos.

Y ahora, gracias al hijo de Leonardo Fleming, el último de los Hawthorne había vuelto a huir, y en esa ocasión los hizo quedar como tontos.

En especial a él.

—Derek —llamó alguien—: viene otro carro.

—Bien —accedió al reconocer el vehículo—. Dejen que yo me encargue.

Ronan, Sergio y otros más que estaban ahí a su lado se alejaron. Sólo Renata se acercó más, para que nadie más que él pudiera escucharla.

—¿Crees que estén ahí? —preguntó.

—No lo sé, pero espero que sí.

Se alejó de ella para marcarle un alto al vehículo. Habría reconocido en cualquier lugar al vampiro que iba dentro.

—Bartolomé —saludó—. Es un gusto verte de nuevo.

—Se han ido, Derek —interrumpió—. Salieron del coche... antes de que pudiera evitarlo —añadió con rapidez.

—¡¿Qué?! ¿Adónde fueron?

La ira creció dentro del vampiro, haciéndole sentir que podría sacarlo del auto y matarlo a golpes.

Un trabajo. Sólo tenía un simple trabajo...

—A Padua. Alessandro dijo que iban a Padua. Dijo que tenía una casa ahí.

—Excelente —masculló furioso, conteniéndose de hacer lo que deseaba. No se podía confiar en los nómadas.

Necesitaba irse de ahí y regresar a la casa de Venecia. El sol lo había lastimado bastante cuando se quedó sin su máscara allá en la Plaza de San Marcos.

—Es tu última advertencia —espetó, dándole una mirada asesina que hizo que el nómada se encogiera un poco en su lugar—. Nuestro trato fue que no les haríamos nada, ni a ti, ni a tu mujer o a tu hijo, si nos entregabas a Alessandro Hawthorne. Pero nos has fallado. Recuerda que estás acusado de complicidad. Si vuelves a fallarnos, haremos lo que debimos haber hecho contigo y con tu familia desde que descubrimos que lo encubriste.

Mucho tiempo atrás, en mil ochocientos cuarenta y uno, cuando los Collingwood descubrieron que Bartolomé había conocido y ayudado a Alessandro, fueron a buscarlo. Al seguirlo, descubrieron que era un nómada y que tenía un hijo y una esposa aunque, dada su naturaleza, no vivía con ellos.

Sin embargo, sabían que Bartolomé amaba a su familia y estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para evitar que les pasara algo. Fue por eso que decidieron utilizarlo para poder llegar a Alessandro. Había sido de mucha utilidad durante varios años y estuviero muy cerca de atrapar al último Hawthorne un par de veces gracias a él.

No obstante, ahora los estaba retrasando. Durante los últimos años, Alessandro prácticamente había desaparecido del mapa. Bartolomé no había ayudado de nuevo e incluso hubo varios momentos en que pensaron que había dejado de serles útil y consideraron deshacerse de él, como debieron haber hecho desde el principio. Después, Bartolomé dijo que había visto a Alessandro en algún lugar de Pisa. Gracias a eso lograron rastrearlo de nuevo y seguirlo hasta Florencia.

A pesar de todo, no podían estar seguros de con quién estaba su lealtad. No podían saber si Bartolomé estaba ayudando también a Alessandro o si de verdad estaba cumpliendo con lo que había pactado cone llos.

Una vez más, Derek consideró aplicar la ley también con él y dejar que le pasara lo mismo que al hijo de Leonardo, pero optó por sólo darle un ultimátum. Al menos, ahora sabía dónde estaban. Podrían rodear Padua y utilizar la misma estrategia que usaron en Florencia.

—Ya te lo dije. Sólo tienes una oportunidad más. Si no la aprovechas, ya no habrá trato.

Se alejó del vehículo y volvió a donde los demás lo esperaban, sintiéndo el rostro ardiendo, aunque ya no estaba seguro si de debía al sol o a la ira que bullía en su interior.

—Vámonos —ordenó—. Debemos regresar a Venecia para poder volver a Padua mañana por la noche.

—¿Por qué esperar? —preguntó Ronan—. ¿Y si escapan de nuevo?

—Porque necesitamos cazar e ir a dormir —espetó—. Además, Alessandro está muy débil. También él necesitará dormir. La última vez que lo vi, sus piernas ni siquiera podían sostenerlo; algo bueno salió de romperle el cuello. Y estoy seguro de que deberá dormir mucho tiempo para poder reponerse. Es entonces cuando podremos atacar.

»No creo que logren escapar esta vez.




Rebecca sentía que su piel estaba en llamas. Incluso con la capa cubriéndolos, la luz del sol era abrasadora.

¿Había sido así unos minutos antes? Ya no estaba segura de nada.

—Ya casi llegamos —dijo Alex—. Aguanta... sólo un poco más. Un poco más.

El calor del sol solo hizo que se sintiera peor que cuando estaban en el bote. Además, su piel estaba tan quemada que la sentía arder con el mínimo roce de cualquier cosa. Incluso el tacto de la mano de Alessandro era doloroso.

No quiso ni imaginar cómo debía sentirse él.

—¡Rápido, entra! —ordenó Alex, abriendo la puerta de un tirón.

Él ya iba caminando por su propio pie, pero caminaba cojeando. Aún así, no se detuvo ahí, sino que la empujó hasta el baño.

—Entra ahí —dijo, obligándola a entrar a la regadera, manipulando las llaves para que saliera un chorro de agua helada—. Quítate la ropa y deja que te toque el agua fría. Ayudará.

La muchacha hizo una mueca cuando el agua helada cayó sobre ella, mientras ambos intentaban deshacerse de la ropa sucia y llena de sangre que llevaban.

Los restos del vestido mojado se habían pegado a su piel y sentía que la lastimaba más si intentaba quitárselo, así que Alex tuvo que ayudarla y, al desgarrar lo que quedaba del vestido, fue mucho más fácil. Sintió sus dientes castañear con fuerza cuando quedó bajo el chorro de agua fría sin nada que la cubriera.

Fue entonces su turno de ayudar a Alessandro a despegar la tela que se había adherido a su piel debido a la sangre, sin que ninguno de los dos se preocupara porque el otro lo viera desnudo.

No se abochornaron ni siquiera cuando ambos se hubieron desecho de la ropa, fundiéndose en un abrazo, como si no necesitaran nada más que la presencia del otro.

De su compañero.

El agua helada siguió corriendo entre ellos, enfriando sus cuerpos inmóviles y dándoles un poco de alivio, hasta que fue Alessandro quien se separó primero, besándole la frente y saliendo de la regadera.

—¿Rebecca? —llamó desde afuera mientras buscaba una toalla y comenzaba a secarse.

—¿Sí? —se las arregló para responder, notando que sus dientes volvían a castañear.

—Aprovecha que estás ahí dentro y date un buen baño. No te ofendas, pero hueles terrible.

La muchacha no pudo contener una risa ahogada, y se dijo que tenía razón. Después de haber estado encerrada en el ataúd, tal vez su olor no fuera muy agradable; incluso cuando se había cambiado de ropa dos veces, no había tenido oportunidad de darse un baño.

Se quedó ahí parada bajo el chorro de agua helada, sintiendo que la la temperatura de su cuerpo —que parecía haber aumentado con el calor del sol— poco a poco iba reduciéndose. También el ardor en la piel desapareció. La parte de ella que aún era humana protestaba por la temperatura del agua, pero poco después pareció acostumbrarse. Ya no le molestaba tanto.

El ardor por las quemaduras del sol desapareció al poco tiempo, pero eso sólo permitió que terminara por enfocarse en que el dolor dentro de su cuerpo seguía ahí.

Después de bañarse, y cuando comprendió que el agua fría no haría desaparecer esa desagradable sensación, cerró la llave del agua y salió, encontrándose con una toalla doblada sobre una mesita que parecía esperar por ella.

«Maldición... No tengo ropa. ¿Qué rayos voy a ponerme?»

Al parecer, Alex también había pensado en eso, pues, a un lado de la toalla, había dejado algo de ropa doblada. Era una camisa de hombre que le quedaría enorme, pero sería útil por el momento.

Salió del cuarto de baño y encontró a Alessandro en una recámara a oscuras. Llevaba el torso desnudo y luchaba por limpiarse la espalda.

—Quédate quieto —pidió Rebecca, tomando una toalla limpia y acercándose para ayudarlo, sin encender la luz.

Ninguno de ellos la necesitaba.

—Lo mejor será que no te pongas otra camisa hasta que las heridas dejen de sangrar, o la tela se volverá a pegar a tu piel —recomendó la muchacha mientras se sentaba en la orilla de la cama.

De repente, sintió que el dolor crecía de una forma exagerada, haciendo que su rostro se contorcionara en una mueca mientras se dejaba caer de lado.

—¿Qué te pasa?

Lo único que Alessandro obtuvo por respuesta fue un gemido, así que se acercó a ella despacio, notando cuánto había cambiado en los últimos últimos minutos.

—Algo me duele. Mucho —se quejó la muchacha, recorriéndose en la cama para dejarle un espacio donde él también pudiera recostarse.

Alessandro se tendió en la cama, junto a ella, dejando salir un suspiro cansado al poder recostrse de nuevo.

Se mantuvo en silencio, y eso le permitió escuchar los sonidos del corazón de la chica, que palpitaba muy rápido y con mucho esfuerzo. También pudo notar que le era difícil respirar.

Mortimer había usado un método diferente para transformarla y en vez de drenar su sangre e inyectarle veneno, dejó que el veneno actuara como actuaría en el cuerpo de un vampiro, quemando la sangre.

—Te estás muriendo —murmuró—. Deja de luchar. El veneno trata de transformarte, pero tu cuerpo está luchando contra él. Si sigues haciéndolo, sólo será más doloroso y más difícil para ti.

Rebecca gimió por lo bajo, moviéndose un poco y abrazándolo, recargando la cabeza contra su pecho. Alex devolvió el abrazo, sintiendo que el contacto era una sensación agradable. Su piel comenzaba a sentirse fría contra la de él, que por culpa del sol parecía estar hirviendo.

Sólo quedaba esperar. Rebecca tendría que morir, o al menos su cuerpo debía hacerlo, para que pudiera terminar la transformación. En parte, gracias a la prematura exposición al sol que había sufrido, era posible que todo terminara pronto.

—Sólo déjate llevar —dijo en un susurro hipnótico, dejando que su voz invadiera la mente de la muchacha—. Es fácil. No tengas miedo. Te prometo que estaré aquí contigo.

La abrazó con fuerza, acariciándole la espalda, y notó que ella cerraba los ojos, dejándose llevar por el embrujo en su voz.

El problema era que tenía miedo. Durante las últimas horas, Rebecca le había pedido a su cuerpo que no se rindiera, que siguiera adelante. Sin embargo, ahora el hecho de pedirle que ya no luchara más era algo que no le cabía en la cabeza.

—Alex, ¿podrías hablarme de algo? —pidió, sabiendo que su voz era todo lo que necesitaba en ese momento. Él siempre había logrado hechizarla con esa voz melodiosa que tenía—. Tal vez así me quede dormida y ya no sea tan difícil...

—¿De qué quieres que te hable?

—De lo que sea.

Alessandro permaneció en silencio por un minuto, pero luego comenzó a hablar:

—¿Sabes algo? Cuando llegaste hasta aquella habitación en donde me tenían, poco antes de que me llevaran a la Plaza, pensé que eras un ángel. Y después, en la Plaza, también me pareció ver a un ángel que me gritaba que despertara.

»Y, de verdad, creo que lo eres.

—¿Por qué? —preguntó, adormilada.

De verdad estaba funcionando. El sonido de su voz hacía que se sintiera tranquila y que poco a poco se fuera quedando dormida, alejándose de la realidad, de sí misma y, al mismo tiempo, de su vida humana.

—Porque me cuidas. Me cuidas mucho.

Rebecca sonrió. Intentó trazar una caricia, pero su mano no quiso obedecerla. A pesar de eso, Alessandro pareció adivinar su intención, así que fue él quien volvió a acariciar su espalda.

—¿Rebecca?

—¿Hum?

—Te quiero.

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