Las últimas flores del verano

By ersantana

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Ganadora del Watty 2022 en la categoría juvenil✨ «Una carta de amor, una chica con aroma a coco y un verano i... More

Nota de la autora
Personajes
Playlist de la historia
Era el fin del mundo
1. Bienvenidos a San Modesto
2. Más fe que sentido común
3. Tardes con aroma a coco
4. La intersección
5. Hey Shorts
6. Recordaría haberte conocido
7. Del maíz y otros problemas
8. Seamos amigas
9. Las primeras flores del verano
10. Entre zarazas
11. Del amor y otros problemas
12. Bienvenida al mundo adulto
13. Bajo el cielo estrellado
Interludio (I)
14. Una epifanía
15. No lo sé, dime tú
16. Regresiones al amanecer
17. Hay una chica en mi cama
18. Una cena incómoda
19. No me olvidarás
20. El silencio de la noche
Interludio (II)
21. Un día nublado
22. Nuestro lugar especial
23. Días de sol
24. Antes de todo
25. Tragedias nocturnas
26. Sintonía perfecta
27. Dieciocho días
Interludio (III)
28. El año del conejo
29. En el medio
30. ¿Qué le echan al agua?
31. Las patronales de San Modesto (I)
32. Las patronales de San Modesto (II)
Interludio (IV)
33. No es para siempre
34. Caminata nocturna
35. Una visita inesperada
36. La canción del verano
Epílogo: El día del fin del mundo
Nota de agradecimiento
Extra I (Héctor e Iván)
Extra III (Casey)

Extra II (Astrid, Allen y Casey)

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By ersantana

*Nota: el epílogo original estaba conformado por el que está publicado y esta parte, pero lo corté porque había quedado muy largo. 

31 de diciembre de 1999

Astrid.

Tenía lindos recuerdos año nuevo en mi infancia. Las deliciosas cenas con el delicioso lomo relleno que mamá solía preparar, el arroz con guandú de mi padre y Marcos colocando el ramo de hierbas frente a la puerta en un intento de atraer abundancia a la casa.

Después de la invasión tardé un poco en volver a disfrutarlos, a perderle el miedo a los fuegos artificiales o el sonido de disparos en el aire. Y cuando había logrado "superarlo", tuve el peor año de mi vida y casi terminé muerta.

Sí, demasiados traumas por resolver.

Pero ese año las cosas eran diferentes.

Yo era diferente y el país estaba a unas cuantas horas de ser diferente.

—Bienvenida a mi casa —anuncié apenas empujé la puerta de entrada—. No es la gran cosa, pero es lo que hay.

Mi casa no era la quinta maravilla del mundo, tan solo una casa de una planta con muchas ventanas y un patio trasero lo suficientemente grande como para poner la piscina inflable que solíamos sacábamos en verano o invitar a unos cuantos amigos a una parrillada.

Pero tener a Casey en ella la hacía mucho más valiosa.

—Es bonita —comentó Casey mientras daba vueltas en medio de la sala y se detenía junto al arbolito de navidad—. Solo son tu papá y tú ¿no?

Asentí, dejando las llaves sobre el tazón de la mesa junto a la entrada.

Nuestra relación había mejorado un poco, especialmente luego que Yamileth se fuera de la casa. La casa silenciosa pasó a llenarse de conversaciones casuales sobre nuestros días, la nueva escuela o las noticias de la radio.

El día que me abrazó sin razón alguna fue otro punto positivo para nuestra relación e incluso me había ayudado a mover varios muebles y pintar la habitación de invitados que usábamos como depósito.

No era lo mismo que cuando era niña, pero se acercaba bastante y estaba bien para ambos.

Era una de las muchas cosas que habían cambiado desde mi regreso a la capital.

Esta vez, cambios positivos.

—Desde el divorcio sí —confirmé mientras me quitaba las zapatillas y me ponía mis chancletas—. Yamileth ahora está viviendo en el centro de la ciudad, siempre se quejó de que la casa le quedaba muy lejos del trabajo.

Casey detuvo su girar me dio una mirada por encima de su hombro. Si bien una parte de mi recordaba con algo de cariño su larga melena, me encantaba la manera en la que su rostro parecía destellar con aquel nuevo corte y los rizos que empezaban a asomarse.

Me encantaba verla feliz.

—¿Y cómo has estado con todo eso? —preguntó con clara preocupación—. El divorcio, tener dos casas ahora...

Encogí los hombros.

—Creo que no hay mucha diferencia a cómo eran las cosas antes —respondí, quitándome la camisa de manga larga que empezaba a darme calor—. Aunque le pegó algo fuerte a papá, los primeros meses estuvo un poco decaído porque la extrañaba.

—Tiene sentido, han vivido juntos por muchos años —observó mientras caminaba hacia uno de los sillones y se dejaba caer justo en el que era mi favorito—. Imagina lo mucho que te extrañé los primeros meses después del verano. Tus caídas por el parque, tu música satánica, tu sonrisa...

Decía todo esto sin quitar sus ojos oscuros sobre mí. Me recordó un poco a la primera vez que nos vimos después del verano, en la pequeña celebración de la boda de Maylín y Francisco.

La manera en la que me envolvió con sus brazos en la parte trasera de la casa y empezó a besar cada parte de mi rostro de la misma manera en la que lo había hecho durante esa noche que pasamos juntas. En la frente, en las mejillas, en la punta de la nariz. Todo esto mientras su mano sostenía la mía con fuerza, como si quisiera asegurarse de que yo era real.

No sé por cuánto tiempo estuvimos así, besándonos en la oscuridad mientras nos mecíamos con lentitud a pesar que el ritmo de la música era tan rápido como los latidos de mi corazón.

—Ajá —murmuré sin poder evitar sonreír—. ¿Algo más?

No tardé en verme caminando hacia ella y dejarme caer justo frente a sus rodillas. El aroma a coco nos envolvió de la misma manera en la que lo hizo esa primera vez que nos conocimos, bajo la luz naranja de las luminarias y el frío nocturno del valle.

Cuando ninguna de las dos sabía que finalmente había encontrado sin querer a esa mitad. Supongo que no muchas personas podían decir eso, ni en ese entonces sin ahora.

Casey rio y se inclinó hacia mí.

—Tu aroma a canela. —Su mano se posó sobre mi cabeza, peinando mi cabello—. Tu voz, tus fotos, también extraño un poco tu cabello corto, también extrañé mucho esa mirada.

—¿Qué mirada?

—Esa que tienes ahora —Colocó un mechón detrás de mi oreja, mi cuerpo se deshizo con el roce de sus dedos sobre mi piel—. La que me hace sentir como si hubiera encontrado un lugar donde descansar... ¿Estoy sonando demasiado cursi?

Apoyé la barbilla sobre sus rodillas, sintiendo de manera sutil el calor de su piel a través de la tela del pantalón.

—Me gustas así. —Mi mano se posó sobre su pierna, dejando una pequeña caricia sobre ella—. Bien cursi, como en una canción.

—¿Una canción bonita o una satánica?

—Como la canción que quiero escuchar por el resto de mis días.

Casey mordió su labio, apartando la mirada a un lado como si necesitara recuperarse de mis palabras. Luego se inclinó más, aun cuando la posición debía ser incómoda para ella, hasta que nuestras narices estaban a milímetros de distancia.

Eso hizo que me preguntara si sería así de allí en adelante.

Ella, yo y una habitación propia donde no teníamos que preocuparnos por lo que sucediera en el exterior. Donde pudiéramos bailar a la luz del refrigerador, acurrucarnos en el sillón, tomarnos de las manos sin temor a ser vistas o hacer lo que quisiéramos bajo las sábanas del cuarto.

—No sabes las ganas que me dan de besarte cada vez que dices esas cosas —murmuró, sin quitarme la mirada de encima—. Y el pensar que de ahora en adelante podré hacerlo todas las veces que quiera...

Coloqué una mano sobre su pierna, acariciando con el pulgar la gruesa tela del pantalón. Recordando lo mucho que había extrañado la calidez de su piel bajo mi mano y esa sensación de cosquilleo que recorría mi cuerpo cada vez que estábamos así de cerca.

Bueno, esta será nuestra vida de ahora en adelante pensé, sintiendo como la confianza empezaba a asomarse Debes acostumbrarte.

—Entonces... —Tomé el impulso de elevar mi cabeza, al punto de casi poder sentir sus labios sobre los míos. Su respiración se tornó pesada contra mi piel y pude sentir que apretó el agarre sobre mi cabello—. ¿Qué estás esperando? Bésame ahora, Cassandra.

Y estuvo más que dispuesta a hacerlo, pero justo en el momento que decidió inclinarse, un tintineo proveniente de la cocina rompió con nuestro fugaz paraíso. Casey echó un vistazo por la entrada de la cocina, donde la sombra de una persona se reflejó sobre la pared.

—Astrid... —susurró, quieta como una estatua—. ¿Acaso tienes un fantasma en la casa o...?

Mordí mi labio para contener las ganas de reírme y negué.

—No, no es un fantasma. —Le di una mirada al pasillo, con una gran sonrisa—. Es tu otra sorpresa, el regalo de navidad.

Sus ojos oscuros se iluminaron como las luces de navidad del arbolito.

—¡¿Un gato?!

Reí y negué.

—Casi...

Unas firmes pisadas empezaron a escucharse por el silencio de la casa hasta que una figura se asomó por el pasillo. La última vez que nos habíamos visto había sido en el aeropuerto, mientras su mamá no paraba de darle besos en el rostro y

Pero debajo de eso seguía estando el mismo chico asiático que me había saludado con tanta confianza a inicios de ese mismo verano.

—¿Acaso interrumpí algo? —murmuró, observando nuestras posiciones con las cejas elevadas—. Si quieren regreso al clóset, es un lugar bonito.

—Allen... —susurró al inicio, sin poder creérselo, luego se levantó del sofá de manera brusca y con los ojos aguados—. ¡Allen!

Ignoré el hecho de que Casey prácticamente me lanzó a un lado para poder levantarse y correr con los brazos abiertos hacia el chico que sostenía una bolsa de palomitas de maíz en una mano. Casi lo tumba al suelo, pero él alcanzó a ponerse firme y poner la bolsa el sillón individual adornado con su forro navideño.

—Casey, tu cabello —susurró él antes de cerrar los ojos y recostar el rostro sobre su cabeza—. Tenía tantos años sin verlo así, estás hermosa.

Ella no respondió, solo se aferró más a él, enterrando su rostro en la tela de la camiseta que llevaba esa tarde. Allen me dio una mirada antes de rodearla con sus brazos y mecerla con mucho cariño contra su cuerpo.

Y yo sonreí.

Porque sabía que ese era el mejor regalo de navidad para ambos. 

Allen

—Casey... —murmuré con cuidado. —. Ya sé que me extrañaste, pero me estás asfixiando...

—Cállate, que todavía no puedo creer que estés aquí —contestó, aferrándose más a mí. Pero no me molestaba, porque había extrañado sus abrazos—. Me hubieras dicho, te hubiera traído algo de San Modesto, o es que vas...

Recosté mi barbilla sobre su cabeza.

También había extrañado el aroma a coco de su cabello.

—No iré a San Modesto, solo me dieron permiso para estar una semana fuera y me quedaré con Grace —respondí, sobándole la espalda. Esperando que no fuera tan obvio que tenía mucho más tiempo en la capital—. Pero Astrid y yo queríamos darte una sorpresa.

Casey rio contra mi camisa y me apretujó más contra ella. Claro, después de tantos meses no me molestaba tanto la idea de morir por sus abrazos que tanto me había hecho falta.

Especialmente cuando recordaba que en una semana volvería a estar en un pequeño apartamento del tamaño de una lata de sardinas en una ciudad donde no sentía que encajaba.

—No sé si empezar a preocuparme —comentó Astrid, asomándose desde la cocina. Era raro verla con el cabello largo o con un delantal de flores, en un modo tan doméstico—. ¿Necesitas algo de ayuda, Allen?

—Creo que puedo con ella —respondí entre risas—. ¿Tú necesitas ayuda en la cocina?

En ese momento escuché el sonido de un platón de aluminio caer, seguido de lo que debía ser algún cucharón. Astrid soltó un chucha por lo bajo antes de recogerlo y regresar su mirada hacia nosotros con una gran sonrisa.

Incluso en esos momentos se veía tan diferente a la última vez que nos habíamos visto. Más madura, más feliz y con una luz que iluminaba todo a su alrededor. Incluso cuando no la había conocido, podía percibirla como algo muy suyo.

Tan distinta a la chica sombría que había saludado por pura curiosidad durante esa mañana de enero, que apenas era capaz de hablar en más de dos monosílabos y que se encerraba en sus libros.

—No, ustedes conversen mientras yo termino por acá. —Le dio una mirada a la televisión—. Y me avisan cuando falten cinco minutos, sacaré una botella de champaña para celebrar este día lleno de cosas buenas.

Dicho esto, volvió a desaparecer en la cocina y dejándonos con el ruido de la tele de fondo. En la pantalla podía verse el reportaje especial que habían estado pasando desde la mañana y con la cuenta regresiva en una esquina.

—Le dije que pidiéramos comida, pero ella insistió en cocinar —avisé por adelantado a Casey—. Tenemos dos opciones, o tener un extintor de incendios a mano o pedir comida en caso de que se le queme... ¿Y si apostamos?

—Ey. —Me dio un toque en la nariz—. Respeta a mi novia.

—Bueno, te puso una casa —le recordé. Astrid no paraba de hablarme sobre el apartamento en sus correos—. Ya casi, casi son esposas. Cassandra García, no suena tan mal.

—No te burles... —Ella se separó por unos segundos y peinó mi cabello—. Aunque sería lindo, eso de una boda algún día. Tu serías el padrino de bodas, por supuesto.

—Algún día podrán hacerlo —murmuré, observando la pantalla del televisor. A las multitudes celebrando con sus banderas ondeando con la brisa de la mañana—. Bueno, si se logró recuperar un canal después de ochenta y cinco años creo que en algún momento podrás hacerlo...

—Podremos —murmuró ella, apartando las manos de mi cabello y dándome una de esas miradas tiernas que me tocaban bastante—. Aquí puedes decirlo sin problema.

—Solo aquí... —dije, refiriéndome al interior de la casa—. Es una mierda, el fingir que no existimos y tener que dar una imagen falsa a los demás.

—¿Hablas de estar por allá? —preguntó, con clara preocupación—. Estamos en confianza y puedes hablar conmigo de lo que sea, Allen.

El día que firmé el contrato, el hombre que me lo tendió y el reclutador solo sabían hablar de estadísticas, de mi gran potencial como jugador y del maravilloso paraíso que significaba jugar béisbol en la tierra de la libertad.

Un paraíso, esa fue la palabra que utilizaron frente a mis padres.

Aun cuando era todo lo contrario.

Era estar en el cuarto de alquiler más barato que pudieras encontrar para poder ahorrarte ese mísero cheque, aprender un idioma nuevo desde cero, era pensar en lo que harías una vez terminara la temporada, encontrarte con un ambiente donde solo se hablaba del sueño americano y no de ese largo camino de penurias que pasabas para "alcanzarlo".

Era una mierda. Una que tendría que soportar por unos cuatro años antes de tener la oportunidad de ser considerado para las grandes ligas y la suerte de ser elegido por un buen equipo.

Pero ese día, esa semana, no quería pensar en eso.

Solo quería pasar un buen rato con mis mejores amigas.

—Ha estado bien, jugué mucho esta temporada —confirmé, mirándola a los ojos—. He hecho muchos amigos, compañeros del equipo y la gente con la que estoy viviendo.

Casey asintió. Sabía que estaba mintiendo, pero tampoco iba a decirme nada después de todo lo que sacrifiqué para poder llegar allá. Así que decidió cambiar de tema.

—Amigos... ¿Solo amigos? —curioseó, elevando las cejas—. O acaso hay alguien...

Y antes de que pudiera responder, los pasos apresurados de Astrid interrumpieron la conversación. Se detuvo frente al televisor, con una botella de champaña y tres copas alargadas que sostenía en una sola mano.

—¡Ya faltan cinco minutos! ¡Cinco minutos! —Colocó las copas sobre la mesa y me tendió la botella—. Mi papá la compró para la medianoche, pero este es un momento único, así que creo que deberías se el que nos haga los honores.

Fruncí el ceño y tomé la botella fría entre mis manos.

—¿Y cómo se abre esta vaina? —pregunté. No era mi primera vez bebiendo champaña, pero papá era el que abría la botella para servirla.

—Tienes que girar el corcho con cuidado —me explicó, haciendo un movimiento con la mano—. Aunque da igual si salpica, para eso está el trapeador.

Por supuesto, no fue de mucha ayuda.

—Deberíamos brindar o algo así, después de todo esto es historia —agregó Casey mientras tomaba una de las copas con cuidado—. Es que no sé qué más se hace en un momento así.

—Bien, solo diré una cosa. —Astrid carraspeó para aclararse la garganta—. Que se joda el gobierno estadounidense.

Mientras que en el edificio de la administración la multitud no paraba de elevar sus banderas, nosotros hacíamos el conteo regresivo sin poder parar de sonreír. Tal vez no habíamos vivido todo ese periodo de lucha, pero aquella sensación de libertad que flotaba el aire ese día era tan fuerte que calaba en lo profundo de nosotros y en nuestra identidad.

Cuando el conteo alcanzó el cero, los micrófonos de la transmisión estallaron con los gritos de alegría de las personas que intentaba subir hasta la cima de la colina con sus banderas.

El corcho salió volando de mis dedos hasta golpear el cielo raso y toda la espuma de la champaña cayó por todos, especialmente sobre mi camisa. Al principio nos quedamos en total silencio, luego nos observamos antes de estallar en risas por toda la situación.

Las notas del himno nacional empezaron a sonar, pero nosotros éramos incapaces de cantarlo porque no podíamos parar. Apenas alcanzamos a cantar la última estrofa, hombro a hombro y tan desentonados que hubiéramos atraído más de una mirada fea en público.

—Lo siento, que reguero —murmuró Astrid, con el rostro rojo de tanto reír—. Ven, te busco otra camisa.

—Yo busco el trapeador, no vaya a pensar el suegro que somos unos borrachos —agregó Casey antes de caminar hacia la cocina—. ¿Y el trapeador?

—En la cocina y por mi papá no te preocupes —Astrid observó el televisor, a la multitud que saltaba y lloraba—. Cuando llegué de la celebración va a estar tan borracho que no va a poder caminar, como medio país antes de medianoche.

Casey la observó por unos momentos antes de darle un beso en la mejilla y desaparecer en la cocina. Astrid, cursi como siempre, soltó un suspiro antes de tomar mi mano y guiarme a través del pasillo de los cuartos.

Buscó una camisa en el de su padre, de color verde menta que parecía sacada de una tienda cara y luego nos metimos al suyo. Las paredes estaban pintadas de un tono lila bastante relajante, con posters sacados de revistas juveniles, los nombres de algunas bandas y fotos.

Muchas fotos.

De su mamá, su papá, de su nuevo colegio. Las fotos de su ceremonia de graduación, las fotos de ella en ese vestido rojo con brillos que usó para su baile de graduación y al que fue con los dos nuevos amigos que había hecho en el colegio (Mila y Jairo, igual de gays que ella).

Y apartados, en una esquina, había otra colección de fotos.

Un campo lleno de verdor, casas llenas de flores, Marcos y Adela en la cocina, un gato negro acostado sobre un montón de telas, una vaca con su ternero y un grupo de sonrisas familiares caminando por un sinuoso sendero.

—Creo que esta es de tu talla —murmuró Astrid mientras me lanzaba la camisa de vestir—. Y si no te gusta puedo buscar una mía, aunque no sé si te lleguen a quedar.

Pero en realidad no tenía la camisa en mi mente. Incluso cuando apenas habían pasado unos meses desde esos días de sol, creo que ambos medíamos el tiempo de manera diferente.

—Tienes... —Metí las manos dentro del bolsillo de mi pantalón, con la mirada fija en el Francisco de la foto—. ¿Tienes alguna foto de él ese día? ¿Con el traje y eso?

Astrid me observó por unos segundos que se sintieron eternos. Similar a la de esa vez en la tienda, como si intentara a través de la pared falsa que había levantado para que no me viera por los suelos.

—Creo que sí —Se agachó hacia la cama y sacó una caja de zapatos—. Pérate un momentito, tengo todo hecho un verguero por lo de la mudanza.

Regó las fotos sobre la cama y me acerqué a verlas. Había visto sus correos sobre la celebración de la boda, sobre la pequeña cantidad de invitados que tuvo y lo sencilla que había sido la ceremonia.

Primero en el tribunal y luego una reunión en su casa. Vi la silueta de las personas bailando en el patio trasero, las decoraciones de globos, el pastel blanco sobre un mantel de encaje, a Margarita vestida como la niña de las flores.

Eso me hizo pensar en esa conversación que habíamos tenido una vez, cuando estábamos sentados en las afueras de la tienda a la medianoche con unos jugos de cartón en mano. Él siempre había hablado de que quería una boda pequeña, donde solo pudiera invitar a sus amigos más cercanos y familiares más cercanos.

Me alegró que al menos hubiera tenido eso.

Incluso cuando no había sido conmigo.

—Creo que esta —murmuró mientras sacaba una de tamaño mediano—. ¿Te sirve?

La elevé para observarla con cuidado.

Traía el cabello más corto y se había dejado crecer la barba lo suficiente como para notarla, pero no tanto para no lucir como un motociclista. El traje negro le entallaba muy bien, pero pude notar lo incómodo que estaba con el nudo de la corbata perlada.

El odiaba las corbatas perladas o, mejor dicho, las formalidades.

—Sí —Asentí, palpando los bordes con cuidado—. Es perfecta.

Astrid se mantuvo en silencio por otros segundos más. Parecía intentar buscar las palabras correctas para decir en esa situación, pero creo que en realidad no las había.

Solo ese silencio incómodo que nos inmovilizaba dentro del cuarto de paredes lilas, similar a esa mañana en la tienda después del anuncio. Tal vez porque a una parte de mi le costaba aceptar que esa vida que tanto habíamos planeado, llena de ideas absurdas como una casa alejada de todos o un lindo jardín de frutas, no se harían realidad.

—Estoy viéndome con alguien —solté, pensando en la pregunta de Casey—. Allá en Florida.

Sus ojos marrones se abrieron mucho, aunque no la culpaba. Incluso para mí era extraño, como los momentos en los que tomaba su mano mientras caminábamos por los muelles en los atardeceres.

—¿Con... alguien?

Asentí antes de guardar la foto en el bolsillo de mi pantalón.

—Se llama Sophie, es la hermana de uno de mis compañeros de equipo —Me dejé caer sobre su colchón mientras desabotonaba mi camisa empapada de champaña—. Nos conocimos en una fiesta de cumpleaños, estábamos buscando una excusa para poder salir y nos quedamos conversando por más de una hora. Con todo y mi inglés de mierda.

Astrid se quedó de pie, con caja entre sus manos y una expresión que oscilaba entre sentir lástima por mí y mucha confusión.

—Y ella... ¿Te gusta?

—Es divertida, fan de béisbol desde pequeña y quiere dedicarse a ser actriz de musicales. Tiene una voz preciosa, de esas que escuchas en las películas y una linda sonrisa —respondí, pensando en su rostro redondo y la mata de cabello pelirrojo que solía peinar en trenzas—. También tiene muchas pecas, así como pecas por todo el rostro y los hombros. Y cuando se ríe, suena como un gatito estornudando.

—Suena bastante...

—Antes de irme me pasé por su casa —continué, recordando esa fría madrugada de otoño—. A despedirme y cuando me miró, sentí ganas de besarla, así como muchas ganas de hacerlo antes de irme. No lo hice porque no quería meterme en problemas con Rudy y luego cuando regresaba a mi apartamento pensé en Francisco.

»Y tuve ganas de pegarle un puñetazo en la cara, por lo que me dijo esa noche. Porque podríamos haber tenido algo bonito, tan especial como esos besos en la noche y su risa cuando lo besaba en el cuello. Pero él no fue lo suficientemente valiente como para pedirme que me quedara y yo tampoco lo fui como para contestarle y... no lo sé, sé que suena mal porque tengo una gran oportunidad por allá, pero sigo tan enojado con él que a veces me pregunto si debería estar odiándolo. Quiero odiarlo, pero no puedo y tampoco puedo odiar a Maylín ni a Solangel por lo que pasó. Y quiero seguir adelante, porque Sophie de verdad me gusta mucho y sé que yo le gusto de igual manera. Pero siento que lo estoy traicionando, no quiero sentirme así porque a final de cuentas soy el único que está solo en un país que no conoce...

Sé que mis palabras debieron sonar como una sarta de vómito gramatical, pero fue la única manera en la que sentí que se expresaba la manera en la que me había estado sintiendo durante todos estos meses.

Y Astrid escuchó cada una de ellas con suma atención. Realmente lo hizo.

Cuando me detuvo, ella esperó unos segundos antes de caminar hacia mí y envolverme con sus brazos.

Odiaba llorar, no porque sintiera que fuera algo poco masculino, sino por lo que eso conllevaba. Reconocer que no era capaz de controlar mis sentimientos, de empujarlos al fondo de mi ser hasta que los olvidara.  

Casey

Recuerdo haber cerrado los ojos cuando los fuegos artificiales empezaron a elevarse con ese silbido tan característico, los gritos de alegría de los vecinos, teléfonos celulares sonando sin cesar en las casas de alrededor, el sonido de los corchos de vino volando por los aires y los niños mirando con asombro como el cielo destellaba en conjunto.

Estaba parada, en medio del patio trasero de su casa, con mi cabello mi corto cabello libre, el hermoso vestido dorado que había cosido a mano para la ocasión y una pequeña copa en la mano llena de champaña.

Mi amiga que creía en creía en fantasías, en duendes que vivían cerca de los ríos, en la aparición fantasmal que rondaba por el puente embrujado, en lo malos que eran los días trece y por supuesto en los deseos de año nuevo estaba muy lejos.

Por supuesto, yo no lo hacía.

O al menos así había sido hasta el año pasado.

Tal vez el deseo de esa noche, había funcionado después de todo.

Escuché unos pasos acercándose antes de sentir sus brazos rodeando mi cintura y su respiración cerca de mi oreja. No estaba segura si lo que sentía eran mis latidos o los suyos, aunque para mí ya se habían vuelto uno solo desde hace algún tiempo.

—¿En qué piensas? —susurró, besando mi hombro.

—Si me hubieran dicho hace un año que estaría en la capital con una maravillosa chica abrazándome la espalda y ofreciéndome vivir con ella, no me lo hubiera creído —contesté, dejándome llevar por la calidez de su cuerpo contra mi espalda—. De pronto estoy durmiendo, un sueño muy largo.

La escuché reír. Suave, clara, como agua cristalina. Quería decir que era casi idéntica a las que soltaba en San Modesto a inicios del verano, a las que acompañaban esas sonrisas que tanto me gustaba ver.

Pero lo cierto es que se sentía mucho más genuinas, más ella.

—Un sueño muy lindo —murmuró contra mi cuello. La calidez de su aliento sobre mi piel me provocó un intenso cosquilleo por todo mi cuerpo—. ¿Ya has pensado en lo que le dirás a tus padres? ¿Cuándo les tengas que contar que vas a vivir conmigo?

—¿Les diré que voy a vivir con una amiga? —respondí sin estar muy segura—. No lo sé, no quiero preocuparme por eso ahora.

—Pero has pensando en contarles... ¿No?

Me tomé unos segundos antes de separarme un poco de ella y darme la vuelta. Como era normal para las fechas, se había deshecho de su ropa cómoda para recibir el año con su ropa más bonita. En ese caso, se había puesto de nuevo el vestido que había usado para su baile de graduación.

El tono de rojo, el largo hasta las rodillas, el drapeado del escote y las delgadas tiras cubiertas de pequeñas piedrecillas claras. Era mucho mejor que la manera en la que me lo había descrito por el teléfono y no hacía más que acentuar todo lo hermosa que ya era.

—Me debes un baile, Shorts —respondí, tendiendo mi mano hacia ella.

Sus ojos marrones empezaron a moverse a nuestro alrededor. Los fuegos artificiales cercanos habían cesado, por lo que apenas nos iluminaban los focos incandescentes del patio trasero.

—¿Y la música?

—Yo canto o tarareo algo —dije, acercándome hasta que el espacio entre ambas apenas era de un centímetro—. Solo baila conmigo.

Astrid me observó por unos segundos antes de tomar la iniciativa. Su mano se apoyó en la parte baja de mi espalda, atrayéndome hacia ella hasta que podía sentir el subir y bajar de su pecho contra el mío. Pasé mis brazos sobre sus hombros, acercando nuestros rostros hasta al punto de que las narices se rozaban con el más mínimo movimiento.

En momentos como ese, me gustaba pensar que éramos solo nosotras dos en el basto mundo.

Empecé a tararear una de las canciones de su casete, porque aquel ritmo suave me hacía pensar a una silenciosa noche sin estrellas. Astrid marcó el ritmo, meciéndome junto a ella mientras no apartaba su mirada de mí y con sus labios pintados de rojo entreabiertos.

—Ahora sí, dime en qué piensas.

—Pienso en lo mucho que me has dado y lo poco que yo te he dado a ti —contesté, conteniendo mis ganas de besarla en ese momento—. Un lugar para vivir, un cuaderno con tus poemas, la música de tu casete... es que si me pongo a pensarlo ahora...

No estaba acostumbrada a que funcionara de esa manera. Daba algo y recibía algo a cambio, al menos eso era a lo que me había acostumbrado.

—¿Qué no me has dado nada? —preguntó con clara confusión—. Cassandra, creo que no te das cuenta lo mucho que has hecho por mí desde el verano.

—¿El vestido? ¿Esa linda noche en la casa de tus tíos?

—Me hiciste sonreír, me hiciste ponerme roja —empezó a decir, sin perder el ritmo que había marcado con mi tarareo—. Me recordaste lo lindo que puede ser estar enamorada y me diste ese impulso de confianza que tanto había estado necesitando durante ese horrible año que pasé. Si queremos ponernos cursis, hasta podría decir que de cierta manera me salvaste.

—En ese caso no creo haber sido yo sola —respondí, intentando contener la sonrisa—. Maylín, Allen, Francisco... todos ellos se metieron en tu corazón también y no me lo niegues.

—Bueno, ellos no me llaman Shorts ni me hacen estar pegada al teléfono por más de una hora. —Se acercó, provocando que el pequeño ambiente que nos rodeaba solo se volviera más íntimo. Más nuestro—. Solo tú, el soporte del soporte del soporte.

Nos seguimos moviendo al compás de una promesa silenciosa, del resplandor amarillo y los sonidos nocturnos tan distintos a los de San Modesto.

—Me preguntaste si les contaría a mis padres algún día —murmuré después de un rato.

—No tienes que hacerlo, lo último que quiero es que pongas en riesgo tu seguridad.

—Quisiera hacerlo algún día, contigo —respondí, sintiendo como la seguridad se asentaba en mi pecho—. Tomaría tu mano, los miraría a los ojos y les diría: esta es la chica con la que quiero pasar el resto de mi vida.

Astrid sonrió. Me dieron ganas de llorar.

—¿No me estás vacilando?

—No, porque siento que me dejarías durmiendo junto a Allen borracho como castigo —Elevé las cejas—. Allen patea cuando está borracho.

Astrid rio. Quise grabarlo en mi mente.

—Entonces eso significa que, en un caso hipotético, si algún día te pido matrimonio... ¿Dirías que sí?

—¿Me vas a proponer matrimonio?

Sus mejillas se ruborizaron, podía sentir la calidez que desprendían.

—Es un caso hipotético.

—Uno que a la larga puede ser una posibilidad —le recordé—. Nuevo siglo, nuevas reglas.

—Bueno, entonces dirías que...

—Te diría que sí —respondí—. Podrías preguntármelo mil veces y la respuesta sería la misma.

Su sonrisa, su mirada y su silencio me lo dijo todo. Bailamos, nos besamos, sentimos la presencia de la otra como esa primera vez que nos vimos. 

Como dos chicas perdidas que sabían muy lo que estaban buscando. 

Nos quitamos los zapatos para sentir la fría hierba bajo nuestros pies, deshaciéndonos de cualquier tipo de formalidad y nos dejamos caer sobre el frío pasto.

Ante mí había un hermoso cuadro, un profundo lienzo azul oscuro con pocos puntos que destellaban con intensidad y la luna coronaba la escena con ese brillo fantasmal que daba aires de San Modesto.

Tanteé hasta que sentí su cálida palma y sus dedos envolviendo los míos, atándome a la realidad en la que nos encontrábamos.

Una donde estábamos solas en el patio trasero, donde nos teníamos la una a la otra y un nuevo siglo lleno de posibilidades.

¿Este es un final feliz? ¿Así debe sentirse un final feliz? 

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"me gustaría ser más cercana los chicos del club, pero supongo que todo seguirá siendo igual, no?"