Las últimas flores del verano

By ersantana

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Ganadora del Watty 2022 en la categoría juvenil✨ «Una carta de amor, una chica con aroma a coco y un verano i... More

Nota de la autora
Personajes
Playlist de la historia
Era el fin del mundo
1. Bienvenidos a San Modesto
2. Más fe que sentido común
3. Tardes con aroma a coco
4. La intersección
5. Hey Shorts
6. Recordaría haberte conocido
7. Del maíz y otros problemas
8. Seamos amigas
9. Las primeras flores del verano
10. Entre zarazas
11. Del amor y otros problemas
12. Bienvenida al mundo adulto
13. Bajo el cielo estrellado
Interludio (I)
14. Una epifanía
15. No lo sé, dime tú
16. Regresiones al amanecer
17. Hay una chica en mi cama
18. Una cena incómoda
19. No me olvidarás
20. El silencio de la noche
Interludio (II)
21. Un día nublado
22. Nuestro lugar especial
23. Días de sol
24. Antes de todo
25. Tragedias nocturnas
26. Sintonía perfecta
27. Dieciocho días
Interludio (III)
28. El año del conejo
29. En el medio
30. ¿Qué le echan al agua?
31. Las patronales de San Modesto (I)
32. Las patronales de San Modesto (II)
Interludio (IV)
33. No es para siempre
34. Caminata nocturna
35. Una visita inesperada
Epílogo: El día del fin del mundo
Nota de agradecimiento
Extra I (Héctor e Iván)
Extra II (Astrid, Allen y Casey)
Extra III (Casey)

36. La canción del verano

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By ersantana

28 de febrero de 1999

El primer recuerdo que tengo de mi infancia fue en una playa.

Recordaba la extraña sensación de los granos de arena bajo mis pies, la suavidad de la toalla que cubría mis hombros, la gran sombrilla de colores que nos protegía del inclemente sol y la pegajosa sensación del bloqueador sobre mi piel.

Yamileth leía una revista, intentando evitar a toda costa la arena, el sol o socializar el resto de la gente. Papá estaba sentado conmigo a las orillas de la playa, con ese gracioso sombrero blanco y esperando con paciencia que yo diera el primer paso hacia la intimidante marea que no dejaba de chocar contra mis pies.

Tenía miedo, porque el mar era demasiado grande y yo era muy pequeña.

Porque tenía miedo de las olas, de las partes hondas y de los pececillos que flotaban en el fondo. A ser arrastrada hasta el otro lado del mundo, de quedar atrapada en alguna red de pesca e incluso devorada por una ballena.

No sé cómo pasó, si la marea subió o papá logró convencerme, pero de repente sentí las olas golpeando contra mi cintura y el sabor del agua salada en mis labios. La arena se movía bajo mis pies junto con trozos de algas y preciosos caracoles que descansaban en el fondo.

Esa pequeña belleza me dio el valor para adentrarme bajo el agua, luego mover mis brazos y hacer mi primer intento para nadar. Por supuesto, fallé y tragué mi peso corporal en agua salada antes que mi papá me sacara de un tirón.

Al parecer era algo muy mío, el estar al borde de la muerte en múltiples ocasiones. Y de alguna forma en todas esas ocasiones, habían surgido cosas buenas de esas experiencias.

Justo en ese momento no podía parar de mirar a una de ellas.

—Bloqueador, tres botellas de agua, dos toallas extras, pastillas para el dolor de cabeza, curitas para las personas que se caen al suelo como si su vida dependiera de ello... —murmuró Casey mientras lo tachaba de su pequeño cuaderno.

Eran las ocho de la mañana y ya podía sentirse un agradable clima en el pueblo. Ni muy caluroso, ni muy seco. El azul del cielo salpicado de delgadas nubes blancas similares al algodón de azúcar y la suave brisa meciendo el follaje de los árboles.

Marcos había accedido a llevarnos a una playa cercana, por lo que estábamos empacando las cosas y esperando a los demás para ponernos en marcha.

—Solo cuando estás cerca —contesté mientras metía la pequeña parilla en la parte trasera del pick-up—. Aunque me parece que gusta tenerme abajo ¿no?

Casey apretó los labios antes de darme un suave codazo en las costillas.

—Astrid por favor... —Su mirada fue hacia la casa, donde podían verse las figuras de Marcos y Adela moviéndose por la sala—. Estamos en casa de tus tíos, tu mamá también está allí...

Ignoré lo que me dijo, rodeé su cintura con mis brazos hasta que el espacio entre mi pecho y su espalda fue inexistente. Podía sentir como sus músculos se relajaban por la cercanía y estaba segura que ella podía sentir mis desbocados latidos.

—No nos están viendo y mi mamá se fue como a las cinco de la mañana. —Posé mi barbilla sobre su hombro, donde el aroma a coco se concentraba más—. Y a mí mamá le caíste bien.

Casey intentó negarlo, pero lo cierto es que cuando se saludaron con un cordial buenos días, cuando al poco tiempo se transformó en una conversación que duró varios minutos. E incluso cuando era sobre algo tan banal como la situación del agua en el pueblo, ellas lo hacían parecer como una discusión filosófica.

No se lo comenté, pero cuando se fue mi mamá me dio una mirada y dijo literalmente: Esta chica me agrada, deberías invitarla a la capital un fin de semana. Claro, si la dejan y salimos a pasear juntas.

—Shorts... —susurró, con ese tono suave que empezaba a encontrar tan reconfortante—. Estás buscando que te bese ahora.

Mordí mi labio para contener la sonrisa y me aferré más a su cintura, sintiendo la calidez de su piel traspasando la tela de su vestido. Giré con lentitud mi cabeza hasta que mis labios quedaron cerca de la línea de su mandíbula, misma que hace varias noches había llenado de besos.

—¿Y qué te detiene? —susurré cerca de su oreja.

Estaba segura que se había erizado, aunque era un poco distinguirlo por las largas mangas de ese vestido de lino.

—Esperar a nuestros amigos... —Y su ánimo cambió al mencionar esas palabras—. Si es que vienen, claro.

La invitación a la playa había sido idea de Allen, como parte de algún tipo de tradición que la familia de Maylín solía hacer cuando eran más pequeños. Iban a una especie de playa secreta no tan lejana de la carretera, pero bien escondida para no ser molestados.

Pasaban todo el día bajo la sombra de los árboles, asando carne en una parilla y nadando en sus cristalinas aguas pacíficas. Como uno de esos idílicos días de verano que tanto se les vendían en las promociones turísticas a los extranjeros.

Y luego de esos agitados días, era algo que necesitábamos.

Deposité un beso sobre su hombro y me separé un poco, sin soltar mis manos de su cintura.

—Bueno, se supone que Maylín habló con Allen.

—Lo sé, pero no... —La preocupación desbordaba sus ojos oscuros—. No pensé que las cosas cambiarían tan rápido, al menos no hasta que nos graduáramos, nuestros caminos se separaran y estos veranos en San Modesto se convirtiera en un recuerdo que siempre surgiría cuando nos juntáramos de nuevo. Es como si todos hubiéramos sido forzados a crecer en estos dos meses, a asumir tantas responsabilidades que tal vez no seamos capaces de manejar.

Allen decidiendo sobre su futuro, Maylín y Francisco teniendo que asumir una responsabilidad que ninguno de los dos quería. Este verano, el último verano del siglo, se sentía también como el último verano de nuestras infancias.

—Duele un poco si lo dices de esa forma —le dije, un tanto preocupada por como podía sentirse en ese momento.

—Eso es porque crecer duele —respondió, esbozando una sonrisa algo triste—. Especialmente cuando eres lanzado a ese mundo sin ninguna explicación.

Pasé un brazo sobre sus hombros, intentando relajarla un poco. Pero sabía que aquel sentimiento, esa nostalgia en específico, no era el tipo que se podía apartar con un beso o un abrazo.

—Bien, ya pasó el momento melancólico —Casey se dio unas palmadas en las mejillas. Caminó hasta la parte trasera del pick-up y revisó por quinta vez las cosas que habíamos empacado—. No quiero arruinar tu último día en San Modesto con mi bobo sentimentalismo.

—No tiene nada de malo sentirse así, Casey —La seguí y volví a abrazarla por la espalda, enterrando mi rostro en su cabello suelto—. Y por favor no digas último día en San Modesto, suena como si nunca fuera a regresar.

—Y así debería ser —afirmó sin dudar—. Pienso hacer lo mismo cuando me gradúe, estuve hablando con mi padre y creo que estudiaré algo que tenga que ver con administración de empresas. Así puedo aprender un poco antes de hacer mi propia tienda de ropa.

Aquello encendió una pequeña chispa de esperanza en mi pecho.

—¿Entonces nos encontraríamos en la capital a final de año? 

—Supongo que sí, después de todo... —Casey se dio la vuelta, hasta pasar sus brazos sobre mis hombros y acercar su rostro al mío. El sonido de su respiración resultaba tan reconfortante que podía sentir como mi pecho se derretía—. Me debes una casa, Shorts.

Intenté con todas mis fuerzas no echarme a reír en ese momento.

—¿Quieres que te construya una casa de aquí a final de año?

—No tiene que ser una casa física —aclaró, mirándome a los ojos—. Creo que tú y yo podríamos ser una linda casa metafórica, donde tú serías el techo, yo las paredes y nuestro amor los pilares que sostienen todo.

—Te has vuelto muy poética últimamente —señalé.

Casey acercó su rostro al punto de que solo unos milímetros de distancias nos separaban.

—Para que veas que ese cuaderno de poemas ha servido, ahora esos versos se meten hasta en mis sueños —Frotó nuestras narices y hubo un toque fugaz en nuestros labios—. Cuando te extrañe, te imaginaré leyéndolos bajo la luz del porche mientras bebes una taza de té de canela y tienes tu música satánica de fondo.

Eché un rápido vistazo a mi alrededor. La cabina del pick up nos cubría de las miradas indiscretas de la casa y eso fue suficiente para mí. Nuestros labios se juntaron casi por instinto, como si fuera algún tipo de necesidad que nuestros cuerpos ansiaban.

Me pregunté si era normal que todos los besos se sintieran así.

Tan especiales como aquel beso bajo la lluvia, tan consolante como los besos a escondidas después de mirarnos desde la distancia, tan íntimo como un beso cuando no había ropa de por medio.

Besar a Casey se sentía como esa actividad que nunca dejaría de sorprenderme y que por supuesto iba a extrañar durante todos esos meses separadas. Una que nos consumía en su totalidad con el solo fin de revivirnos cuando nuestros labios se separaban.

—Búsquense un hotel —murmuró una voz a nuestras espaldas—. ¿Saben quién las está viendo? El tipo de allá arriba.

Casey y yo nos separamos con rapidez, pero soltamos un suspiro al ver la fingida mueca de asco que Allen tenía en su rostro. Traía uno de esos gigantescos sombreros de playa que de seguro le había pedido prestado a su mamá, una camisa hawaiana sobre una franela blanca y unas bermudas beige que parecían nuevas.

—¡Casi nos matas del susto! —se quejó Casey, llevándose una mano al pecho.

—Y ustedes me van a traer complicaciones con el azúcar —Caminó y para dejar el pequeño cooler rojo sobre el vagón del pick-up—. Creo que estamos a mano.

Me apresuré a echar un vistazo en busca de las otras dos figuras que se suponía nos verían allí, pero el camino de gravilla parecía estar vacío.

—¿Francisco y Maylín no van a venir?

Allen asintió mientras se sentaba sobre la puerta trasera del vagón y se acostaba en un pequeño espacio donde su mirada quedaba fija en el cielo despejado.

—Creo que iban a pasar a comprar soda y hielo —respondió en un tono igual al del supermercado, neutral e indiferente—. Francisco va a llevar el carro de su papá, así que ellos nos alcanzan allá.

Casey y yo intercambiamos una mirada. En sus ojos oscuros pude notar que no estaba segura de cómo abordar el tema con él, por lo que intenté decirle con mi silencio que yo lo podía manejar. Pareció comprenderlo, dejó un beso en mi mejilla y caminó hacia la casa para buscar a Marcos.

Caminé hasta la compuerta del pick-up, donde me acomodé en un pequeño espacio entre las cosas, justo junto a él.

—¿Estás bien?

—Esta bien es algo bastante relativo —contestó sin mirarme, el collar de jade pendía de un lado—. Creo que me voy dentro de un par de meses, aun estamos intentando ultimar algunas cosas como el colegio o el bono por la firma del contrato... pero sí, me iré dentro de poco a jugar a una liga menor de los Yankees y si las cosas salen bien estaré jugando en la liga mayor dentro de unos cuatro o cinco años.

—¿Y cómo te sientes?

—Con miedo, supongo —Giró su cabeza y me topé con sus ojos oscuros llenos de incertidumbre—. Estoy pensando en lo que haré si no funciona, si al final dejé tantas cosas por nada...

Tantas cosas que se reducían a una persona. Me acerqué y tomé su mano, su piel se sentía algo fría al tacto.

—Lo hará, Allen. —Apreté el agarre, sus dedos se entrelazaron con los míos—. Dentro de un par de años mirarás atrás y te darás cuenta que tomaste la mejor decisión.

—Es una mierda cuando la mejor decisión se siente de esta manera. —Llevó una mano a su pecho, cerca del collar de jade—. Cuando te deja esta sensación de vacío e impotencia en el pecho... lo que es tonto porque sé que no soy el único sintiéndome así, los tres estamos así.

—Allen —Tomé su rostro con mi mano libre, obligándolo a mirarme a los ojos. Sus mejillas estaban enrojecidas y sus labios formaban una línea recta—. Está bien sentirte de esa forma, no tienes que fingir frente a mí.

Allen no dijo nada, solo se dio la vuelta y me envolvió en otro de esos fuertes abrazos que se habían vuelto tan comunes en los últimos días.

Me aferré tan fuerte a él que sentí que su aroma a jabón quedo pegado a mi ropa y los brazos de Casey no tardaron en unirse.

Aplastados por los cuerpos del otro, incómodos sobre la dura superficie del vagón e incluso sintiendo como algunas cosas se nos caía encima.

Pero estábamos juntos y eso era lo que importaba. 

Luego de una hora en carro a través de la carretera interamericana, tuvimos que hacer unos diez minutos de caminata a través de una densa zona de bosque, sorteando árboles espinosos y hormigas rojas que cargaban trozos de horas sobre sus espaldas. Estaba pegajosa por el sudor y cansada de cargar la enorme bolsa todo en uno de Casey.

Pero al llegar al punto donde la tierra se transformaba en arena, entendí la razón por la que era tan especial para ellos.

El lugar era justo como esas postales de los supermercados. Por eso no fue raro que lo primero que hiciera fuera tomar mi cámara y empezar a captar todos los pequeños detalles que me rodeaban.

La arena, cuyo color dorado me parecía casi irreal. Los árboles eran perfectos para brindarnos la sombra suficiente como para pasar toda la tarde, por más fuerte que fuera el sol. Las pequeñas conchas que se podían encontrar en la línea de la marea. Las palmeras lejanas cuyo alto tronco se curvaba sobre el mar. Trozos blancos de coral que venían desde muy lejos y las gaviotas que planeaban en las fuertes corrientes de aire.

Mientras yo vivía mi fantasía de turista, Casey y Allen se apresuraban a acomodar las cosas en los puntos que ellos conocían y llenar con carbón la pequeña parilla de Marcos.

—¡Esto es hermoso! —exclamé mientras mojaba mis pies en el agua salada—. Nunca había visto una playa así.

—Venimos desde niños —repitió Allen, lanzando los trozos de carbón en la parrilla—. Me pareció un buen lugar para terminar este verano, casi puedo vernos jugando en la orilla.

Casey asintió.

—Haciendo castillos de arena —continuó, recostando la cabeza sobre el hombro de Allen—. A estas alturas tú estarías metido en el agua intentando atrapar peces con un vaso.

—Y Maylín te estaría enterrando hasta que pudieras salir —Allen pasó el brazo por encima de sus hombros, estrechándola contra él—. O esperando que el tío Rubén tuviera listo el pollo asado... eran buenos tiempos ¿No?

—Los que vengan serán igual de buenos —Le dio una mirada y le revolvió el cabello—. Futuro grandes ligas, estoy orgullosa de ti.

Las mejillas de Allen se ruborizaron ante el comentario, me recordó un poco a uno de esos gatos cuando les frotabas la cabeza. Elevé mi cámara hacia ellos para captar ese tierno momento con el último rollo de veinticuatro fotos que me quedaba y el único que tenía ganas de revelar cuanto antes.

En ese momento noté un movimiento entre las hojas del camino que habíamos recorrido unos minutos atrás, seguido del ruido de pisadas y voces conocidas.

Primero surgió el rostro de Francisco, quien cargaba con dos bolsas llenas frituras, botellas de soda y hielo. A pesar de su cara de cansancio, le tomé una foto sorpresa y preparé el lente para captar a Maylín, pero...

—Gracias, ya me estaba preguntando por qué demoraban tanto... —le dijo Casey mientras abría el cooler de Allen y sacaba una de las bolsas de hielo—. ¿Y las salchichas?

—Las trae Maylín. —Francisco esbozó una sonrisa—. Está detrás de ti.

Casey rodó los ojos.

—Mira tú más que nadie sabe que no debe estar cargando peso en estos momentos, así que... —Casey se dio la vuelta y estiró los brazos para recibir las salchichas.

Pero cuando vio a Maylín, quedó estática.

Y no era para menos.

Su largo cabello ondulado al punto de estar casi encrespado había desaparecido casi por completo, apenas dejando algunos mechones más largos en la parte superior de la cabeza. Aquello resaltaba mucho más los rasgos más duros de su rostro como su barbilla y afinaba los ángulos de sus mejillas.

Eso, junto con la ropa que llevaba ese día, le daba cierto aspecto más andrógino. Uno que se sentía mucho más genuino y eso podía reflejarse en el brillo del sol sobre sus mejillas.

—¿Qué tal me veo? —Peinó su cabello hacia atrás sin dejar de sonreír. Tomé una furtiva foto—. Lo corté esta mañana, en un arrebato y luego Francisco me ayudó a emparejarlo un poco.

Casey se quedó en silencio por unos segundos antes de estirar los brazos y revolverle el cabello con mucha ternura.

—Me encanta, pero ni creas que tu nuevo cabello te va a salvar —le dijo justo al momento de inclinarse y tomar la bolsa que llevaba en la mano—. Eres la experta en parrilladas y allí está el carbón listo. No andes cargando peso.

La preocupación de Casey empezó a disiparse y casi por un instante pude sentir un ambiente parecido a esa tarde en el río. Antes del drama, del secretismo y de las ofertas para las grandes ligas. Cuando solo era un grupo de cuatro amigos que acababan de introducir a una extraña en sus actividades diarias.

Como un último día en el ayer antes de dar el gran paso hacia el mañana.

—Ey, lenta. —Francisco me tendió un vaso lleno de soda roja que acepté con gusto. —. Quedó bien ¿no?

Le di un sorbo y sentí las refrescantes burbujas en mi boca. Francisco lucía muy diferente, muy distinto a esa versión deteriorada por el alcohol que había visto durante las patronales. Incluso podía notar como cortos bellos se asomaban por su barbilla, apenas creando una sombra.

Me di cuenta que Casey tenía razón, él y Maylín parecía mucho más adultos. Al igual que Allen, a quien estaban usando de estante para sostener las salsas.

Distaban mucho de las personas que había conocido al inicio del verano y aunque me ponía un poco triste, también me hacía darme cuenta que de cierta manera yo también lo había hecho.

—Sí, se ve muy feliz —respondí, observando como empezaban a meter los chorizos en los palos de madera—. ¿Cómo han estado las cosas? ¿Cómo se ha estado sintiendo?

—Un poco mal los primeros días —confesó mientras él se servía un poco más de soda blanca—. Dormí con ella hasta que se acostumbró a la cama. Marisela y Rosaura están casi todos los días a su lado, lo único que me preocupa es si va a perder su último año escolar. Papá ha estado viendo como resuelve ese asunto antes de que se le note mucho más, por fin mis privilegios sirven para algo.

Fue allí cuando noté el sencillo anillo plateado en su dedo anular, parecido a los de compromiso que se veían en los programas de televisión.

Uno parecido al que estaba en la mano de Maylín.

En ese momento no sabía que la mamá de Maylín había insistido que también se casara por la iglesia, porque para ella parecía ser una necesidad de vida o muerte el ver a su hija de blanco.

Lo único que Francisco se atrevió a decirme en ese momento fue:

—Ey, lo hemos estado pensando y queríamos preguntarte si querías ser la madrina del bebé... o la bebé que venga en camino —comentó como si me hubiera pedido que le sostuviera un vaso—. Estás confirmada ¿No?

—Lastimosamente... —Le di un sorbo a mi vaso—. ¿Maylín está bien con todo esto? ¿Con lo del bebé?

—No creo que lo esté nunca —contestó con honestidad—. Mientras tanto, intentaré hacerme cargo lo más que pueda, para que no se sienta forzada ni algo parecido.

Recordé la manera tan cuidadosa con la que trataba a su hermana menor, la paciencia que parecía tener con los niños e incluso llegué a notar el brillo de emoción en su mirada cuando mencionó lo de hacerse cargo. Con el pasar de los años quedó muy en claro que Francisco fue el mejor padre que esa bebé pudo tener.

Y Maylín pudo llevar una relación bastante buena con ella también.

—¿Y qué pasó con Allen? —pregunté entre susurros para que no fuera tan obvio que hablábamos de él—. ¿No quieren aprovechar el poco tiempo que les queda?

Francisco soltó un suspiro antes de observar al chico sobre su hombro. Allen estaba junto a Maylín, sosteniendo la pequeña vasija con la salsa barbacoa y dándole unas cuantas miradas con los labios apretados. No parecía molesto, tan solo resignado ante lo inevitable.

—Sí, hablamos el mismo día que habló con Maylín y le conté todo, hasta esa pendejada con el acordeonista. —Sus mejillas se enrojecieron y no supe distinguir si era de vergüenza o enojo consigo mismo—. Él dice que no quería ser la tercera persona incluso cuando este matrimonio no es real y lo entiendo. Él es así, recto hasta en las circunstancias más absurdas. Y si estar sin mí lo lleva así de lejos, entonces que así sea.

—Si tal vez en un futuro hubiera una oportunidad para ambos... —comenté, intentando animarlo un poco.

—Tal vez. —Le dio un sorbo a su refresco—. Solo tal vez.

Antes de que pudiera responder a eso, unas manos tomaron las mías y me hicieron dar vueltas. El cabello de Casey, voluminoso y oscuro, daba vueltas a la par al igual que la falda de su vestido. Ella sonreía y yo me moría por dentro, porque recordaba que aquel era nuestro último día de verano juntas.

Dimos vueltas hasta que la gravedad hizo lo suyo y caímos sobre la espuma que se amontonaba en la orilla. Ella se echó a reír al ver su vestido lleno de arena y al poco tiempo se lo sacó por la cabeza, dejando ver la parte de arriba de un traje de baño rosa y unos shorts de tela que parecían de pijama.

Yo hice lo mismo y nos adentramos hasta que el agua llegaba a nuestras cinturas, donde la marea intentaba arrastrarnos y el regusto a sal llegaba hasta nuestros labios. Sostuvimos nuestras manos por debajo del agua, nos miramos a los ojos y contamos hasta tres antes de sumergirnos a lo desconocido. 

Entre flotar, comer y conversar, la tarde se había ido volando.

El sol empezaba a desvanecerse en el horizonte y si no queríamos vernos atrapados en el medio de la oscuridad del bosque, lo mejor era salir antes. Casi todos habíamos recogido y sacudido nuestras cosas, apagado las brasas de carbón de nuestra parilla y nos habíamos cambiado la ropa mojada por una seca.

Ellos parecían haber terminado con la salida, pero yo no lo había hecho aún.

Le di una mirada a Casey, quien comprendió que había llegado el momento.

—Oigan, oigan antes de que terminen de recoger todo y nos vayamos —Me dio paso—. Astrid tiene algo que decirnos.

Las miradas de los cuatro se posaron sobre mí con curiosidad. De repente me sentí como en una de esas presentaciones frente a la clase, una donde estaba a punto de dejar a flor de piel mis sentimientos.

—¿Unas últimas palabras antes del fin del verano? —preguntó Allen con interés.

—Pues, algo así —Alcancé mi mochila—. ¿Pueden sentarse un momento?

No tardaron mucho en obedecer. Mientras ellos se acomodaban sobre los troncos, saqué mi pequeña libreta. La tinta estaba un poco corrida por haberlo escrito de manera apresurada, pero aquello solo era en caso de olvidar alguna línea así que no importaba mucho.

—Gracias a ustedes, este verano ha sido una de las cosas más locas y hermosas que me ha pasado en la vida —Tomé una bocanada de aire—. Y he pasado estos últimos días pensando en la mejor manera de darles las gracias sin recurrir a una despedida directa, porque en realidad las odio.

—Puedes pagarnos tal vez —sugirió Francisco—. Un dólar por cada vez que te caíste en San Modesto, sería una buena cantidad para compartir.

Maylín le dio un codazo que le sacó el aire y alzó la mano.

—No creo que ninguno de nosotros se moleste si te quedas una semana más —comentó con una gran sonrisa—. Nos faltó enseñarte muchas cosas del campo como hacer queso o ir a la cueva de los duendes para comprobar su existencia.

—No creo que le moleste a Casey —señaló Allen con descaro.

—Ay, a ver hagan silencio y dejen a mi novia hablar —los regañó  y luego me observó con ternura—. Sigue, rojita.

—Bueno, como estoy limpia hasta que regrese a la capital y soy pésima cocinando tuve la brillante idea de leerles algo de poseía en la playa —expliqué, esperando que no les pareciera tan loca la idea—. Leer un poema que me recuerda a ustedes, al pequeño club de los cinco que me abrió los brazos de manera tan dulce y me hizo sentirme tan bien a pesar de lanzarme de bicicletas.

Francisco fingió hacerse el ofendido, ganándose otro codazo por parte de Maylín. Allen me observaba con mucho cariño y Casey parecía estar a punto de estallar de emoción.

Le había prometido tantas veces leerle poesía en vivo que me sorprendía que no insistiera con ello de la misma manera que con el asunto de la casa.

—El poema de titula la Canción del Verano y es de Aurelio Arturo —Le di una mirada a Casey—. Y ésta es la canción de un verano entre muchos hermosos veranos, cuando el polvo se alza y danza y el cielo es un follaje azul, distante.

Habían pasado tantos años desde la última vez que había recitado poesía que por un segundo temí estar utilizando la entonación equivocada, o no estar proyectando lo suficiente mi voz por encima del sonido de las olas.

Y entonces fue cuando vino con las brisas que se levantan de los arroyos y de sus conchas, la que cantaba la canción del verano, la canción de yerbas secas y aromáticas que arrullaban —continué, sintiendo como las palabras empezaban a brotar de mis labios como el los viejos tiempos—. Cuando a mi lado la sentía como una tierra que respira y como un sueño de pólenes y estrellas que resbalan tibias por la piel y las manos.

Podía sentir sus miradas sobre mí. Francisco parecía sorprendido de que pudiera decir más de dos palabras sin enredarme, los ojos marrones de Maylín chispeaban de emoción, Allen me observaba como si yo fuera parte de una presentación de teatro.

Y Casey.

Sus ojos no se apartaban de mí, incluso cuando las lágrimas empezaban a escaparse y bajar por sus mejillas, sorteando las comisuras de sus labios y cayendo sobre la tela de su vestido. Orgullo, aquello era todo lo que me transmitía en ese momento.

Estaba orgullosa de mí.

Entonces vino saltando en medio de las brisas y la tarde, en grupo, y lo primero que vi fue su traje ondeando a lo lejos a la distancia contra el cielo puro —Intentaba no sonreír, pero era imposible no hacerlo—. Pero desde entonces no tuve ya nunca ojos para su traje. Y no oí nada más, sino la canción del verano.

Cuando la última palabra brotó de mis labios cerré el pequeño cuadernillo. Mi mirada estaba en la arena porque no quería que notaran las lágrimas que bajaban por mis ojos, ni tampoco lo mucho que me estaba consumiendo esa nostalgia veraniega.

Aunque para ese punto, ellos ya me conocían incluso más que yo. No tardé en sentir su peso corporal sobre mí, rodeándome con una calidez familiar que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Hace un par de años si me hubieran dicho que se podía considerar a los amigos como una segunda familia, no les hubiera creído porque no me sentía de esa forma con Mariana.

Los amigos solo eran amigos.

Pero luego de conocer a un grupo de marginados que soñaban en grande, me di cuenta que podías encontrar una familia en los lugares más inesperados.

Todo eso en un pequeño pueblo perdido en las montañas.

El camino de regreso pasó en un parpadeo. De un momento a otro estábamos acostados sobre el vagón del pick-up de Francisco, bañados con la luz dorada del atardecer mientras los árboles se convertían en sombras borrosas por la velocidad del auto y mi música sonaba en el estéreo.

No recuerdo el nombre de la canción, pero hablaba de lo libre que te sentías durante tu juventud.

Se repitió en mi cabeza en bucle, cuando bajé de un salto del vagón, cuando intentaba sacar la sal de mi cabello y cuando miraba el familiar techo de zinc en un intento de conciliar el sueño.

Al día siguiente el sol salió y fue como un déjà vu a la inversa de aquella primera mañana en San Modesto, cuando mis emociones pesaban mucho para avanzar y me sentía estancada en un pozo donde nadie me escuchaba. 

Aun había mucho que trabajar, mucho que sanar. Pero tenía la motivación y aunque parecía ser algo pequeño, no dejaba de ser un avance. 

Desayuné en la mesa intentando procesar todo, mientras Adela empacaba una caja con muchas de las hortalizas que cosechamos en el verano y algunas verduras adicionales. Marcos me regaló algunas de las viejas fotos de los álbumes que guardaba en un intento de ocultar sus ojos llorosos.

El carro de papá, llegó como a las ocho de la mañana, y el nuevo chofer tenía un rostro demasiado serio para mi gusto. Intentamos que esas últimas palabras no se sintieran como una despedida, sino como un hasta pronto, pero eso no evitó que el sentimentalismo se colara y termináramos enjugando nuestras lágrimas.

Al subirme al carro, recuerdo haber mirando hacia atrás. La casa seguía allí, Marcos y Adela seguían allí, el vasto campo verde también. Y seguirían allí hasta mi próxima visita, al igual que mis amigos y los recuerdos que había creado junto a ellos.

El carro se puso en marcha.

Miré por la ventana tal y como lo había hecho ese día.

O al menos así fue hasta que pasamos por el pequeño buzón de lata y vi una gran cantidad de flores atadas con un listón. No tuve que pensarlo dos veces antes de pedirle al chofer que se detuviera por un segundo para que pudiera recogerlas.

Cuando regresé vi que atada a los delgados tallos estaba una pequeña nota.

Hey Shorts,

Me debatí entre ir a tu casa o quedarme en la intersección viéndote partir, pero recordé que odias las despedidas. Así que pensé que sería una mejor idea dejarte esta nota junto a las últimas flores del verano, una en la que quiero recordarte algo.

Te amo.

Y espero que esa palabra sea una promesa para ambas.

La promesa de reencontrarnos y no volvernos a separar.

Con amor, tu Cassandra. 

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