Las últimas flores del verano

By ersantana

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Ganadora del Watty 2022 en la categoría juvenil✨ «Una carta de amor, una chica con aroma a coco y un verano i... More

Nota de la autora
Personajes
Playlist de la historia
Era el fin del mundo
1. Bienvenidos a San Modesto
2. Más fe que sentido común
3. Tardes con aroma a coco
4. La intersección
5. Hey Shorts
6. Recordaría haberte conocido
7. Del maíz y otros problemas
8. Seamos amigas
9. Las primeras flores del verano
10. Entre zarazas
11. Del amor y otros problemas
12. Bienvenida al mundo adulto
13. Bajo el cielo estrellado
Interludio (I)
14. Una epifanía
15. No lo sé, dime tú
16. Regresiones al amanecer
17. Hay una chica en mi cama
18. Una cena incómoda
19. No me olvidarás
20. El silencio de la noche
Interludio (II)
21. Un día nublado
22. Nuestro lugar especial
23. Días de sol
24. Antes de todo
25. Tragedias nocturnas
26. Sintonía perfecta
27. Dieciocho días
Interludio (III)
29. En el medio
30. ¿Qué le echan al agua?
31. Las patronales de San Modesto (I)
32. Las patronales de San Modesto (II)
Interludio (IV)
33. No es para siempre
34. Caminata nocturna
35. Una visita inesperada
36. La canción del verano
Epílogo: El día del fin del mundo
Nota de agradecimiento
Extra I (Héctor e Iván)
Extra II (Astrid, Allen y Casey)
Extra III (Casey)

28. El año del conejo

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By ersantana

16 de febrero de 1999

Si había algo muy característico de la política de nuestro país, era la figura del hombre fuerte.

Tradicionalmente masculino, con un atractivo distintivo, que fuera firme a sus ideales y.... bueno, que fuera hombre. No importaba lo cuestionable que fueran sus métodos, ni sus cometarios sexistas o racistas, si sus manos estaban manchadas de sangre o si había una larga sombra de corrupción a sus espaldas.

Sostuviera un puro, un machete o no lograra terminar ninguno de sus periodos de gobierno, había miles de personas admirando sus acciones y dispuestas a defender su nombre a capa y espada.

No pude dejar de pensar en eso cuando, al entrar al pueblo después de todo el asunto con Clara Elena, noté la presencia de miles de banderas del partido tricolor junto a un hombre parado bajo un toldo y con micrófono en mano.

Francisco Palacios (padre), encajaba perfectamente en el perfil que tantas veces había repetido en mi casa. Era alto, de contextura atlética y un rostro que la mayoría podría considerar como atractivo al que no se le podía distinguir ni una sola cana en el espeso cabello oscuro.

Y por supuesto, no se podía dejar pasar por alto aquella gran sonrisa de dientes blancos que se sentía que vendía totalmente el lema trabajando por un mejor San Modesto.

Me detuve unos segundos y agradecí que su presencia fuera lo suficientemente apabullante como para que las personas del pueblo notaran mi presencia en la entrada.

Con paso decidido me dirigí hacia la cabina telefónica, donde algunos de los paneles azules y los rayones de nombres en los paneles transparentes me servían como refugio momentáneo.

¿De qué me estaba escondiendo?

Más que nada, de mis malos recuerdos.

La gente de San Modesto parecía ser del tipo que juzgaba en silencio. Solo miradas y unos cuantos murmullos cuando pasaba, nada que en realidad podría considerarse como algo grave, pero eso no evitaba que mi mente regresara a esos insoportables días en el colegio.

Había pasado los últimos días evitando cualquiera situación que pudiera considerarse como algún disparador para esos malos recuerdos, pero tenía que hacer la llamada de fin de semana a mi mamá y si no lo hacía sabría que algo malo había pasado.

Descolgué el teléfono y pulsé las teclas cuadradas mientras maniobraba para meter los cuaras en su lugar. El tono del teléfono empezó a sonar y rogué que se apresurara a contestar el celular para salir antes que el discurso del hombre terminara.

Me recosté contra la pared de la cabina y eché un vistazo al exhibicionismo político que se desarrollaba frente a mí, con la repartición de suéteres con los nombres del candidato junto a lo que parecían ser bolsas de arroz y un enorme cuadro con marco dorado que debía ser del mentado San Modesto.

Como siempre, la política tomando ventaja de la fe de las personas y a su vez la fe tomando ventaja de la política.

Me pregunté si aquel santo estaría feliz de ser usado como ficha política.

Pero eso no fue lo que llamó mi atención, sino lo que se estaba desarrollando detrás de todo ese barullo. A un rostro conocido entre tantos extraños.

Francisco estaba parado junto a una mujer que debía tener unos veintitantos de cabello castaño con mechones aclarados y sostenía a la pequeña Margarita entre sus brazos. Parecían haber elegido todo a juego para esa calurosa mañana, desde sus gorras rojas hasta las zapatillas blancas con pequeños detalles en tonos azules.

Y parecían llevarse muy bien, porque había veces en las que él se inclinaba hacia ella para decirle algo al oído, algo sumamente gracioso porque ella se mordía el labio para contener la risa. Otras donde se inclinaba hacia Margarita y le hacía algunas caras o acomodaba la pequeña vincha de encaje sobre sus cortos cabellos ondulados.

Parecía... normal.

Como el presumido Francisco de siempre, como si todo el asunto como Maylín no hubiese sucedido hace un par de noches.

Cuando intentaba preguntarle a Allen por él (intentando no sonar como una intensa), el chico simplemente respondía con un encogimiento de hombros. Pero la verdadera respuesta la daban sus ojos negros, que parecía afligidos cada vez que escuchaba su nombre.

Tenía dos teorías al respecto: No le había contado a Francisco sobre el asunto de los reclutadores o sí le había contado y a Francisco no le había agradado para nada la idea.

Fruncí el ceño, tanto por intentar leer sus expresiones como por el hecho de que mamá no cogía el celular. Al quinto decidí desistir de ese intento y terminé colgando el teléfono con algo de brusquedad.

Brusquedad que terminó llamando la atención de algunas personas cerca de la cabina, que claramente me reconocieron y me dieron miradas detenidas antes de regresar su atención al hombre en frente.

Solté un suspiro antes de llevar una mano al bolsillo de mis shorts, en el cual vi como sobresalía un pequeño papel blanco y donde se podía distinguir el diminuto dibujo de una flor.

A la familia de Casey no le gustó mucho la idea de que su hija perfecta se juntara con una persona tan problemática como yo, por lo que su madre tomó la decisión unilateral de cortar nuestra amistad.

Por supuesto, a Casey le importó un bledo eso y en la primera nota que recibí dijo que tendría que esperar unos días a que su madre se relajara para poder volver a vernos de nuevo y que mientras tanto Allen sería nuestro Cyrano de Bergerac.

Sus notas eran más cortas, pero no por eso menos amorosas. La mayoría estaban escritas con una letra más apresurada y llenas de pequeños dibujitos en los márgenes con corazones o pequeñas hechas con pluma escarchada rosa.

Era raro pensar en cómo Casey estaba tan cerca, pero al mismo tiempo tan lejos. En el cómo creía percibir el aroma a coco en la suave brisa que entraba por la ventana o escuchar los murmullos de su voz a través del campo.

«Solo es por unos días» me recordé mientras caer mi cabeza sobre el panel transparente «Unos días para tenerla de nuevo entre tus brazos, besarla y sentir el aroma de su pelo contra tu nariz».

Mi mirada nuevamente fue hacia el toldo azul, hacia el rostro aburrido de Francisco mientras miraba a su papá enumerar una y mil promesas de las que con suerte se cumplirían dos.

El evento continuó por unos minutos más, con la gente uniéndose para quejarse sobre la situación de la falta de agua en San Modesto y Francisco Palacios (padre) dando una explicación que al final no dejaba en claro la razón por la que el agua no estaba llegando hasta ese pueblo o los de más arriba.

Como nadie parecía querer usar el teléfono, me quedé dentro de la cabina, pensando un poco hasta que el evento se dio por terminado y las personas empezaron a dispersarse hacia sus casas, dejando solo a las personas desarmando el toldo y a la familia del político aliviada de no ser un adorno a sus espaldas.

Y a los pocos segundos los ojos oscuros de Francisco me divisaron dentro del teléfono. Noté que elevó las cejas, un gesto que traduje como un ¿estás bien?

Increíblemente me vi asintiendo e imitando su gesto para preguntarle si estaba bien, a lo que él respondió con un leve movimiento de la mano que indicaba más o menos.

Algo que su padre no pasó por alto e hizo que terminara mirando en mi dirección.

No lo recordaba mucho de las reuniones del partido cuando era niña. La mayor parte del tiempo me la pasaba sentada la mesa de los bocaditos bebiendo del café en un vasito de cartón, comiendo sándwiches de mayonesa compuesta y pintando en mi libro de colorear.

Por eso cuando empezó a caminar en mi dirección no pude evitar sentirme un poco inquieta. Francisco caminaba detrás de él como si fuera una sombra y detrás se acercaba Marisela con la bebé en brazos tan confundida como yo.

Apenas unos segundos después, el alto hombre estaba tendiéndome la mano con la misma sonrisa que le había dedicado a las otras personas. Automáticamente acepté su apretón para no hacer la situación incómoda.

—Oh, tú debes ser la hija de Toño García —saludó el hombre con un firme apretón de manos—. Tu papá te llevaba a las reuniones grandes del partido ¿no?

Di un leve asentimiento, aun sin estar segura si lo que estaba diciendo era cierto. A su lado su esposa me tendió la mano mientras sostenía a Margarita con el otro brazo, tenía un aroma dulzón similar al de los perfumes que solía usar mi madre.

—Marisela Bethancourt —saludó la mujer con una gran sonrisa de labios rojos—. Es un gusto conocerte, Francisco nos ha contado maravillas de ti.

Le di una mirada de reojo al chico antes de aceptar el apretón de su madrastra. Este solo se limitó a cruzar los brazos sobre su pecho al mismo tiempo que rodaba los ojos.

—El gusto es mío —respondí cortésmente antes de inclinarme hacia la bebé—. ¡Hola Margarita!

La bebé me dio una mirada con sus grandes ojos marrones y emitió una pequeña risa.

—¿Y cómo le va a tu papá en la campaña?

«De la verga» pensé, pero en su lugar forcé una sonrisa y asentí.

—Le va muy bien, hay buenos pronósticos —le di una mirada al toldo—. Y parece que para usted también.

El hombre soltó una sonora carcajada y asintió.

—Se supone, pero ya sabes cómo es la política —echó un vistazo a los menos trabajados carteles de su contrincante—. Hay que tener ojos en la espalda, porque a la gente aquí le encanta el bochinche.

Francisco adelantó unos pasos hacia mí, con los brazos aun sobre su pecho y la gorra aplastándole el cabello. Capté un fuerte olor a desodorante

—A la gente le encanta hablar, pero no escuchar —soltó como si fuera un sutil comentario sobre el clima antes de pasar un brazo sobre mi hombro—. Uy, sabes que había olvidado que había quedado contigo.

«¿Eh?» Pensé, pero intenté hacer lo posible por disimularlo.

—Ah, sí —asentí—. Y yo olvidé que me habías dicho lo del... mitin político.

Su padre nos observó con cierta curiosidad. Cualquiera pensaría que en su cabeza ya corría la idea de alguna unión política entre ambos, como se hacían en los tiempos de antes, pero yo sentía que había algo más en esos opacos ojos marrones. Como si estuviera genuinamente feliz de ver que habíamos formado una amistad.

—¿Entonces Astrid vienen con nosotros a entregar bolsas de comida?

Francisco dejó caer su peso sobre mí y negó.

—No, le prometí ir a enseñarle los petroglifos que están montaña arriba —aclaró, señalando con la cabeza el camino que llevaba a su casa—. Ya sabes, antes de que venga la gente de la universidad y cierre toda la zona.

—¿Van con Allen también? —curioseó el hombre.

—Papá, recuerda que hoy es año nuevo chino —le dijo con un tono algo cansino, como si se lo hubiera dicho ya unas trece veces—. Y que está pasando la fiesta en casa de Grace.

El hombre chasqueó los dedos mientras asentía.

—Ah, sí, sí —sonrió—. El año del conejo, creo que eso me había dicho Chela.

Marisela intercambió una mirada con su esposo y vocalizó un poco sutil déjalos ir mientras mecía a su bebé sobre su hombro. El hombre nos da una última mirada antes de soltar un suspiro y asentir.

A los pocos minutos se subieron a una de esas enormes pick up capaces de atravesar ríos caudalosos. Marisela le dio un beso en la frente a Francisco y su padre solo le dio unas palmadas en la espalda mientras le susurraba algo al oído.

El chico respondió con un leve asentimiento y luego su padre le movió la gorra hasta alborotarle el cabello. Me recordó un poco a mi relación con papá antes de todo ese asunto en el colegio, pero un poco más distante.

Las personas en el parque se fueron dispersando hasta que solo quedamos Francisco y yo, parados frente a la iglesia que enseñaba en su entrada el enorme cuadro de San Modesto como si fuera algún tipo de reliquia frente a la que había que persignarse cada vez que la mirabas.

Estaba más que claro que no íbamos a ver los petroglifos (fuera lo que fuera eso), por lo que lo observé por unos segundos en busca de alguna respuesta. Una que no tardó en darme, con ambas manos apoyadas sobre sus caderas.

—Como que necesito un trago.

Elevé mi muñeca para rectificar la hora.

—Francisco, son las diez de la mañana.

Soltó un suspiro mientras acomodaba la gorra sobre su cabeza.

—Entonces que sean dos —metió las manos en los bolsillos de su pantalón y empezó a caminar—. Mueve el trasero, lenta. 

Contrario a lo que pensé, el interior de la casa de Francisco daba una sensación sumamente acogedora.

La luz entraba con claridad por las ventanas francesas, al igual que una buena cantidad de brisa que recorría el interior. La sala era igual de grande que la de mi casa, con mullidos sillones de madera de patrones florales, una mesita de café caoba y un mueble lleno de fotos que rodeaban un televisor que parecía de los modelos más recientes, una consola de videojuegos y algunos juguetes de bebé regados por el suelo.

La voz de Ana Gabriel sonaba a través de la radio local, en lo que parecía ser un especial totalmente dedicado a ella. Junto a esto, el suave sonido del abanico que intentaba combatir el calor y los leves sonidos del periquito que reposaba en el porche de la casa.

Y allí estábamos, acostados sobre las frías baldosas blancas.

A nuestro lado estaban los platos con pequeños rastros de los coditos con tuna que Francisco preparó porque le dije que ni loca iba a tomar con el estómago vacío y junto a estos los vasos que contenían una mezcla de jugo de naranja y seco.

—¿Crees que fue convincente? —preguntó repentinamente, después de nuestro largo silencio—. Lo del puto cuadro para compensar la falta de agua.

Hablaba del cuadro que estaba frente al toldo, que al parecer había sido una ofrenda para aplacar el pueblo que empezaba a impacientarse por las dos semanas sin agua que habían pasado y cuyo futuro no parecía tampoco muy prometedor.

—Bueno...—intenté meditar un poco mis palabras—. La fe no es el mejor reemplazo para algo tan importante como el agua... si ellos lo ven así no veo por qué romper su fantasía.

—Ya... —lo escuché suspirar.

El muro de silencio entre ambos volvió a levantarse. Supuse que ninguno de los dos sabía cómo actuar, como cuando estabas en una fiesta familiar y te obligaban a socializar con ese primo extraño.

O tal vez yo era la prima extraña en esa situación.

—Es una mierda ser el hijo de un político —murmuré cuando sentí que había pasado el tiempo prudente—. Ni siquiera fue elección tuya haber nacido en ese tipo de familia, pero es algo que siempre te va a arrastrar hasta el fin de tus días.

Francisco soltó una leve risa mientras apoya estiraba un poco los brazos.

—Y no olvides que solo tenemos dos opciones: o seguir los pasos de nuestros padres o dedicarte a lo la profesión más opuesta de que puedas encontrar —agregó con un chasquido de lengua—. Y aun así nunca dejaremos de ser hijos de nuestros padres, sin importar lo que hagamos o quien seamos, siempre nos meterán al mismo bote que ellos.

—¿Eso lo que quieres hacer? ¿Seguir los pasos de tu padre?

—Eso es lo que él siempre ha querido y para lo único que sirvo, según él —estiró la mano hacia el techo—. Puedo tirar labia y esas cosas, pero dedicar toda mi energía a eso simplemente no sería lo mío, es decir... ¿Qué más podría hacer el hijo del representante aparte de seguir los pasos de su padre?

»Él solo sabe ser un vago, solo busca la fiesta y no tiene que preocuparse por nada porque el dinero nunca le va a faltar... he escuchado esas cosas y creo que me han subestimado tanto que terminé creyéndomelo. En lo único que podía considerarme bueno sería en querer mucho a mis amigos, pero... bueno, con el asunto de Maylín estoy empezando a creer que ni siquiera en eso me va bien. ¿Cuándo se supone que encuentras ese propósito del que tanto habla la gente? ¿Y cómo sé que es lo que en realidad quiero hacer por el resto de mi vida?

La pregunta flotó en el aire por algunos segundos antes de que el sonido se perdiera en las superficies de la casa. Me quedé en silencio, porque nunca me esperé que preguntara algo así y eso significaba que había terminado subestimándolo de la misma manera en la que lo hacían los demás.

Y de cierta manera aquello no distaba mucho de la manera en las que las personas me habían juzgado durante toda mi vida.

—No somos tan diferentes como creí —observé.

—Claro que no —confirmó con cierto tono divertido—. Ambos somos hijos de políticos, vivimos a la sombra de nuestros padres, tenemos un trato diferente que los demás y lo más importante... somos bien fokin cuecos.

—¡Francisco! —exclamé, intentando contener la risa.

Este encogió los hombros como respuesta, pero había tenido razón en cada una de sus palabras. Tal vez por eso me había desagradado tanto conocerlo al inicio, porque era casi como verme reflejada en un espejo y en esos momentos no había nada que odiara más que a mí misma.

—¿Por eso me tiraste de la bicicleta? ¿Por qué te recordaba demasiado a ti?

Francisco dio un leve asentimiento.

—Por eso y porque Allen estaba pegado a ti todo el rato —contestó en un tono bastante honesto—. Creo que es lo que sucede cuando de cierta manera te has hecho la idea de que en algún momento se irá y te dejará como debe ser... 

—¿Quién dice que debe ser así? —estiré mi brazo en dirección al pueblo—. ¿El gobierno corrupto? ¿La gente que se escuda en la iglesia para criticar a las personas? ¿Una sociedad que sigue viviendo en el siglo pasado?

—Mi papá —dijo como si fuera lo más obvio.

Pérate... —le di un sorbo a mi vaso para aclarar la garganta—. ¡¿Tu papá sabe?!

—¿De mí y de Allen? Sí —Encogió los hombros—. No es como si haya querido contarle. Cuando apenas estábamos empezando todo esto, hubo un día en el que nadie iba a estar en casa y pasamos la noche juntos. Pero olvidé ponerle seguro a la puerta de mi cuarto y me vio empiernado con él.

En ese momento me hizo mucho sentido la interacción entre ambos o la poco disimulada pregunta sobre Allen. 

—Mierda ¿Y reaccionó mal o...?

—¿Bien? Le dio igual, de hecho —Le dio un vistazo al fondo de su vaso, desde ese momento me di cuenta que no le había dado tan igual como aparentaba. —. Dice que es mi vida y él no tiene por qué opinar, pero también me dijo que me case o le de al menos un nieto o nieta porque es mi deber como hijo mayor y así guardar las apariencias. También fue la primera vez que me dijo que en algún momento Allen se iba a ir, que él puede tener una vida normal y no debería quitarle la oportunidad de hacerlo.

Me incliné hacia él y le di una amistosa sacudida en el hombro.

—Pero le gustas tú —le recordé con una sonrisa—. Allen está locamente enamorado de ti. Se nota cuando te mira, cuando te abraza, cuando alguien dice tu nombre y él no puede evitar sonreír... lo que ustedes tienen es una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida.

Una risa amarga brotó de su garganta.

—Ugh... —soltó, mientras se levantaba para apoyar la espalda contra la pata de madera del sillón—. Yo te invito a jumarnos, hablo bonito de tu relación con Casey y tú quieres echarle sal a la herida.

—¿Sal a la herida?

El chico llevó las rodillas a su oecho y apoyó la barbilla en ellas.

—No te hagas la loca, que sé que lo sabes —me dijo con cierto tono molesto—. Sabes de los reclutadores y todo ese asunto.

Me quedé en silencio sin saber que decir. No quería inmiscuirme mucho en la relación ajena, especialmente porque no había compartido el pensamiento de ocultarle todo ese asunto a Francisco desde el inicio y le había insistido en contarle.

—Mierda —fue lo único que pude decir, antes de darle otro sorbo a mi vaso—. Francisco yo...

Entonces empezó a negar, provocando que algunos de sus mechones ondulados se despeinaran y cayeran sobre su rostro.

—No, no tienes que disculparte —Tenía un gesto serio—. De seguro te pidió que no le contaras a nadie porque no se sentía preparado para compartirlo. 

Hice un esfuerzo para sentarme sobre las baldosas, pero un rápido mareo de apoderó de mí por el brusco movimiento. Cuando se me pasó, apoyé la espalda contra la mesita de caoba.

—Solo fue una prueba, no quiere decir que vaya a irse...

Sus espesas cejas se juntaron en un ceño fruncido que me dejó confundida.

Pérate... —Se inclinó hacia mí—. ¿En serio no lo sabes?

—¿S-saber qué?

Francisco soltó un suspiro mientras pasaba el antebrazo sobre sus ojos, provocando un leve tono en sus mejillas.

—Le hicieron una oferta —su tono de voz sonaba bajo, como si decirlo en voz alta lo convirtiera en una realidad inmediata—. La puta gente de los Yankees le hizo una oferta a Allen y es buco billete.

—Verga... —fue como si cualquier efecto del alcohol se hubiera desvanecido al escucharlo decir aquello—. No, tienes que estarme jodiendo ¿Cuándo fue que...?

—Hace como una semana —contestó y fue fácil detectar el tono herido en su voz—. Me lo contó Chela, el día de la pelea con Maylín y luego recordó que Allen le pidió no decir nada hasta que hablara con nosotros.

Su narración se detuvo un momento para volver a tomar la botella de seco y darle un largo sorbo. Ni siquiera podía imaginarme todas las emociones que debía estar sintiendo en ese momento, porque no solo había descubierto que el chico del que estaba enamorado le mentía, sino que su mejor amigo se iba a ir del país.

—Pensé que me lo iba a decir, esa noche, pero... —Bajó la mirada y empezó a acariciar su rodilla.

Allen no estaba tan equivocado, sí estaba enojado con él. 

—Pero no lo hizo —me incliné para tomar la botella y limpiar la boquilla con mi camiseta—. Por lo de Maylín me imagino, pero pudo hacerlo después... digo, si en serio quería hacerlo.

—Una parte de mí agradece que no lo hiciera ¿sabes? —apoyó ambos brazos sobre sus rodillas—. Porque sé que me pediría mi opinión y... una parte de mi estaría luchando por decirle que lo merece, que él es más grande que todo este pueblo y merece el mundo entero.

Noté que sus ojos se aguaron mientras apretaba los puños y se me hizo tan extraño verlo tan vulnerable, o que exactamente lo fuera frente a mí. Y por alguna razón aquella imagen me dolía.

Tal vez porque enfrentaría ese sentimiento dentro de un par de semanas, cuando el sol se pusiera durante el último día del verano. Dejar este paraíso para regresar a aquella selva de concreto que componía la capital.

—Otra quiere pedirle que me abrace y no me suelte —sorbió por la nariz sin mirarme—. Y sé que es capaz de dejar esa oportunidad excusándose con que puede entrar al béisbol nacional, pero rechazar esa oferta sería la cosa más fokin estúpida que haría en toda su vida.

En eso concordaba. Si la rechazaba podrían pensar que en realidad no se lo estaba tomando en serio y no volviera a recibir una oferta igual por parte de otros equipos. Estancar su carrera antes de siquiera haber empezado. 

—Él ha sido de las pocas personas que siempre ha creído en mí, que me recuerda cada día que soy más que la sombra de mi padre y que me ama de una forma tan sincera —continuó—.  Pero no quiero que lo único en lo que piense cuando vea mi rostro sea la oportunidad que rechazó. No quiero convertirme en la persona que le cortó las alas, así que me mantendré alejado para ahorrarnos todo el dolor.

—Así que tu plan es... ¿Alejarte y ya? —pregunté, intentando comprender esa idea—. ¿Sin dar explicaciones?

Francisco encogió los hombros.

—Siempre pensé en hacerlo de esta manera cuando llegara el momento —confesó—. Porque no creo ser capaz de escuchar un adiós saliendo de sus labios, no sin romperme frente a él.

—Pero si te romperás en la soledad de tu cuarto —murmuré, sintiendo algunos otros recuerdos—. Y eso no me parece muy sano.

—No lo es, pero será lo mejor para él —afirmó con vehemencia—. Y si es mejor para él, entonces es lo único que importa...

No le pregunté si estaba bien, porque era más que obvio como se estaba sintiendo en esos momentos. Solo me levanté y me acerqué a él para envolverlo en un abrazo. 

Y él no preguntó antes de dejar caer su cabeza contra mi pecho, ni tampoco cuando empecé a sentir húmeda mi camiseta. Lloró en silencio por una media hora, antes de limpiarse e inclinarse hacia el pequeño mueble con muchas otras botellas de licor y sacar más.

No protesté, simplemente saqué más vasos de la vitrina y una jarra de agua de la nevera para intentar bajar un poco los efectos de la borrachera. Cambiamos de música a una más alegre, soca y música que solía escucharse durante las fiestas. 

Era una terrible idea, pero en ese momento creo que a ninguno de los dos nos importaban las consecuencias.  

Las cigarras empezaron a cantar cuando el reloj marcó las seis de la tarde, junto al bajón de la temperatura y la luz del sol desvaneciéndose; dándole paso a otra etérea noche en San Modesto.

No estaba totalmente borracha, pero si lo suficiente como para que en ocasiones el suelo se moviera un poco con cada paso que daba. Aun así logré tomar a Francisco del brazo y arrastrarlo a lo que parecía ser su cuarto. 

Era un espacio grande, con paredes verdes llenas de fotos con el club de los cuatro a lo largo de los años y una sección donde solo eran fotos de él con Allen. Desde que eran niños de cinco años con uniformes que le quedaban gigantescos hasta un par donde Francisco posaba con un acordeón y Allen estaba abrazándolo por la espalda. 

Con cuidado lo acomodé sobre la cama, colocando de lado en caso de que vomitar, prendí el abanico para que le diera directo y lo arropé con unas sábanas. Su rostro esta enrojecido por el alcohol y un poco hinchado por llorar, pero aun así tenía un gesto pacífico en el rostro después de haber sacado todo lo que había estado guardando para sí en las últimas semanas. 

Lo observé, recordando lo distintas que eran las cosas a inicios del verano y como podían cambiar de forma drástica en cuestión de días. Su lugar seguro ya no era ese paraíso que habían creado a inicios del verano.

E indirectamente eso me hizo pensar en Casey y sus ansias por salir de este lugar, mientras que la idea de quedarme seguía en mi cabeza. Tal vez quedarme en San Modesto no era más que eso, un bonito sueño de verano que rememoraría cada vez que pensara en ellos.

Porque la realidad era que San Modesto era igual que la capital y sería igual que cualquier otro punto dentro del país. Porque las cosas no iban a cambiar al menos que las personas empezaran a hacerlo y eso no parecía estar en algún futuro cercano.

Aun así, guardaba una mínima esperanza.

Recogí mis cosas de la sala de estar, intenté limpiar lo más que pude y puse el abanico de la sala a correr para que el olor a alcohol desapareciera. Al salir, las luminarias naranjas de la calle se habían encendido y fue mi señal para regresar a casa.

Mis piernas se sentían de trapo y mi cabeza empezaba a doler, pero hice mi mayor esfuerzo para moverme. Hasta que no pude hacerlo más y simplemente me dejé caer debajo de un árbol cercano, sintiendo mi boca seca.

Cerré los ojos por unos segundos que se convirtieron en minutos y tal vez incluso en horas. Pensé que los padres de Francisco me encontrarían primero y aunque fuera vergonzoso, aceptaría su ayuda con gusto.

No fueron ellos los que me encontraron.

—Ah, pero mira qué bonito.

Abrí los ojos de golpe, encontrándome con una silueta remarcada por la luz naranja de las luminarias que creaban un halo a su alrededor. El aroma a coco me rodeó, haciendo que me intentara levantar de golpe.

Por supuesto, no pude y terminé cayendo de rodillas frente a Casey.

—Casey... —logré murmurar cuando elevé la cabeza.

Su cabello estaba recogido en un moño suelto, pero varios mechones ondulados se escapaban y caían sobre su rostro. Traía unos pantalones de pijama largos y por supuesto, nuestro abrigo.

Había pensado que nuestro reencuentro estaría lleno de besos y abrazos, pero en ese momento su rostro me recibía un ceño fruncido y una mirada desaprobatoria.

—Adela te estuvo buscando como loca todo el día —fue lo primero que contestó, mientras le ponía el soporte a su bicicleta—. Pasó por mi casa y le pedí permiso a mi papá para salir a buscarte hasta que nos dijeron que te vieron con Francisco, así que le dije a Adela que iba a pasar a ver y ahora te encuentro borracha bajo un palo en medio de la noche ¿Qué estabas pensando? 

La observé y no pude evitar sonreír. Tenía un rostro sumamente adorable cuando se enojaba, con la nariz arrugada y un gesto "serio" que resaltaba sus mejillas.

—Te extrañé.

Rodó los ojos y se alejó de la bicicleta, agachándose hasta quedar a mi altura y acunar mi mejilla en su mano. La suavidad de su palma, mezclada con la leve callosidad de la punta de sus dedos fue tan reconfortante como uno de sus abrazos.

—Estás hecha todo un desastre —se apresuró a sacar un pasador del bolsillo del abrigo y apartar los mechones que caían sobre mi rostro. Eran de mariposas—. ¿Seis días sin mí y ya recurres al alcoholismo? ¿Cómo harás cuando se termine el verano y regreses a la capital?

Me incliné hacia ella, al punto de dejar nuestros rostros a tan solo milímetros de distancia.

—¿Y si no regreso? —sugerí, sintiendo como mi corazón golpeteaba contra mi pecho—. ¿Qué tal si me quedo en San Modesto?

Sentí una leve caricia sobre mi mejilla.

—¿Ves? —me miró a los ojos—. Ya estás diciendo cosas de borracha.

—Lo digo en serio —aclaré.

—Sería una pésima idea —señaló con mucha convicción—. ¿Qué harías en San Modesto?

Esta vez yo fui la que llevé una mano a su rostro, sintiendo la calidez de su mejilla contra mi palma.

—Construir una casa para ambas, para que podamos estar juntas.

Una sonrisa brotó de sus labios.

—No sabes ni manejar una bicicleta y ahora quieres construir una casa.

—Aprendería a hacerlo por ti —me incliné más hacia ella, al punto de que nuestras narices se tocaran—. Una casa grande, con cercas altas para que tengamos privacidad, un hermoso jardín para tus flores y un salón completo de costura para que puedas hacer lo que te de la gana sin depender de tu familia y yo tendría un cuarto para revelar fotografías.

Se movió, frotando su nariz con la mía.

—Podemos construir una casa en cualquier lado que no sea San Modesto —su respiración se sentía lenta—. Mejor, que sea lejos de San Modesto... en un lugar donde no nos conozcan.

—Bien, que sea lejos de San Modesto —contesté, acariciando su mejilla con mi pulgar—. Podría ser hasta en la luna... siempre y cuando sea contigo.

La mirada que me dio cuando abrió los ojos me hizo perder el aliento por unos segundos. Sus ojos estaban casi al borde de las lágrimas, pero eran del tipo salado que antecede a la tristeza o del tipo amargo que acompañaba la frustración, sino dulces lágrimas de felicidad y amor.

—Ojalá hubieras sido mi primer amor —susurró, con sus ojos fijos en los míos y su pulgar acariciando mi mejilla.

—Bueno, espero ser el último que tengas —respondí, limpiando las lágrimas se le habían escapado.

Nos quedamos en silencio por unos minutos, como si ambas intentáramos procesar aquellas palabras que habían pesado tanto en nuestros corazones, palabras que de una u otra forma se sentían como un te amo indirecto.

—Te besaría ahora si no apestaras a guaro —murmuró, limpiando ella misma sus mejillas—. Además, tengo que llevarte con Adela antes que le dé un patatús por la preocupación.

—¿Entonces me besarás mañana?

Ella rodó los ojos y se levantó de un brinco.

—Si no te emborrachas mañana... —estiró sus manos hacia mí—. Sí.

Tomé sus manos y me levantó de un jalón.

—¿Y pasado mañana? —pregunté, tambaleándome un poco.

Casey elevó una ceja.

—También.

—¿Y pasado, pasado mañana?

Mordió su labio para contener la risa mientras se daba la vuelta hacia su bicicleta y quitaba el soporte.

—Te besaré todos los días de tu vida entonces —se subió al asiento—. Ahora súbete a la bicicleta antes que se haga más de noche y salgan los duendes. 

¡Holis! ¿Qué tal su semana? 

Perdonen el atraso en el capítulo, es que este fin de semana fue mi cumpleaños y estuve ocupada con contestando mensaje de felicitaciones. Gracias por sus mensajitos por Instagram y Twitter, en serio los aprecio mucho <3. 

Y bueno, nos vamos directo a las preguntas: 

¿Qué les pareció el capítulo? 

¿Qué opinan de la situación de Francisco y Allen? 

¿Creen que Allen se termine acercando para contarles a los demás? 

¿Qué opinan de los padres de Francisco? 

¿Extrañaron las interacciones entre Casey y Astrid? 

¿Qué creen que pase en el siguiente capítulo? 

Amor y paz, 

E.R. Santana

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