Éticamente hablando, te quiero

By CreativeToTheCore

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¡En físico a partir de septiembre 2023 gracias a Penguin Random House! 🌠 Ganadora de un WATTY 2021 🌠 El día... More

Sinopsis + aviso
Prólogo
1. Papilomas en la selva
2. Un fanfic, una crisis existencial
3. Manual pulmonar
4. Amén con gusto a Averno
5. Cláusulas
6. Tolerancia al cuadrado
7. Enfrentamiento bíblico
8. Caminata fallida
9. Mefistofélico
10. Convenio de equilibrio
11. Zoología
12. Los hermanos Saint
13. Greg, el taxista
14. De fiestas y descubrimientos
15. Granja de postres egoístas
16. ¿Esperanza perdida?
17. Castillos escoceses
18. Adiós, Mery
19. Te amo, pero...
20. ¿Quién es Howard Saint?
21. En Troya bebían lattes
22. Con las manos en la masa
23. Sin tortuga
24. Vacaciones mentales
25. Alpinistas de chocolate
26. Fogata de revelaciones
27. TRANSparente
28. TRANSmitir
29. Enfrentando el vacío
30. Zapatos de leche y amor propio
31. Cabeza de manzana
32. Tren de satélites
33. Si tan solo supieras
34. Un frasco roto
35. Pared emocional
36. Florece una pérdida
37. Carbonización crítica
38. La voz, no el voto
39. Geografía de un amor naciente
40. Lo peor no pasó
41. Éticamente hablando
43. No moriré virgen (+16)
44. Invitación a mi muerte
45. Sonríe
46. Número oculto
47. Caracolas sin milagros
48. Te quiero
Epílogo
Agradecimientos + LIBRO EN FÍSICO

42. El tren de las oportunidades

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By CreativeToTheCore


HOWARD
EDÉN: 19 - AVERNO: 1

Desde pequeños siempre fantaseamos con un concepto que ninguno tiene ganas de hilar fino, pero que tarde o temprano nos despierta curiosidad. Tal vez por culpa de algún anuncio, algún videojuego, algún comentario que escuchamos en la calle o una serie de televisión, formulamos la pregunta con el desconocimiento y la inocencia que nos caracteriza, incluso con una sonrisita pícara que nos recuerda que solo somos niños:

Papi, mami, ¿qué significa morir?

Ningún progenitor medianamente consciente quiere quitarle esta pizca de ingenuidad a las personas que más ama en el mundo. Hablar de la muerte es como acercarse a ese abismo que siempre estuvo prohibido. Lo devastador es que llega un momento en el que su conversación se torna inevitable.

No hay estrategia correcta para comunicarle a tus hijos que va a llegar un día en el que su corazón deje de latir y su espíritu, ahora perdido en una nebulosa, tenga un encuentro con lo desconocido. Sí, es cierto que hay tácticas más bochornosas que otras. Algunos prefieren evitar el tema, por lo que recurren a historias fascinantes sin siquiera atreverse a desafiar la pregunta con franqueza. Otros se lo atribuyen a la religión y hablan del cielo, convenciéndonos que nuestros seres queridos están allí, cuidándonos por toda la eternidad. Dan esperanzas que, cuando el reloj diga basta y nos toque partir, el reencuentro con aquellos que perdimos habrá valido todo el dolor y el tiempo de espera mientras estábamos con vida.

Es posible que no todos hayamos aprendido de la misma manera. No todos tenemos padres con el valor suficiente. No todos tenemos tíos, primos, hermanos o amigos que estén dispuestos a enseñarnos sobre el impacto de la muerte.

Viviendo, creciendo y madurando nos damos cuenta de que los únicos que podemos darnos esa lección final sobre la muerte somos nosotros mismos. Una lección tan inescapable que asusta.

Todos tenemos fecha de caducidad, Howard. La tuya es en doce días.

Aprendimos a convivir con la ordenanza de Dios, el destino o la suerte sin reproches ni quejas, lo que nos recuerda que la actividad de levantarnos cada mañana no se trata de un bien infinito, sino de un lujo limitado. Sopesamos nuestra trascendencia y nos preguntamos qué pasará con el mundo cuando estemos muertos, solo para darnos cuenta de que la Tierra seguirá girando, el Sol seguirá saliendo y el resto seguirá viviendo lo que nosotros ya no podemos.

¿Y quién te enseña a disfrutar lo que queda de viaje cuando sabes que las horas que te quedan son contadas?

La pregunta me maltrata y me pisotea con el peso de mil elefantes todopoderosos. No pude contener el dominio que cargaba esa frase encerrada entre signos de interrogación, por lo que acabé entre lágrimas frente a mis amigos consternados. De a ratos pretendo que lograré encontrar una respuesta y que podré terminar estos casi diecisiete años de vida con el corazón lleno.

Después me despierto del sueño.

Maldición, Howie. No te queda suficiente tiempo.

Entro de vuelta a mi casa, derrotado. El silencio sepulcral que me acompañó desde el auto hasta la entrada, solo con el testigo siempre presente de la brisa nocturna, se ve reemplazado por un dúo de voces agudas muy nerviosas:

—Putito, ¿cómo es eso que te mueres y no me avisas? —dice la inconfundible figura enana de Oklahoma cuando me adentro en mi hogar, siendo ella la única que se percata de mi presencia.

Por culpa de los gritos de Britney, lo que se suponía que era un secreto para Ok acabó siendo una contienda de discursos hirientes. Palmo la cabeza de mi hermanita y le doy un beso en la frente, incapaz de ser el hermano protector que se encargue de darle una explicación o respuesta. Me entristece pensar que dudo mucho que entienda el alcance de lo que se avecina.

—¡Te odio, bruja! —Britney derrama lágrimas combinadas con cólera—. ¡¿Cómo pudieron hacerle esto al hijo que les ha dado todo?! ¡¿Cómo pudieron ocultarle por más de dieciséis años que su chip estaba destinado a dejar de funcionar?! ¿Y cómo pudieron... cómo pudieron tener tan poco corazón como para avisarle doce miserables días antes?

Entro a la sala de estar sin decir una palabra. Sigo siendo invisible para toda mi familia. Britney proclama barbaridades y reproches mientras Lance intenta calmarla sin éxito. Canalizo la fuerza que me queda para dejar de arrastrar los pies a cada paso, levantar un poco los hombros y dejar de ser una patética figura de rendición andante:

—Basta.

Mi familia detiene la contienda. Traumatizados del pavor de tenerme ahí y no haberlo notado, pretenden arreglar el daño. Papá empieza con la seguidilla de comentarios desafortunados:

—Hijo, no te escuchamos entrar.

Britney arremete también sin moverse de su lugar:

—¿Cómo se encuentra Mery?

Mamá se me acerca. Intenta remediar la vergüenza que siente de haber seguido la discusión con mi hermana cuando yo ya era testigo de la crisis familiar:

—¿Necesitas un vaso de agua? Ven, siéntate.

Suspiro sin ánimos de responder a ninguna de sus preguntas. Es curioso lo poco que he durado en retener mis sentimientos. Para alguien que reconoció haber embotellado sus creencias por años, me resulta sorprendente que, a tan solo unas breves horas de enterarme de mi cercana muerte, ya mi estabilidad se haya ido por el retrete.

Tengo muchas cuestiones que quedan en el aire porque sé que ningún ser de este mundo puede resolverlas, y que solo hallaré las contestaciones que necesito cuando cierre los ojos en mi eterno descanso. Sin embargo, es imposible no pensar en ellas. Y me asustan. Me paralizan. Me aterran.

Me persigue. La incertidumbre me persigue y no me deja hacer nada más.

¿Por qué nos enfrascamos tanto en vivir si todo acaba en el mismo final? ¿Por qué a veces las personas que menos se lo merecen son las primeras en partir, dejándonos con una incontable miseria de violentos, pederastas, asesinos, ladrones y estafadores? ¿Por qué estamos rodeados de tanta desgracia?

—Howie...

¿Será que en realidad todos llegamos a este mundo para vivir y morir infelices? ¿Será que el pretexto de que debemos caer para levantarnos es solo una ilusión para taponar el padecimiento y hacernos olvidar el hecho de que no existe la verdadera felicidad? ¿Será que estuvimos eternamente equivocados, metidos como hámster en una rueda, intentando buscar una salida que no existía?

En el tiempo que gestiono esa variedad de preguntas en mi mente, denoto como la parálisis de la muerte desahució tres partecitas que me niego rotundamente a eliminar de mi esencia: mi carácter idealista, mi ingenuidad y mi maldito buen humor contagioso.

Hago un click.

Entiendo entonces lo peligroso que es meterme por el camino de la incertidumbre. Las personas que saben que morirán pronto están tan preocupadas por lo que viene, que se olvidan que siguen viviendo.

Los días que te quedan tienen que ser el retrato de lo que internamente siempre quisiste ser y nunca supiste cómo externalizar. En los siguientes doce días, todos tienen que recordar a Howard Saint como la persona que es y no la que aparentaba representar.

—Te perdono, mamá. Te perdono, papá.

Me alimento de un segundo suspiro sanador para continuar. Ya no titubeo ni busco encontrar las palabras políticamente correctas. Esa etapa... se ha terminado.

—Los perdono por los años que viví en la creencia de que siempre tendría tiempo para hacer las cosas que nunca me atreví. Los perdono por todo ese tiempo perdido. Los perdono por haber pretendido que fuera la persona que ustedes querían y no la que yo decidiera. Los perdono por las noches en vela, las lágrimas en la ducha cuando no podía con toda la presión que tenía sobre mis hombros, y el desasosiego que me inundaba cada vez que me veía forzado a actuar como una persona que no era porque no tenía el valor para convertirme en otra cosa. —Trago saliva y hago un ademán para que mi familia se siente, porque ahora es mi momento de hablar—. Como adolescentes egocéntricos que somos, a veces nos olvidamos que ustedes no tienen un manual de padres con el que criarnos. Vamos, seguro no hay tarea más difícil que esa. Se cometen errores en el camino... y está bien. Es parte del proceso de la vida, ¿no? Eso es lo que nos decimos. Toma coraje y arriésgate porque de lo contrario, no ganas. ¿Verdad?

Mis padres y hermana mayor se miran entre sí. Oklahoma se posa sobre el regazo de mi madre cuando se sientan en el sillón de la sala de estar, con su elocuencia de siempre en el rostro. Esta vez puedo vislumbrar entre sus facciones un no entiendo ni pepas.

—¿Le está dando un nuevo ataque? ¿Se habrá golpeado la cabeza otra vez en el camino al psiquiátrico? —pregunta Britney con genuina preocupación.

Jessica se esfuerza por seguir el profundo lineamiento de mi filosofía.

—Tienes un corazón tan noble, hijo. —A mamá le temblequea la voz y es una de las pocas veces que siento que está al borde de las lágrimas. Busca consuelo y reparo en el cabello de Ok, que se cruza los dedos con aleatoriedad en un plano universal diferente—. Nos encantaría volver el tiempo atrás y rehacer nuestra vida. Quizás si no hubiéramos sido tan ingenuos como para aceptar lo que nos dijeron hace tanto tiempo podríamos haber evitado que se cumpliera su condena. No lo mereces... no te merecemos.

Asiento en silencio. Acepto sus palabras de arrepentimiento por más tardías que sean, pues mis deseos ya no se basan en el odio, el rencor o las disputas incompletas.

—Es probable que por dieciséis años haya sido el cobarde que se quedó al margen de su identidad. Los doce días que quedan los viviré con la valentía a la que siempre aspiré, pero a la que nunca me atreví. Seré el que arriesgue y gane por primera y última vez.

El mundo se detiene por una fracción de segundo. Me resulta una gran ironía que para poder desatar el Howard que tengo oculto en una carcasa hayan tenido que avisarme que no me quedaba mucho tiempo de vida. ¿No tuve el suficiente intelecto para ver que sobrevivía a base de una versión paralela de mí? ¿No tuve la madurez? ¿O simplemente no quise admitir que algo pasaba conmigo?

Vivimos esperando que el tren de las oportunidades se presente ante nosotros. Esperamos sentados a que la persona que amamos nos invite a salir. Decimos que mañana quizás será un buen día para comenzar el trabajo de nuestros sueños. Nos convencemos de que nunca es tarde, pues siempre habrá tiempo para cambiar nuestras rutinas ordinarias. Afirmamos con vehemencia que somos en todo momento la persona que queremos ser. Sin embargo, todas esas son palabras acompañadas de un vacío y una inacción que no terminan acercándonos a nuestra felicidad. El tren de las oportunidades nunca deja de estar al alcance, pero somos nosotros mismos los que impedimos comprar el ticket que nos embarcará en el riesgo de lo que tememos, pero que más profundamente anhelamos.

El error más caro que cometemos es pensar que siempre tendremos un mañana.

—Por favor, no... Howard... ¿Q-qué voy a hacer sin ti? —esboza mi hermana, quien deja las discusiones de lado y no puede evitar empezar a lagrimear mientras se acerca a darme un abrazo.

Quisiera llorar con ella solo para acompañar su dolor. Realmente quiero hacerlo. Lo más fácil sería acariciar su espalda, abrazar a mi familia y llorar hasta que no me queden más fuerzas, pero como pocas veces he decidido, hoy debo ser yo quien tenga la prioridad de elegir cómo pensar, cómo sentir y cómo actuar.

—No lloren, por favor. Háganlo por mí. Háganlo por el tiempo que nos queda. —Trago saliva con dificultad, porque la determinación de mis palabras no se asemeja a nada que haya hecho antes—. Vivamos estos días con la espontaneidad, pureza y alegría que sé que en el fondo caracteriza a toda la familia Saint. Sin condescendencia, lamentos o explicaciones. —Les dedico una mirada cargada de honestidad, acompañada de mi sonrisa más sensata—. Déjenme subir al tren y permitirme disfrutar los minutos que me quedan prestados, porque están por cerrarme la entrada.

Eclipsada por la calidez que les desata mi sonrisa, mamá no tiene otro camino que responder con toda su curiosidad:

—¿Qué quieres que hagamos, hijo?

—Tenemos doce días. Yo cerraré mis cuentas pendientes, elegiré a los invitados y prepararé la carta de invitación para la fiesta. Ustedes se encargarán del resto.

Ninguno de los tres entiende a qué me refiero.

—Será la última cena más extraordinariamente rara que nadie haya visto.

Si me toca morir, habrá que hacerlo con estilo.


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