Capítulo XXIX: La plena flama divina (Final)

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La plena flama divina[1]

La pequeña me preguntaba el otro día si iría al cielo. Le dije que iría si se portaba bien; me responde: "Sí, pero si no me porto bien iré al infierno... pero yo sé muy bien lo que haría, me echaría a volar junto a ti que estarías en el cielo. ¿Cómo se las arreglaría Dios para agarrarme? ¿Me abrazarías muy fuerte? Leí en sus ojos que ella creía firmemente que Dios nada podía hacerle mientras estuviese en brazos de su padre...

Carta de Luis Martin, padre de Teresa de Lisieux,

29 de octubre de 1876

Poco antes del amanecer, Mina y David iban en automóvil por la pista que rodeaba al bosque de Salem.

—Te llevaré a la casa de un amigo —exclamó David, sin mirarla. Ella permaneció callada y apoyó su frente ardo­rosa en la ventanilla húmeda por el relente.

El auto rebasó el olivar y bordeó una alameda llena de árboles antiquísimos y bancas de madera. Llegaron a un parque elegante rodeado por pequeños cafés y siguieron ba­jando por una avenida estrecha que daba hacia la playa. El olor penetrante del mar les salió al encuentro. Hacía muchí­simo tiempo que no visitaban ese lado de la ciudad. David estacionó el automóvil en el malecón.

—¿Por acá vive tu amigo? —preguntó Mina, en tan­to sacaba sus finas gafas de la guantera.

—Sí, ven a verlo —dijo David y, con un gesto rápido y preciso, guardó las gafas de la niña en uno de sus bolsillos. Mina lo miró, desolada, pero no se atrevió a discutir con él.

La plaza del malecón estaba repleta de geranios en flor y los caminos se hallaban salpicados por espléndidas farolas pintadas de color verde. Avanzaron a lo largo del muelle, hasta que, al fin, llegaron a la torre de un viejo faro.

—¿Aquí vive tu amigo? —preguntó Mina, y David asintió, tomándola de la mano—. ¿Pero, dónde se encuen­tra?

Estaban rodeados por las olas.

—Vamos a esperarlo —dijo David. Su rostro se veía triste y sereno. Treparon a la baranda de piedra del malecón y el viento los azotó con violencia.

—¡Allá está! —susurró David, por fin— ¡Míralo! —y señaló, a lo lejos, los primeros rayos del sol que brota­ban tímidamente en el horizonte.

Mina se agarró con fuerza al brazo de su padre:

—¡No, papá! —gimió, casi ahogada por las lágri­mas—. ¡No!

—¡Sí, cariño! ¡Mira, mira! ¡Ahí viene!

Mina abrazó la cintura de David y, en una especie de vértigo enceguecedor, vio el cielo límpido; el viento que empujaba a las aves; el color turquesa del mar, el turquesa de las olas, como los ojos de Danny, como los de Martin. Vio las manchas azules del mar, donde, quizá, habían nubes cargadas de peces; vio las cintas de plata que dejaban los barcos sobre el agua; vio las esquinas verdosas del malecón: la lucha constante entre la piedra y las olas. Y vio, por fin, al sol escurriéndose como un grano de oro entre sus dedos. Al sol tan temido, como un gran faro en el cielo, marcan­do un sendero dorado sobre las aguas. ¿Adónde llevaría ese sendero? Vio un velero alto, como una torre de marfil. Vio llegar un grupo denso de barcos fabulosos: el "Reyna Ma­ría", el "Mesías", el "Jonás". Los gritos que daban al llegar al puerto, enloquecían el corazón de Mina. Vio subir por los escalones de piedra a varios forasteros, pero nadie, ni uno solo, tenía el cabello color miel de su hermano. Vio a los primeros pescadores disputar su presa a las gaviotas; y vio venir, por el este, a un enorme albatros, en vuelo solemne. Se deslizaba por el aire de manera majestuosa, como uno de esos dragones blancos que, se dice, surcaron los cielos en tiempos remotos. Mina lo vio venir hacia ella:

—¡Sí! Es él... —murmuró, mientras lo señalaba, pero su padre no logró ver nada. Mina tomó una de las ma­nos de David y se la llevó a los labios, con desmayo, mien­tras los rayos del sol caían sobre sus ojos.

David la abrazó y le susurró al oído:

—No tengas miedo, mi vida. Él ya te ha perdona­do... —y, enseguida, estrechó con fervor su cuerpecito exá­nime...

La oscuridad la rodeó por completo, como una ola...

Mi hermano solía pedir a las aves que lo perdonasen. Parece in­sensato, pero es correcto, porque todo es como el océano; todas las cosas fluyen y se tocan unas a otras; cuando se produce un disturbio en un lugar, se lo experimenta en el otro extremo del mundo. Puede que sea una locura pedir perdón a los pájaros, pero ellos serían más felices a tu lado, al menos, un poco más felices, como también los niños y los animales, si fueras más noble de lo que ahora eres. Todo es como un océano, te lo ase­guro. Entonces podrías rogar también a los pájaros, consumido por un amor que todo lo abarca, en una suerte de arrobamiento, y orar para que perdonen tus pecados. Aprecia este éxtasis aun­que los hombres lo consideren insensato.

Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamazov


[1]Sabbath Morning at Sea, Elizabeth Barrett Browning.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora