Capítulo XXVIII: Formas de Luz

54 7 0
                                    

Y somos una forma

que cambia con la luz,

hasta ser solo luz,

solo sombra.

Blanca Varela

 Aún no había amanecido y ya el teléfono sonaba con in­sistencia en medio de la oscuridad. Geri se reclinó sobre la cama dispuesta a contestar, pero vio que Mina se le había adelantado y hablaba con suavidad ante el auricular. La niña la miró de reojo y le dedicó un alegre saludo. Luego, colgó el teléfono y voló a acurrucarse, de nuevo, entre las sábanas. Estaba descalza.

—Era papá. Vendrá por mí dentro de media hora.

"¿El señor Stutzman?", pensó Geri, ayer parecía ha­ber encajado el golpe bastante bien. "¿Por qué ahora esa urgencia?". Mina le sonreía, ambas descansaban de medio lado sobre la cama. Mina no había querido permanecer sola durante la noche. Por primera vez, Geri veía contenta a la niña, y así se lo dijo.

—¡Es porque he visto algo maravilloso!

—¿En serio? ¿Y puedes contármelo?

—¿En verdad quiere saberlo?

La doctora asintió. No había nada qué temer, se ha­llaba al final del laberinto. Sin embargo, nunca perdía el de­seo de conocer los detalles más ínfimos.

—Escuche... Después de acostarnos, pasada la me­dianoche, me desperté con la sensación de que alguien nos espiaba desde la puerta; abrí los ojos y vi que Martin nos sonreía desde el umbral. Se acercó hacia la cama, tan blanda­mente como si flotara, sin quitarle a usted la vista de encima. Su cabello brillaba en la oscuridad. Ya lo conoce: parecía el sol deslizándose entre los montes. Avanzó hasta la cama y se detuvo a su lado, contemplándola como si nada más exis­tiera en el mundo, como si estuviera hechizado. Luego, se inclinó con suavidad, se apoyó sobre la almohada y la besó en la frente. Tenía los ojos cerrados al hacerlo, pero en su rostro había una enorme gratitud. Una gratitud sin límites. No sé explicarlo bien, pero en ese instante, mis sentidos desaparecieron y solo quedó su rostro iluminado en la os­curidad, frente a mí. Enseguida, apoyó en usted una de sus mejillas y le susurró algunas palabras, pero tan quedo que me fue imposible entenderlas. ¿Aún las recuerda? Parecía hechizado, ya se lo he dicho, con una serenidad plena en los ojos. No sin tristeza, se incorporó y solo entonces pareció advertirme. Me sonrió y se despidió de mí, haciéndome un guiño. Después, regresó flotando hasta la puerta, nos miró por última vez y desapareció.

Cuando Mina terminó de hablar, Geri estaba lloran­do en silencio, con el rostro oculto entre las manos. Era extraño, nunca emitía ningún sonido, la única señal de llanto eran las lágrimas que le bañaban el rostro. No había llorado desde hacía mucho. No había llorado desde la mañana en la que descubrió aquel grupo de golondrinas junto a sus padres... Y era cierto, entre sueños había oído una vocecita que la llamaba: "¡Geri...! ¡Geri...! ¡Levántate!".

—¿Qué le ocurre? ¿Dije algo malo...?

Geri abrazó a la niña.

—Verás, querida, Martin no estuvo aquí por la no­che. Unos amiguitos lo invitaron a dormir en su casa por Navidad.

Mina la miraba sin ver:

—¡Entonces...! ¿Él...?

La doctora asintió sin dejar de estrecharla. Parecía que el corazón de Mina se hubiera deshecho y miraba hacia todos lados, despavorida: ahí había estado "él". Ahí había estado el cabello que cubría el mundo como una suave ola de oro. El rostro hecho de mar, de sol y de muerte. Los ojos por los que era tangible el mismo Dios. Ahí, la mezcla de sangre, oro y nieve. Ese pan de vida y de muerte; ahí, la eternidad sin sombra...

De pronto, se oyó el timbre de la puerta.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora