Capítulo XXI: Diablo frío que soy

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Estaba una salamandra sobre una fría piedra,

entonces, un mal muchacho la echó al fuego,

pensó que se quemaría,

antes bien, le acomodó,

como a mí el amor ardiente...,

diablo frío que soy.

Karl von Lemcke, "Salamander"

 —¿Quieres tomar helados? —le dijo Martin a Mina, que acababa de llegar de visita. Ambos niños estaban en el ático. A los hermanos Croizen les fascinaba atiborrarse de helados, aun en las estaciones frías.

—Me agradaría, sí —contestó Mina, y como vio que su amigo estaba a punto de dejarla sola, agregó—: ¿Te acompaño?

—¡Yo diría que no! ¡Allá abajo está muy oscuro!

Martin no alcanzó a escuchar la respuesta de Mina ni a ver su expresión de asombro, pues se volvió rápidamente y la dejó contemplando las ristras de disfraces que guardaba el grupo parroquial en el ático, para la temporada de Adviento. Ahí estaba ella, con su aire serio y su traje negro, en medio de disfraces absurdos y adornos brillantes. Martin había to­mado una linterna y alumbraba el camino que llevaba a la cocina. Bajó, ebrio de alegría, por la vieja escalera de made­ra, que se caía de podrida, y sacó de la nevera dos vasitos de helado de café con pecanas. Subió corriendo los escalones, le entregó uno de los vasos a Mina y luego se sentó junto a ella en el diván de María Simma, de espaldas a la única ven­tana del ático. Mina se preparó para disfrutar del helado y estiró sus piernas largas-larguísimas cubiertas con medias de nylon de color negro:

—Es la primera vez que tomo helado de noche —dijo y sonrió, mientras picoteaba una cucharada de helado tras otra.

"Sí", pensó Martin, "los ángeles también toman he­lado... ¡y de café!", estaba tan feliz que se le cayó al suelo la tapa de su vaso, pero no importaba. Mina se hallaba ahí, con su rostro de ángulos precisos; su piel casi traslúcida, tan her­mosa; sus ojos almendrados, retintos; y su sonrisa de gato.

—¿Así que estás en el grupo parroquial? —dijo Mina, mirando a su alrededor.

—Pues sí, desde hace poco —respondió el niño, sin querer darse importancia.

—¿Y cómo así lograste ingresar?

Mientras a Martin no le gustaba hablar de sí mismo, Mina tenía un ego lo bastante desarrollado como para ha­blar en primera persona durante horas.

—Fue de casualidad —susurró el niño, encogiéndo­se de hombros. Su vaso de helado permanecía intacto.

—¿Y cómo fue esa casualidad? —ronroneó Mina, con una sonrisa implacable. Martin tuvo que resignarse.

—El mes anterior, el padre Juan de la Cruz me es­cuchó tocar el piano en una reunión informal y me llamó ese mismo fin de semana... ¡de pura suerte! —Martin ha­bló atropelladamente, como si le dijera a Mina: "Aquí, el tema central eres tú, dejémonos de fruslerías", pero luego, algo inquieto por los enormes ojos negros de su amiga, se levantó de un salto a alistar su disfraz de Sumo Sacerdote para la ronda de esa noche. Mina, sentada frente a él, en el diván, observaba con interés los preparativos, mientras picoteaba su helado de café.

—Me gustaría ser de la partida —susurró Mina.

—Tú no sabes cantar —contestó Martin sin dejar de sacudir el manto de su disfraz—. Ya me lo habías dicho, ¿recuerdas? —el niño sonreía, pero quería hacerla rabiar.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora