Capítulo XIV: El árbol de la vida

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¿Debería yo, después del té con pastas y helados,

tener la energía de forzar el momento hasta su crisis?

(...)

Y habría valido la pena, después de todo,

después de las tazas, la mermelada, el té,

entre la porcelana, entre un poco de charla tuya y mía,

habría valido la pena

descabezar de un mordisco el asunto con una sonrisa,

apretar el universo en una bola

echándolo a rodar hacia alguna pregunta abrumadora,

decir: "Soy Lázaro, venido de entre los muertos,

vuelto para decíroslo todo, os lo diré todo—".

T. S. Eliot, "La canción de amor de J. Alfred Prufrock"

6 de diciembre

—Muy bien, ¡grabemos nuestros nombres en el ár­bol! —gritó Tino y, de un salto, subió a la roca situada junto al viejo tronco.

Estábamos, mis amigos de la parroquia y yo, ante el llamado "Árbol de la Vida". Un monje muy santo había plantado aquel árbol hacía por lo menos cinco siglos en una de sus peregrinaciones por Salem, que antes había pertene­cido, casi por completo, a la orden de los dominicos. Aquel monje será siempre una de las personas más bondadosas que ha existido sobre la faz de la tierra. Su santidad es tal, que las parejas de recién casados que graban sus nombres en el "Árbol de la Vida" alcanzan, según se cuenta, una fe­licidad duradera. Nosotros no éramos más que un grupo de estudiantes, pero, como todos, queríamos alcanzar la dicha que promete la leyenda. Tino, entonces, sacó de su funda un cuchillo de hoja gruesa y grabó su nombre en el tronco del árbol, con letra muy menuda. Luego, se acercó Angelo y manejó el arma con sorprendente habilidad. Mina hundió con prisa el cuchillo y vimos cómo aquel olivo lloraba savia de manera abundante. Claudia se negó a rasgar la corteza y me pidió que lo hiciera en su lugar. Yo, ni corto ni perezoso, esculpí su nombre muy cerca del mío, de manera que pare­cíamos una pareja más de recién casados.

—Siempre he creído que las personas buenas son una prueba de la existencia de Dios —exclamé mientras pensaba en el monje dominico y enseguida miré a Claudia, esperando su aprobación. Ella, para no defraudarme, sonrió de medio lado y contempló con sus ojos brillantes el follaje denso de aquel olivo tan peculiar invadido por las aves.

—¿Y los pájaros? —musitó—. ¿Cómo pueden intuir ellos la presencia de Dios?

Una pareja de violinistas[1] se hallaba descansando entre las hojas del árbol. Pensé: "Si Claudia y yo pudiéra­mos convertirnos en pájaros, seríamos un par de violinistas: nunca vuelan juntos ni se posan en las mismas ramas, pero no dejan de observarse, a la distancia". Habíamos tomado asiento sobre la hierba y formábamos un círculo.

—Las aves pueden intuir la presencia de un ser su­perior —dije— en el rugido del viento, en la fuerza del sol, en el azul infinito del cielo, en las hojas muertas cayendo, cayendo... —toqué, fingiendo distracción, una de las ma­nos de Clau, son tan suaves—. Presienten la fuerza de un ser invisible detrás de todo eso... ¿No lo creen?

Estaba algo nervioso. Tenía una sorpresa para mis amigos: meses atrás, había escrito un puñado de cuentos donde describía, al detalle, mis paseos por el bosque de oli­vos e intercalaba la información sobre aves que había logra­do reunir hasta entonces. Mina, luego de leer los cuentos, había elaborado ilustraciones a color de las aves menciona­das, con lo que había realzado en mucho la belleza del con­junto. Cuando el libro estuvo listo, mi padre se lo mostró, en son de broma, a un amigo suyo que administra desde hace poco tiempo una imprenta; a este hombre le agradó tanto la obra, que me rogó le diera el permiso necesario para re­producirla: planeaba emitir varias decenas de ejemplares, los cuales obsequiaría por Navidad a sus clientes más asiduos. A mí, aparte de una buena suma de dinero, me hizo entre­ga de algunas copias y esa mañana pensé en regalárselas a mis amigos. Esa era la sorpresa que no me atrevía a anun­ciar. Mina me vio deslizar, subrepticiamente, una mano en el interior de mi mochila, donde, sin decidirme a extraerlos, mantenía sujetos los ejemplares que había llevado esa tarde. Mi hermana no tenía ni la menor idea de lo que estaba a punto de hacer, por lo que estudiaba, con horrible descaro, la expresión que iba tomando mi rostro. Quería arrebatarme lo que sujetaba en ese instante para ver lo que era, pero un resto de decoro vino a impedírselo. Para evitar que come­tiera esa bajeza, me animé, de una vez por todas, a entregar los libritos al grupo:

—¡Tengo un regalo! —grité, de pronto.

Claudia observó sonriendo —de oreja a oreja— al mosquerito[2]que se lucía justo en el centro de la portada y exclamó, llena de gozo:

—¡Qué bonito! ¡Cómo me gustan las imágenes de aves!

Al fin, pensé, veía su sonrisa "completa". Yo tam­poco podía dejar de sonreír, no era dueño de mis actos, no podía controlarlos. Clau no dejaba de acariciar el libro.

—Lo escribí yo —subrayé, en el colmo de la alegría.

Claudia se irguió cuanto pudo —y es muy alta—, y exclamó orgullosa:

—¡Más bonito, todavía!

¡Su sonrisa completa! No podía creerlo. Alcancé a decir que los dibujos eran de Mina, antes de que Tino se levantara para abrazarme. Angelo declaró que las ilustracio­nes no podían ser mejores y, loco de contento, estrechó las manos de mi hermana y luego las mías.

—¡Agárrense! —gritó Claudia—. ¡Ahora sí me los llevo a comer budín!

Y, sin más tardanza, la compañía se puso en marcha. Tino y yo íbamos a la zaga del grupo. Durante el trayecto, no dejaba de observar la figura elástica de Claudia. Atra­vesamos el bosque por el camino principal, las hileras de olivos parecían abrirse a nuestro paso. Mientras Tino leía en voz alta el libro, vi que Claudia me señalaba, sonriendo, algo medio oculto entre el follaje de los árboles; tomé mis binoculares. Dos semilleritos negro azulados[3]efectuaban el rito del cortejo en una rama alta de ficus. Los machos de esa especie realizan una suerte de baile bastante extraño, por no decir ridículo: cada cinco segundos brincan sobre el mismo sitio, mientras emiten un ruido semejante al que ha­ría un sonajero lleno de piedrecitas. El plumaje azulado del semillerito es en verdad hermoso, pero con todo, el ave no se arriesga a acercarse a su "damita", y permanece saltando tercamente sobre su sitio, como un perfecto idiota. "Mucho ruido y pocas nueces", pensé. "Menos alharaca y más obras, muchacho". ¿Acaso me sentía identificado? Si el semillerito fuera un chiquillo cortejando a una chica, sin duda acabaría por obsequiarle un libro.

Cuando Tino y yo nos dignamos a entrar en la pas­telería más famosa de los contornos, Claudia ya estaba ha­ciendo el magno pedido de cinco raciones de budín, "con harta miel, por favor". Recuerdo la espigada figura de Clau­dia ante el brillante mostrador entregando sus monedas de plata al mozo vestido con dignísimo delantal blanco. Quise correr a abrazarla, pero me limité a saltar sobre mi sitio, no sin antes hacer muchos aspavientos, eso sí. El dependiente le fue alcanzando a Claudia, una tras otra, las rebanadas de budín: "Con harta miel, señorita. Como a usted le gusta". Confianzudo, ¿cómo se atrevía?, pensé yo, sin dejar de saltar sobre mi sitio. Claudia, frente al mostrador brillante, parecía una reina repartiendo sus dones:

—A ti... por estar vestido de azul —le dijo bromean­do a Tino, mientras le entregaba una colosal porción de dul­ce—. A ti, por llevar un vestido negro —le dijo a Mina, sin dejar de sonreírle—. A ti, por ir vestido de blanco —le dijo a Angelo, y sus ojos de gato chisporrotearon. Y cuando llegó a mí, hizo una pausa, y se volvió por completo para mirar­me—: Y a ti, Daniel..., ¡por haber escrito un libro!

Casi dejo caer el budín por la impresión.

"¿Qué va a ser de mí?", pensé. ¡Su sonrisa completa! ¡Su sonrisa brillando en todos los espejos de la pastelería!

Poco después, regresé al mismo local: "Con mucha miel, por favor", como si el aroma de ese budín pudiera traerme en parte la presencia de Claudia. Sí... ¡todo un se­millerito!

[1] Violinista (Thraupis episcopus).

[2] Mosquero bermellón (Pyrocephalus rubinus).

[3] Semillerito negro azulado (Volatinia jacarina).

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora