Capítulo XXVI: Un corazón que odia la Nada

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Ya llega la hora en que vibrante en su tallo

Cada flor perfuma como un incensario;

Los sonidos y los aromas giran en el aire vespertino;

¡Vals melancólico y lánguido vértigo!

Cada flor perfuma como un incensario;

El violín se estremece como un corazón afligido;

¡Vals melancólico y lánguido vértigo!

El cielo es triste y bello como un gran altar.

El violín se estremece como un corazón afligido,

¡Un corazón tierno, que odia la nada vasta y negra!

El cielo es triste y bello como un gran altar;

El sol se ahogó en su sangre que se congela.

Un corazón tierno, que odia la nada vasta y negra,

¡Recoge todo vestigio del pasado luminoso!

El sol se ahogó en su sangre que se congela...

¡Tu recuerdo reluce en mí como una custodia!

Charles Baudelaire, "Harmonie du soir"

24 de diciembre

Esta noche celebramos la Misa del Gallo en el tem­plo de los franciscanos. A pesar de mi salud deplorable, qui­se estar presente a todo trance, y mis padres me dejaron ha­cerlo. Mañana voy a cumplir quince años y quise regalarme

esta última visita. Por suerte, las lesiones que han invadido mi piel no son visibles bajo un buen suéter; gracias a eso, mis amigos del coro no advirtieron nada extraño. Antes de ingresar al templo, Angelo nos llevó a un guardarropa oscu­ro, de donde extrajo veinte ponchos de hilo blanco e igual número de pañoletas, las cuales nos sujetamos con la ayuda de sendas argollas de oro. Como Claudia y Mina no habían llegado aún, llevé a Tino a un lugar apartado y le expliqué, a grandes rasgos, lo de mi enfermedad. ¡Pobre!, solo atinó a abrazarme muy fuerte sin decir palabra. Le rogué entonces que me aconsejara en cuanto a Claudia, le dije que me sien­to atraído por ella, pero que no sabía si era preciso darle a conocer mi desgracia. Mientras caminábamos por el atrio, esperando que el templo se llenara de feligreses, Tino me hizo una pequeña confidencia:

—Yo he pasado por algo similar —dijo—. Verás, hace unos meses, cuando tomé la decisión de ingresar a la orden, no tuve el coraje de decírselo a una amiga mía, a una amiga que conservo desde la infancia. Es difícil de explicar: siento un enorme cariño hacia ella y por eso no reunía el valor suficiente para contarle que iba a postular a la orden. Estaba muy confundido y no quería acercármele por miedo a embrollar aún más las cosas. Ella percibió mi cambio de actitud y como ignoraba el motivo, dejó de hablarme un día, luego de una discusión trivial. Fue terrible ver cómo se tras­formaba en unos segundos. Ni siquiera quería mirarme. Sus rasgos se afilaron. Creyó que había dejado de amarla... ¡y no era cierto! Jamás olvidaré la frialdad con la que se despidió.

Angelo nos llamó desde la puerta del templo: los chicos del coro debíamos ingresar de inmediato a la nave y situarnos por parejas a lo largo del corredor principal. Para ello, se formarían dos filas: una de mujeres, a la izquierda del corredor, y otra de varones, a la derecha. Como Claudia y Mina todavía no llegaban, Tino y yo tuvimos que entrar al templo tomados de la mano, ante las burlas de los demás. Desde el altar, el padre Juan, vestido con una impecable casulla blanca, nos contemplaba a todos, lleno de orgullo. Había invitado a un sinnúmero de congregaciones, entre las cuales destacaba la institución de los "Heraldos...", quie­nes participaron en la ceremonia con una banda sinfónica. Su vestimenta era más que pintoresca: llevaban casullas co­lor chocolate, las cuales detentaban unas cruces de bordes trebolados, mitad blancas, mitad púrpuras. Bajo las casullas asomaban los cuellos, las mangas y las faldas níveas de unas albas hechas con el mejor lino. Sus botas eran largas, negras y brillantes. La banda de los Heraldos contaba con clarine­tes y flautas, teclados y violines. Cuando todo estuvo listo para iniciar la misa, entraron de puntillas Claudia y Mina, agitando como banderas sus ponchitos de hilo blanco. Mina vino a acurrucarse detrás de mí y Claudia, atrás de Tino. Me abstuve de voltear a saludarlas. Como debíamos formar pa­rejas, Tino se encaminó hacia Mina con el fin de intercam­biar sitios, pero Claudia avanzó enseguida y vino a posarse, sonriendo, a mi lado:

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora