Capítulo XXII: Dame la mano, dolor mío

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Dame la mano, dolor mío[1]

Ni el sol, ni el amor,

ni la muerte pueden mirarse fijamente.

Françoisde La Rochefoucauld

20 de diciembre

Ayer me levanté muy tarde. La luz del sol me ence­guecía. La noche anterior, me habían llevado de emergencia al hospital. No tenía apetito, pero Susan me obligó a beber una taza de leche. Podía andar, sí, pero con suma lentitud. Mi madre me suplicó que descansara y entonces volví a mi habitación a cambiarme y a ver una película que compré hace mucho tiempo. A menudo, debía detener la cinta hasta que la cabeza dejara de darme vueltas..., por momentos, dormitaba sobre mi silla. Mi hermana me trajo el almuerzo y me dejó también un par de aspirinas. Yo seguía con dolor de cabeza, como si alguien me hubiera golpeado. Tuve que levantarme a cerrar las persianas: no podía resistir la luz del sol. En ese instante, Mina vino a hacerme compañía y, al tomar una silla para sentarse a mi lado, dejó escapar un grito de asombro: las erupciones se habían extendido sobre mi cuerpo; ahora son gigantescas manchas rojas que me cubren de arriba abajo. Parezco un reptil de increíbles proporcio­nes. Mi hermana corrió a dar la voz de alarma:

—¡No aguanto verlo! ¡Llévenselo!, ¡llévenselo!

Esa vez en el hospital, de nuevo en el área de "Emer­gencia", la doctora de turno se negó a atenderme. Alegaba que lo mío no era nada grave, que debía limitarme a tomar las pastillas recomendadas en caso de "alergia". Dijo ade­más que mi extrema debilidad me había hecho temporal­mente sensible a uno o varios alimentos y que solo debía abstenerme, por precaución, de aquellos que había tomado la víspera. Yo intuí que había algo más e insistí en que me hiciera un nuevo análisis. Sin embargo, aquella mujer ya ha­bía escrito en una hojita arrugada su sentencia: "Adrenalina, 1/3 de ampolla, cada 15 minutos, por tres veces". Y, luego de ello, me echó del consultorio. Mi padre estaba indignado. Susan casi arma un escándalo.

Me condujeron a la sala de inyectables. Una enfer­mera, luego de tomarme la mano izquierda, me endosó una especie de casquete en el dedo medio para comprobar si mi corazón, ese animal nocturno, estaba en condiciones de recibir una descarga de adrenalina. Lo estaba. No sé si fue la solución o la aguja o el modo de aplicarla, pero cerré los ojos de dolor, mientras percibía claramente cómo aquel infierno líquido iba esparciéndose por mis venas. Salí trastabillando del consultorio como uno de esos pobres animales que se han vuelto idiotas luego de ser golpeados. Fui a tranquilizar a mis padres y enseguida volé al lavabo con el fin de evitarles un nuevo espectáculo: el corazón se me desbocaba.

Entré al cuarto de baño y cerré la puerta. Mi corazón saltaba con pasmosa celeridad. Saltaba rápido, tan rápido, que no me dejaba respirar ni un segundo. Me encogí poco a poco hasta quedar de cuclillas. "Ya va a pasar, ya va a pa­sar", me decía, "no dejaré que nadie me vea así", pero en lugar de aquietarse, mi corazón, ese animal traicionero, ese verdugo, iba acelerando más y más hasta que mi cuerpo co­menzó a estremecerse, a retumbar como la absurda caja de un tambor inmenso. Me llevé la mano al pecho. Me ahoga­ba, me retorcía, boqueaba como un pez que ha caído fuera del agua. Debí cubrirme la boca a fin de silenciar mi propio llanto. Alguien llamó a la puerta y me apresuré a enjugarme el rostro. Una pareja de esposos retrocedió al verme de pie en el umbral. Parecía que habían visto un fantasma. Tuve que volver al consultorio para recibir la segunda dosis de adrenalina. La enfermera me llamó desde la sala de inyec­tables y, luego de endilgarme aquel casquete, anunció con absoluta placidez: "Taquicardia".

Hoy por la mañana, fui a ver a mi antiguo cardió­logo. Me sometí a una retahíla de exámenes. Todos, viejos conocidos: me tendí sobre una camilla y me sujetaron las manos y los pies con unas pinzas que parecían las de un cangrejo monstruoso, luego me llenaron el pecho de elec­trodos. La aguja del galvanómetro zumbaba cerca de mi oído izquierdo. Mi corazón, sobre un rollo de papel verde, comenzó a trazar líneas temblorosas, como lo haría un niño de corta edad. La causa de mi enfermedad está en deba­te: puede tener su origen en los fármacos que he tomado las últimas semanas contra la insuficiencia cardiaca. Estos habrían provocado el prurito y la urticaria generalizados, además del aumento del flujo sanguíneo, la fatiga y arritmia —insuficiencia miocárdica— y, por último, el desvaneci­miento y la posterior confusión mental. En ese caso, había sido correcta la administración de adrenalina, pero la dosis había resultado excesiva. La otra alternativa que se barajó fue la de un cuadro de estrés crítico, un trastorno mental y emocional, lo cual también implicaba la pérdida breve del conocimiento, la aparición de eccemas, el aumento de la presión sanguínea y el riesgo de un ataque cardiaco. Quizá fueran los fármacos o algo que ingerí o la inminente pér­dida de Claudia o, tal vez, la suma de todo esto. Quizá, de manera inconsciente, había intentado autoeliminarme. Lo único claro es que mi corazón se halla irremediablemente afectado, por lo que esta vez la orden médica es inapelable: debo internarme a la espera de un trasplante. Regresé a casa... solo para pasar la Navidad con mi familia.

[1]Recogimiento, Charles Baudelaire.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora