Capítulo XIII: La reina os saluda

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Blandamente acodada

en sus ventanales de luna,

la reina os saluda

con una flor de almendro.

Es la reina de corazones.

Puede, si desea,

llevaros en secreto

a extrañas moradas

donde ya no hay puertas,

ni salas ni torres,

donde los jóvenes muertos

vienen para hablar de amor.

La reina os saluda;

Apresuraos enseguida

a su castillo de escarcha

con dulces vitrales de luna.

Maurice Carême, "La reine de coeur"

Era medianoche. Geri dormía profundamente, cuando sonó el timbre del teléfono. No llegó a levantarse, porque alguien contestó de inmediato en una de las habitaciones contiguas. Luego, se escuchó el ruido de unos pies que se arrastraban por la alfombra y el "¡plaf!" de un picaporte al cerrarse. Geri saltó de la cama, ¿quién podía ser a esa hora? Salió a espiar por el balcón, pero el bosque permanecía en silencio. No creyó advertir nada extraño, hasta que, a lo lejos, descubrió la figura bamboleante de su hermano, su camisa se erizaba al compás del viento. La joven, alarmada, lo llamó a gritos, pero el niño no parecía escucharla. Entonces Geri compren­dió que Martin iba sonámbulo y salió corriendo detrás de él. Martin caminaba con torpeza y apenas lograba esquivar las raíces de los olivos que se alargaban por la hierba húmeda. Las sombras de los árboles parecían impenetrables y una gran cantidad de grillos, que se hallaban cerca de un molino de viento, frotaban sus alas con rapidez inaudita. Cuando al fin, Geri pudo alcanzar al pequeño fugitivo, vio que este se hallaba frente a la casa de los Stutzman. Alguien asomado a una de las ventanas de la segunda planta hablaba con él, no sin esfuerzo. Era Mina. Estaba pálida como un muerto y mi­raba al niño agitando la cabeza de un lado a otro; sus labios temblaban y se veían blancos a la luz de la luna. Parecía una muñeca de cera.

—¡Danny! ¡Danny! —balbuceó ella— ¿Eres tú?

—Sí... soy yo, hermanita.

Geri retrocedió por instinto y se ocultó detrás de las hojas de una higuera: la voz de su hermano había cambiado de tono y se había vuelto nasal y algo afónica.

—¡Soñé que me llamabas desde la oscuridad! —mu­sitó la niña.

—Sí, era yo. Todo aquí es muy oscuro. ¡Es tan con­fuso!

Mina lanzó un grito y escondió el rostro entre las manos:

—¡Vete! ¡Vete! ¡Me repugnas!

El niño, desolado, hizo ademán de irse, pero volvió enseguida sobre sus pasos:

—Quería decirte algo tan solo...

—¡Qué! ¡De prisa!

—Te sigo amando, hermanita. Siempre... siempre...

Los ojos de Mina se abrieron en un ataque de pa­roxismo y unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Cerró la ventana de golpe y Martin, tambaleándose, quiso regresar a casa, pero estuvo a punto de caer al suelo. Como ya no te­mía ser vista, Geri salió de su escondite y corrió a ayudarlo. Lo hizo con cierto recelo, pues la postura y los gestos del niño no le eran familiares, no obstante, le pasó un brazo por los hombros. El pobre Martin tanteó con angustia el aire y murmuró algo, mientras sonreía, desesperado. La joven se acercó a escuchar: "¡Jesús, Jesús! ¡No puedo más!". Y, como Martin la apartó con un gesto suave, Geri lo vigiló de cerca para evitar que tropezara con las raíces de los árboles, hasta que, finalmente, lo guió de vuelta a casa.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora