Y he conocido ya los ojos, los conozco todos—
los ojos que te miran fijos en una expresión formulada,
y cuando esté formulado, despatarrado en un alfiler,
cuando esté clavado y retorciéndome en la pared,
¿cómo empezaría entonces
a escupir todas las colillas de mis días y maneras?
Y ¿cómo podría hacerme ilusiones?
T. S. Eliot, "La canción de amor de J. Alfred Prufrock"
3 de diciembre
Claudia, Mina, Angelo, Tino y yo habíamos acordado hacer un picnic luego de los ensayos en la escuela. El lugar elegido fue el estanque de carpas doradas ubicado al este del bosque de olivos. Esa noche había luna llena y el estanque, estrecho y algo profundo, se hallaba hermosamente iluminado.
Estábamos a unos pasos del templo y una pareja de recién casados vagaba por los alrededores; un grupo de muchachos iba detrás de ellos para tomarles fotos. Parecían estar ebrios. Me miraban con una curiosidad terrible, como si esperaran que, en cualquier momento, les hiciera alguna gracia. Me pregunto ¿por qué algunas personas me miran así? A veces, me invade una ola de asco. Una jovencita de mejillas llenas se desprendió de aquel grupo y se acercó bamboleándose a mí, sin dejar de reír. Cuando llegó a mi lado, sonrió de manera estúpida y, de inmediato, me dio la espalda; sus amigos la fotografiaron con mi rostro de fondo. "¡Qué lindo!", alcanzó a exclamar, antes del súbito chisporroteo del flash. Me trataba exactamente como a un animal del zoológico. Respiré hondo, escuché el canto de un puñado de calandrias. Daría cualquier cosa por ser una de ellas.
Claudia nos señaló una escalera hecha de piedras junto al estanque. Ahí se instaló la compañía en pleno. Tino voló a sentarse a la izquierda de Clau y, como vio que yo permanecía de pie, confundido, hizo un espacio entre ambos y me llamó para ocuparlo. Ella me lanzó una de sus miradas pícaras y desdeñosas. Esa noche llevaba puesto un magnífico vestido azul pálido de mangas largas y angostas, cuyos extremos rodeaban de manera exquisita sus manitos blancas.
Nos preparamos para disfrutar del festín: Angelo había llevado una riquísima tarta de higos; Mina nos obsequió sendas botellas de jugo de frutas; y Tino nos convidó crujientes barras de chocolate. Yo, para mi vergüenza, llevé una bolsa de galletas dulces que había horneado por la mañana, estas se habían enfriado y estaban durísimas, aunque aún conservaban su buen sabor. Claudia tomó una de mis galletas y observó su forma con gesto crítico. Esperé sonriendo su dictamen. Los segundos se me antojaron siglos.
—Parecen hostias —concluyó, al fin.
—No sabía qué traer... Las horneé ahora temprano. ¡A mi padre le gustaron muchísimo! —me excusé con rapidez.
Claudia mordió gran parte de la galleta que había cogido y, sin dejar de contemplar la miga que aún tenía entre las manos, dijo con rostro ceñudo:
—Mmm... Están ricas. ¡Sí! ¡Están ricas! Nunca había probado unas galletas tan buenas. No son muy dulces... ¡Justo como a mí me gustan! —ronroneaba, mientras engullía mis pastas, una tras otra, con maravillosa avidez. Yo estaba en el cielo. A Clau no le fue posible llevar algo para el picnic, pero, en cambio, anunció con voz solemne: —Este viernes los llevo a comer budín con miel a La Laguna.
¡Y La Laguna es la mejor tienda de pasteles que existe en la ciudad!
Luego de la comida, el grupo se dividió en dos: Angelo departía alegremente con las chicas mientras que Tino y yo, "los miembros serios de la banda", platicábamos a un lado; Claudia me daba la espalda. En realidad toda mi atención se hallaba concentrada en ella. Podía oír retazos de lo que decía: hablaba de su última clase de teología en la escuela de catequesis. Su profesor había planteado cierto problema: ¿Cuál es la naturaleza de Dios?
ESTÁS LEYENDO
La casa del sol naciente #Wattys2021
ParanormalLa casa del sol naciente pone en escena a Geri y Martin Croizen, una pareja de hermanos huérfanos que habitan, casi recluidos, una casa situada al borde de un frondoso olivar en la imaginaria localidad de Salem. Psicoterapeuta endurecida por la pérd...