Capítulo XII: Conozco todos los ojos

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Y he conocido ya los ojos, los conozco todos—

los ojos que te miran fijos en una expresión formulada,

y cuando esté formulado, despatarrado en un alfiler,

cuando esté clavado y retorciéndome en la pared,

¿cómo empezaría entonces

a escupir todas las colillas de mis días y maneras?

Y ¿cómo podría hacerme ilusiones?

T. S. Eliot, "La canción de amor de J. Alfred Prufrock"

3 de diciembre

Claudia, Mina, Angelo, Tino y yo habíamos acorda­do hacer un picnic luego de los ensayos en la escuela. El lugar elegido fue el estanque de carpas doradas ubicado al este del bosque de olivos. Esa noche había luna llena y el es­tanque, estrecho y algo profundo, se hallaba hermosamente iluminado.

Estábamos a unos pasos del templo y una pareja de recién casados vagaba por los alrededores; un grupo de mu­chachos iba detrás de ellos para tomarles fotos. Parecían es­tar ebrios. Me miraban con una curiosidad terrible, como si esperaran que, en cualquier momento, les hiciera alguna gra­cia. Me pregunto ¿por qué algunas personas me miran así? A veces, me invade una ola de asco. Una jovencita de mejillas llenas se desprendió de aquel grupo y se acercó bamboleán­dose a mí, sin dejar de reír. Cuando llegó a mi lado, sonrió de manera estúpida y, de inmediato, me dio la espalda; sus amigos la fotografiaron con mi rostro de fondo. "¡Qué lin­do!", alcanzó a exclamar, antes del súbito chisporroteo del flash. Me trataba exactamente como a un animal del zoo­lógico. Respiré hondo, escuché el canto de un puñado de calandrias. Daría cualquier cosa por ser una de ellas.

Claudia nos señaló una escalera hecha de piedras junto al estanque. Ahí se instaló la compañía en pleno. Tino voló a sentarse a la izquierda de Clau y, como vio que yo permanecía de pie, confundido, hizo un espacio entre am­bos y me llamó para ocuparlo. Ella me lanzó una de sus miradas pícaras y desdeñosas. Esa noche llevaba puesto un magnífico vestido azul pálido de mangas largas y angostas, cuyos extremos rodeaban de manera exquisita sus manitos blancas.

Nos preparamos para disfrutar del festín: Angelo ha­bía llevado una riquísima tarta de higos; Mina nos obsequió sendas botellas de jugo de frutas; y Tino nos convidó cru­jientes barras de chocolate. Yo, para mi vergüenza, llevé una bolsa de galletas dulces que había horneado por la mañana, estas se habían enfriado y estaban durísimas, aunque aún conservaban su buen sabor. Claudia tomó una de mis galle­tas y observó su forma con gesto crítico. Esperé sonriendo su dictamen. Los segundos se me antojaron siglos.

—Parecen hostias —concluyó, al fin.

—No sabía qué traer... Las horneé ahora tempra­no. ¡A mi padre le gustaron muchísimo! —me excusé con rapidez.

Claudia mordió gran parte de la galleta que había co­gido y, sin dejar de contemplar la miga que aún tenía entre las manos, dijo con rostro ceñudo:

—Mmm... Están ricas. ¡Sí! ¡Están ricas! Nunca ha­bía probado unas galletas tan buenas. No son muy dulces... ¡Justo como a mí me gustan! —ronroneaba, mientras en­gullía mis pastas, una tras otra, con maravillosa avidez. Yo estaba en el cielo. A Clau no le fue posible llevar algo para el picnic, pero, en cambio, anunció con voz solemne: —Este viernes los llevo a comer budín con miel a La Laguna.

¡Y La Laguna es la mejor tienda de pasteles que exis­te en la ciudad!

Luego de la comida, el grupo se dividió en dos: An­gelo departía alegremente con las chicas mientras que Tino y yo, "los miembros serios de la banda", platicábamos a un lado; Claudia me daba la espalda. En realidad toda mi aten­ción se hallaba concentrada en ella. Podía oír retazos de lo que decía: hablaba de su última clase de teología en la escue­la de catequesis. Su profesor había planteado cierto proble­ma: ¿Cuál es la naturaleza de Dios?

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora