Capítulo XX: De súbito, la luz me olvida

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De súbito, la luz me olvida

Rayos de ojos y de soles,

de follajes y de fuentes,

luz del suelo y del cielo,

del hombre y del olvido del hombre,

una nube cubre el suelo,

una nube cubre el cielo,

de súbito, la luz me olvida,

solo la muerte queda entera,

soy una sombra, ya no veo,

el sol amarillo, el sol rojo,

el sol blanco, el cielo cambiante,

ya no reconozco el lugar de la dicha viva,

al borde de las sombras,

sin cielo ni tierra.

Paul Éluard, La Fraîcheur et le Feu

19 de diciembre

El día de Navidad, nuestro grupo de teatro presenta­rá la última función de la obra y estoy seguro de que esa va a ser, también, la última vez que vea a Claudia. Podríamos seguir actuando hasta el mismo Día de Reyes, pero Angelo y Tino deben viajar al norte del país para reanudar su for­mación dentro de la orden franciscana. El fin de semana, antes de Nochebuena, los novicios nos invitaron —a Mina, a Clau y a mí— a merendar en la casa de oración que está justo en el centro del bosque. Tino trajo de la cocina un pastel de pasas con ron, mientras Angelo hizo lo propio con una inmensa jarra de ponche. Mis amigos comentaban las actividades que había organizado el padre Juan de la Cruz para el último domingo de Adviento: nuestro querido cura se había disfrazado de san Nicolás de Myra con una vieja capucha color púrpura y un vientre abultado de espuma. Varias decenas de niños habían hecho cola —en el salón donde ensaya el grupo parroquial— para ir a sentarse en las rodillas del sacerdote, este les hacía preguntas del catecismo escolar y, luego, les obsequiaba empanadas de manzana y alfajores con miel.

—¿Vieron cómo entró el padrecito al salón? —reía Angelo.

—No, no vimos, ¿por qué? —se interesó Mina.

—¡Porque no pudo entrar! —se burló el novicio—. ¡Ni siquiera de lado! ¡Llevaba tanto relleno en la cintura que se atascó en la puerta... como si fuera el bolso de Claudia!—los pómulos de Angelo estaban muy marca­dos— ¡Los niños tuvieron que empujarlo!

Mis amigos lloraban de risa, pero yo... solo miraba a Claudia. Ella no vive, como el resto del grupo, cerca de la parroquia y me preguntaba si luego de la Pascua, se anima­ría a seguir frecuentando el templo. Clau, al verme divagar, cortó una rebanada de torta, como en la noche que nos co­nocimos, y me pidió que la probara:

—Está buenísima —me susurró entornando los ojos. Apenas pude sonreírle. Angelo la llamó desde el otro ex­tremo de la habitación, quería que lo ayudara a escoger un disco. Yo estaba alterado; quería irme y no podía, ¡si al me­nos hubiera logrado conversar con ella unos minutos! Pero me dediqué a pasear por la sala. Mi cuerpo estaba caliente, me escocía todo el cuerpo. Los demás, gracias a Dios, no advirtieron mi malestar y reían despreocupadamente; solo Mina observaba, con enorme satisfacción, mis evoluciones. Siempre lamenté ser el favorito de papá, ¡Mina sería tan feliz si tuviera el amor que yo recibo! Pero el hecho palpable es que mi hermana siente aversión hacia mí. A veces, tengo la impresión de que desea verme muerto. Tal vez, por las no­ches, ruega a Dios en ese sentido.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora