Capítulo X: Los ángeles músicos

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Los ángeles músicos[1]

Los supremos instantes de la vida son de amor.

José María Eguren

 1 de diciembre

El día del estreno, había gran expectativa entre los vecinos. Nunca antes se había presentado un texto dramá­tico en lugar de un pasaje bíblico y se esperaba mucho del grupo parroquial. El programa establecido era el siguiente: primero, en la tarde, recorreríamos el bosque de olivos ento­nando villancicos; luego, en la zona más poblada de Salem, haríamos un paseo de antorchas; y, finalmente, ya al anoche­cer, presentaríamos nuestra obra.

Cuando Mina y yo entramos a la sala de ensayos de la escuela, donde el grupo había acordado reunirse, los demás ya estaban casi listos para partir. Los soldados romanos lleva­ban ya puestos sus uniformes y sus cascos brillantes; Angelo, que iba a actuar como Gaspar, voló a estrechar nuestras ma­nos con su habitual andar airoso. Iba envuelto en una túnica color jacinto. En un rincón apartado de la sala, Tino, ya ves­tido como Melchor, daba los últimos toques a su larguísima barba blanca. Mina corrió a las duchas para transformarse en Herodes, y yo me cubrí con mi manto rígido de sacerdote, en un salón aledaño. La luz del sol me enceguecía; los obje­tos claros despedían tal cantidad de luz que me dañaban los ojos. Siempre tengo esa sensación cuando estoy a punto de enfrentar algo nuevo.

Empezaba a preocuparnos la ausencia de Claudia, cuando vimos que su eterno bolso de color verde se atoró en la cerradura de la puerta. Fue recibida con risas y excla­maciones de alivio. Ya desde el umbral, me dedicó una de sus miradas pícaras:

—¡Contigo quería hablar! —exclamó, y como yo per­manecí en silencio por culpa de los nervios escénicos, atra­vesó la sala de dos trancos y, luego, se detuvo a mi lado—. Te ruego que cambies el final de la obra. ¡Tu personaje no debe morir!

Clau se negaba a aceptar el fin trágico del pobre Za­carías.

—Lo dejaré tal cual —respondí. Aparentaba tran­quilidad, pero lo cierto era que me temblaban las piernas—. A estas alturas es imposible realizar variación alguna —y le di la espalda para que no advirtiera mi nerviosismo.

—Deja de meterte en lo que no te importa —escu­ché que le susurraba Mina—. A nosotros nos pareció bien incluir ese detalle en el texto. Tu trabajo se reduce a inter­pretarlo.

Cuando nuestro grupo dejó la escuela, el padre Juan de la Cruz echó a volar las campanas de la iglesia. Bajo la mirada atenta de los vecinos, empezamos a caminar por la avenida principal del bosque de olivos: teníamos un peque­ño conjunto conformado por dos violines, cuatro guitarras y tres flautas. Yo iba marcando el paso, cuando era necesario, con un tamborcito de bordes azules. De forma inusual, iba a la cabeza del grupo pero a cada instante me volvía para sonreírle a Claudia. Podía sentir su límpida mirada sobre mí. Claudia cargaba, con la ayuda de Angelo, una canasta donde había alistado algunas viandas como carne asada, encurtidos y frutas, además de dos ampollas repletas de miel y aceite de oliva. Esas viandas, que mi amiga había tenido el cuidado de preparar, formaban parte del banquete que Herodes engullía en la primera escena.

Conforme iba oscureciendo, prendíamos nuestras antorchas de papel de seda con figuras de peces, estrellas, pinos y aves. El villancico que cantamos entonces formaba parte del programa navideño que había publicado el carde­nal Francesco Forgione para todos los templos de la ciudad de Salem. Era una canción de ritmo vigoroso y solemne: "Cristianos, vayamos, / jubilosa el alma, / la Estrella nos lla­ma / junto a Belén. / Hoy ha nacido / el Rey de los Cielos. / Cristianos, adoremos / Cristianos, adoremos / ¡Cristianos, adoremos a Nuestro Señor!"[2]. Nunca me sentí más ligado a la Iglesia como en el transcurso de esa caminata. La voz de Clau es la única que puede cristalizar la plenitud que se vive en los días previos a la Pascua.

La casa que nos prestaron para la función de teatro es propiedad de un escultor muy famoso: un hombre bajito, pero de manos fuertes y grandes, de piel canela y mostachos gruesos. La sala de la vivienda se hallaba abarrotada de cu­riosos. El artista había adornado el escenario con cuatro ci­rios pascuales hechos con miel de abejas, ¡despedían un olor tan bueno...! Incluso, había alquilado algunas sillas para los asistentes. La obra se desarrolló casi sin tropiezos; no solo los soldados romanos marcharon y gritaron sus consignas, sino que también los demás actuaron de manera convincente y eficaz. Aunque hubo algunos errores: Mina, por ejemplo, omitió varias palabras en sus diálogos con Claudia; Melchor tropezó, elegantemente, con el borde de su túnica; y Gaspar incurrió en el delito de rociar con incienso a una tropa de centuriones. Pese a estos deslices, la gente nos aplaudió a rabiar. A nuestro anfitrión le agradó a tal punto la obra, que nos acompañó tocando el violín cuando nos alejamos can­tando en marcha triunfal, por la avenida principal del bos­que de olivos, en dirección a la parroquia: "Tam - tam, van por el desierto... / tam - tam, Melchor y Gaspar/ tam-tam, les sigue un negrito / que todos llaman / el rey Baltasar... / Tam - tam, vieron una Estrella... / tam - tam, la vieron brillar/ tam-tam, tan pura y tan bella / que todos querían ver adónde va..." ¡Era una delicia tocar el tambor en esa canción! ¡Y mejor aún si uno iba a la cabeza del grupo!

Cuando estábamos por llegar al templo de los fran­ciscanos, yo, que para mi desgracia tengo un oído muy agu­do, escuché que Angelo le susurraba a Tino, con su habitual voz cantarina:

—A Daniel le gusta Claudia.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¡No empieces con tus inven­tos! —le regañó Tino.

—¡Te lo juro! —porfiaba Angelo—. Ningún gesto de Daniel me lo indica, pero sé que algo hay ahí... ¡Algo me lo dice!

—¡Cállate, cuentero! ¡Y procura salir de mi vista!, ¿quieres?

Y Tino, haciendo caso omiso de Angelo, se unió al coro de la parroquia, que en ese instante cantaba un villan­cico de Sevilla: "Oro, incienso y mirra / le van a llevar, / noche luminosa, / pronto llegarán, / los tres Reyes Magos, / de camino van, / saben que ha nacido, / el rey celestial". Angelo, sonriendo, se alzó de hombros. Las lechuzas de ce­jas blancas saltaban desde el interior de sus madrigueras a nuestro paso...[3]


[1]Les anges musiciens, Maurice Carême.

[2]Adeste fideles. Juan IV de Portugal, el Rey Músico.

[3]Lechuza terrestre (Athene cunicularia).

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora