Capítulo XXV: Abel

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Abel, Abel, qué hiciste de tu hermano,

Di, qué hiciste,

Hoy que yace tan al este.

Luis Hernández, "Abel"

—¿Por qué debería entrar? —dijo Mina, ya en el atrio del templo.

Ella y Martin estaban en la iglesia de los padres fran­ciscanos, un edificio de color amarillo oro, que poseía tres niveles: en el primero, destacaba el grueso portón de nogal adornado con cuatro cabezas de leones, cuyas bocas enor­mes sujetaban argollas de bronce. El portón se hallaba flan­queado por dos pares de columnas corintias. En el segundo nivel había una puerta-ventana con marco de madera —que daba a un balcón de regulares proporciones—, los cristales de la puerta estaban pintados con minúsculos copos de nie­ve de formas estrambóticas. En el nivel superior solo había una sencilla ventana ovalada, la cual se hallaba colmada por una cadena de palomas.

El bosque comenzaba a cubrirse de sombras. Martin había recogido a su amiga del colegio y la había llevado, casi a rastras, al templo.

—Escúchame, Mina —dijo con un tono que quería ser firme—. Tu hermano, ese niño al que fuimos a visitar al cementerio...

—Sí, ¿qué hay con él?

Martin miró a su alrededor y, luego, se ruborizó; se sentía muy violento:

—Cada noche, sueño con él. Viene a pedirme ayuda.

—¿Qué dices? —ella lo miraba parpadeando por encima de sus lentes—. No, cariño —sonreía—. Eres muy parecido a él, ¿recuerdas? Estás soñando contigo mismo.

—Sabes que no es así —Martin trataba de no exas­perarse—. El que sueña jamás se ve a sí mismo; este niño es mayor que yo. Quiere que lo ayude.

Mina reía abiertamente, pero su expresión era feroz:

—¿Tratas de decirme que él te visita por las noches? —su tono era tajante—. ¿Qué eres?, ¿una especie de mé­dium?

Martin apretó los dientes, respiraba con dificultad.

—Tú lo odiabas —susurró con lentitud—. Me di cuenta la otra noche, en el cementerio.

—¿A dónde quieres llegar?

—Mina..., ¿qué le hiciste?

—¿Cómo?

—Sé que algo le hiciste... y ahora no puede descan­sar en paz.

—¿Te has vuelto loco? ¡Por favor! —hizo un gesto de lástima—. ¡Solo escúchate! —su sonrisa era tenebrosa.

—Y tú... ¡mírate! Deja de fingir conmigo.

La niña, de pronto, se puso rígida:

—Te hice una pregunta: ¿Por qué debería entrar?

Martin miró al suelo, su voz salió ahogada:

—Mina, ¿crees en el infierno?

—¡Qué cómico eres! —la sonrisa le desfiguraba el rostro.

—Mina, crees que lo que estás viviendo es parte del infierno, parte de tu castigo, pero no. El infierno no se en­cuentra aquí, esas son invenciones de gente ciega. Todo esto no es más que una pequeña muestra. ¿Me estás compren­diendo?

La misa estaba a punto de empezar. Desde el atrio, vieron cómo el padre Juan de la Cruz se dirigía al altar, se­guido por un monaguillo.

—¿Quieres que hable con él? —dijo la niña mientras observaba al cura. Se diría que estudiaba cada uno de sus movimientos.

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora