Capítulo III: La suerte de la luz

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Conozco la suerte de la luz,

Tengo bastante de ella

Para evitar su resplandor,

Para perfeccionarme a espaldas

De mis párpados,

Para que nada viva sin mí.

Paul Éluard, La Fraîcheur et le Feu

A Geri nunca le faltaban nuevos casos en la clínica donde trabajaba, pero a veces, cuando era necesario, debía visitar a algunos de sus pacientes. Un día, fue a ver al señor Stutz­man, cuya hija única, de diecisiete años, se hallaba enferma. Los Stutzman se habían mudado hacía un par de años a unos cinco minutos de los Croizen.

—¿Cómo está, doctora? —dijo David Stutzman, el padre de la niña—. Mina está tomando una ducha, pero ba­jará enseguida.

Era un hombre distraído, de actitud felina. Tenía el cabello castaño y unos profundos ojos azules. Los ángulos de sus labios, finos y algo crueles, le daban un aspecto desa­fiante y pueril. Su rostro mostraba un increíble desasosiego: la enfermedad de su hija se había vuelto inmanejable. David invitó a la doctora a pasar a la sala y luego, desapareció en busca de algunas bebidas. Geri miró a su alrededor, el tapiz de los muebles era de seda y en la mesa del centro había un león de madera balsa.

—¿Qué le sucede a su niña? —preguntó Geri cuan­do David volvió con dos tazas de café. Él quedó pensativo. Tenía la apariencia de un gato trepado en el sillón.

—Verá, Mina siempre ha sido cariñosa conmigo..., pero odia a su madre.

—¿Por qué? ¿Existe alguna razón?

—Desde pequeña fue así. Me seguía a todos lados.

—Es natural a una edad temprana.

—Sí, decía que era mi ángel guardián.

—Y, sin embargo, rivalizaba con la señora Stutzman.

—Es verdad. Recuerdo una noche en la que salí a una fiesta con Susan y, al regresar, vimos que Mina había ingresado a nuestra alcoba. Estaba mirándose en el espejo del tocador y se pintaba con avidez los ojos y la boca. Yo quedé impresionado y mi esposa, contenta. Creía que Mina deseaba imitarla.

—En realidad, intentaba demostrar que era superior a ella; quería reemplazarla.

—Sí. Eso lo sabríamos luego. Mina aprovechaba nuestras salidas para probarse el maquillaje y las joyas de Susan. Solo tenía siete años.

—¿Llegó a prohibírselo?

—Le dije que no necesitaba adornos, pues es muy linda, y ella respondió que iba a casarse conmigo en cuanto creciera.

David se ruborizó, pero Geri lo animó a continuar. Te­nía ganas de protegerlo, pero ¿de qué? Hizo esfuerzos por des­hacerse de ese sentimiento. Podía estropear la sesión, pensó.

—Recuerdo que la abracé, le dije que más adelante, cuando llegara el momento indicado, iba a conocer a un hombre bueno al que amaría muchísimo, y entonces, ella se puso furiosa. Lloró toda la noche. Al día siguiente, los vesti­dos y las joyas de Susan habían desaparecido.

—¿Qué hizo la señora Stutzman?

—Fue increíble. Perdió los papeles y golpeó a Mina en mi ausencia. Mi hija quedó alterada. Desde entonces tie­ne pesadillas. A menudo sueña que entra al escondrijo de una bruja.

Geri escribía velozmente con su letra menuda y pa­reja sobre un cuadernito de tapas gruesas.

—¿Pidió dormir con ustedes?

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora