Capítulo XXIII: El gato con botas

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Al entrar en el bosque, Martin decidió ir al trote, y los demás chiquillos, vestidos a la usanza de los antiguos aldeanos de Salem, lo siguieron de cerca cantando villanci­cos: "Somos los niños cantores / que vamos a pregonar / la Natividad, señores, / del Rey de la Humanidad. / Venid, amigos, que esta noche es Nochebuena. / Venid a ver el nacimiento de una Estrella, / venid aprisa que ha nacido un chiquitín, / el más hermoso que se ha visto por aquí". Los laúdes y los violines sonaban más y mejor entre las manos hábiles de los coristas. Martin parecía un joven rey guiando a sus vasallos; Mina se vio obligada a correr para no reza­garse y, de cuando en cuando, se detenía a tomar aliento, solo para reanudar porfiadamente la marcha. Sus minúscu­los pies parecían volar sobre la hierba del bosque, subir sin dificultad las colinas, vadear con limpieza los charcos. Creyó haberse convertido en una especie de gato de montaña y pensó en uno que adornaba la mesa de centro de su sala.

 "Es de madera balsa", había dicho el vendedor, ante la sor­presa de Mina, quien había cogido la talla para observarla: "¡Si no pesa nada!"; David estuvo de acuerdo: "Parece he­cho de espuma", exclamó a su vez. Aquel gato tenía la cola y las patas extendidas, como si estuviera corriendo a gran velocidad. Mina, para soportar mejor las marchas forzadas, imaginó que se había convertido en ese gatito y que poseía, además, la solidez y la ligereza de su cuerpo. La máscara de elfo, de manera adicional, le confería una libertad maravillo­sa y saltaba, bailaba y hacía mil y una morisquetas a los tran­seúntes que se le cruzaban por el camino. No se reconocía a sí misma. De hecho, aquel disfraz exacerbaba su naturaleza maligna, manejaba tan bien el látigo que sus compañeros empezaron pronto a cogerle miedo: una serpiente de cuero silbaba a derecha e izquierda del grupo, sembrando el pánico a su alrededor. Mina se divertía haciendo saltar, con ayuda del látigo, a los viandantes, sobre todo a las jovencitas y a los niños curiosos, a quienes perseguía y hacía pegar gritos de susto. Aun así, la gente saludaba con alegría al obispo-niño y este les agradecía con puñados de caramelos y bolsas de bollos con crema. El caballito blanco caracoleaba delante de los niños más atrevidos para evitar que el elfo les saliera al encuentro. A veces, incluso el pequeño obispo accedía a que los chicuelos subieran a su montura por un largo trecho.

Entraron al camino más transitado del bosque en­tonando un villancico. Martin saltó a tierra, descolgó un tambor rojo de las ancas de su caballo y procedió a tocarlo con exquisita maestría. Los palillos volaban sobre la piel del tambor como un par de mariposas de oro: "Ta-ta-ta-tán. Ta-ta-ta-tán. Tán-tán... El camino que lleva a Belén / baja hasta el valle que la nieve cubrió, / los pastorcillos quieren ver a su Rey, / le traen regalos en su humilde zurrón. / Ro-po-pom-pom / Ro-po-pom-pom. / Ha nacido en un portal de Belén, / el Niño Dios". Mina tenía los ojos entornados; el pequeño obispo tocaba ahora con un solo palillo y, con la mano libre, sujetaba las riendas de su cabalgadura. Mina se detuvo a contemplarlo: "El año pasado", se dijo, "Dan­ny encabezaba la comitiva mientras tocaba de esa forma". Unos rapaces, aprovechando su distracción, la empujaron a un charco formado por las lluvias vespertinas. Mina cayó de rodillas, pero ni siquiera eso le hizo desviar los ojos de su objetivo. El día estaba claro, pero nublado, así que la niña no llevaba consigo sus lentes de sol.

Salieron del bosque e ingresaron a la zona poblada del distrito. Por las calles empedradas, aparecieron racimos de niños hostiles armados con piedras:

—¡Loco, loco! ¡Hola, loco! ¿No te da vergüenza ves­tirte así? —le gritaban a Mina. Ella los mantenía a raya con el auxilio del látigo y esquivaba, con suma habilidad, las piedras que iban a dar sobre los sombreros de fieltro de sus amigos. Por suerte nadie la había reconocido. Sudó frío al pasar cerca del jardín de su casa, creyó descubrir, entre las cortinas del primer piso, los ojos azules de David. ¿Qué haría si a él se le antojaba salir al encuentro del grupo? "Felizmente, vamos donde los Croizen", pensó. "¿Felizmente?". El caballo blan­co quedó bajo la tutela de Ernest, quien se encargó de darle de comer. Fue preciso, aún, que el coro cantara algunas es­trofas, antes de que Geri se animara a abrirles la puerta: "El camino que lleva a Belén, / yo voy marcando con mi viejo tambor, / nada mejor hay que te pueda ofrecer, / su ronco acento es un canto de amor. / Ro-po-pom-pom / Ro-po-pom-pom. / Cuando Dios me vio tocando ante Él, / me sonrió". La doctora abrazó y besó a su hermano e invitó a la compañía a tomar un refresco. Ryta les trajo, al momento, unas riquísimas galletas con pasas, a las que llamaba "turcas", más una jarra de leche espumosa. El coro de niños se había sentado a merendar alrededor del árbol de Navidad cargado de obsequios que se lucía en el centro de la sala. El árbol es­taba colmado de bastones de menta, turrones de almendras y chocolatinas rellenas que llevaban impresa la imagen de san Nicolás. Geri, de primer intento, reconoció a Mina bajo el disfraz de Black Peter, pero guardó silencio para poder es­tudiarla a sus anchas. La niña reía a carcajadas y perseguía en torno al árbol a una nenita de trenzas rubias que había ido a disfrutar de la merienda. La nena buscaba desesperadamente refugio, ante las burlas de los otros muchachos. De pronto, cuando ya se preparaba a recibir un chicotazo, se escondió detrás de la doctora y la abrazó, llena de angustia:

La casa del sol naciente #Wattys2021Donde viven las historias. Descúbrelo ahora