CAPÍTULO: 48

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LOLA

La húmeda brisa marítima resbala con delicadeza erizando la piel de mis brazos, mesándome el cabello, dejando que caiga largo y negro por mi espalda. Inspiro con lentitud y vacío mil pulmones al mismo ritmo. Cojo aire de nuevo y repito la misma maniobra varias veces.

La mano de mi madre encaja con la mía a la perfección, entrelazando nuestros dedos manchados de arena y sal. Ninguna de las dos articula una sola palabra, nadie lo hace. Tan solo existe el calor de su mano sobre la mía y el relajante sonido del romper de las olas llegando a la orilla de la playa. Es la primera vez que América y yo disfrutamos de la infinita suerte de poder ver el mar, maravilladas por la idea de la inmensidad que alcanza el universo.

Silencio.

Me detengo unos instantes para observar a mi madre, quien no despega su mirada del reflejo del cielo sobre el mar o del impredecible océano bañando las estrellas. Ya no lo sé, pero me resulta idílico contemplarla. Serena, tranquila, pura. Simplemente, América.

Silencio. Todo lo envuelve el silencio. Un silencio que, sin premeditarlo, se vuelve áspero y punzante a su paso, haciendo que me duela la piel enrojecida por el impacto de los granos de arena y restos de conchas sobe ella. Cubro mi rostro, sin perder la vista de mi madre. No se inmuta, permanece inmóvil, como si ya conociese su futuro inmediato. Lo espera con los brazos abiertos, de la misma forma que alguien recibe a un viejo amigo.

Silencio. Dolor.

Quiero gritar. La brisa enfurecida se ciñe sin contemplaciones sobre la figura de mi madre, disolviéndola a su paso en diminutos granos de arena blanca. La arena más blanca que he visto nunca. Se va con ella, se la lleva y, por mucho que lo intente, no puedo hacer nada. Mi voz se apaga en la lejanía del silbido del viento, dejándome sola en medio de una playa desierta, inmensa, tan grande como el dolor que siento al percibir el calor de su mano sobre la mía.

Aún sabiendo que ya nunca más volverá a estar conmigo.

Despierto, sobresaltada de ese extraño sueño convertido en pesadilla. Un pesadilla que me acompaña al abrir los ojos, reconociendo las paredes de mi pequeña habitación, el caballete de pintura con un lienzo a medio terminar, mi cámara de fotos colgada sobre el picaporte de la puerta y la mano de Lukás posada sobre la mía, transmitiéndome el calor que anhelaba dentro de aquella playa.

—Mi amor, estoy aquí contigo—su voz en un susurro hace que vuelva a cerrar los ojos, cayendo presa de una nueva espiral de trance. Lo último que siento son los dedos de Lukás enredándose en mi pelo, trazando pequeños círculos y su timbre de voz desatando una marea de emociones sobe mi nuca—. Siempre lo estaré.

(...)

El intenso olor a café penetra por mis fosas nasales, provocándome un leve y agradable cosquilleo que hace rugir mi estómago. Los acordes de Sinsinati sonando de forma tenue en la habitación me consiguen despertar por completo. El cálido ambiente de mis sábanas se entrecorta con las nubes grises y blanquecinas que recubren el cielo. He perdido la noción del tiempo, ni siquiera sé qué hora ni qué día de la semana es.

Lukás aparece en la habitación, sosteniendo entre las manos una bandeja con dos tazas repletas de café con leche y un bol de fruta cortada en diminutos trocitos. Su cabello escapa rebelde de una pequeña coleta que se sostiene con una goma de color negro, a juego con sus pantalones de chándal y una camiseta gris que se ciñe sobre su torso y cintura a la perfección. La barba desarreglada de hace unos días cubre su mentón y un par de manchas difuminadas y amoratas se ocultan bajo sus ojos cansados. Algo me dice que no ha podido dormir en toda la noche.

—Buenas tardes, señorita—me saluda, mostrando esa sonrisa que tanto me gusta ver.

—¿Tardes?—pregunto desconcertada. Me siento sobre el colchón de la cama, ocultando mis piernas bajo las sábanas lilas—. ¿Qué hora es?

OXITOCINA (EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora