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Manuel podía admitir con facilidad, sin timidez alguna en la punta de la lengua (o bueno, un poco de timidez), que una de las cosas que lo enamoró de Martín, era su forma de moverse por el mundo. Sus brazos siempre parecían relajados, sus pies se movían sin dudar, sus pestañas se batían al son del océano y caminaba así, por instinto nada más, siguiendo la voz del pequeño Poseidón que habitaba en su corazón o en sus ojos. Su piel de solsticio se mantenía tersa ante cualquier cosa que pudiese ponerse en frente, y sin dudarlo, sonreiría y seguiría su camino, en paz.

Martín era un hombre brillante no solo en su personalidad y belleza, sino en su seguridad. Manuel siempre sentía que el corazón se le iba a escapar del pecho cuando abría los ojos y se enfrentaba a pieles ajenas, a bocas ajenas, sin importar el contexto. En el colegio, en los amoríos adolescentes, en la cancha y en los estadios, la sensación de mil ojos sobre sus hombros es algo que lo abruma y acongoja. Pero Martín, a diferencia suya, sonreía como si la vida se tratara solo sobre el fuego, tocaba el aire con sus dedos a cada movimiento que hacía, bailando sobre el cemento con su cuerpo de magia. Martín caminaba y parecía dueño del mundo, que todos a su alrededor se rendían ante él, que podía desafiar al sol en un concurso de miradas, y sería vencedor sin ninguna duda.

Manuel se sentía constantemente maravillado por su boca de girasol, y todo ese tiempo, desde que lo conoció, pensó que se debía principalmente al hecho de que Martín se paraba digno del trono de alguna monarquía absolutista de la edad media, que cada mirada que daba merecía ser pintada en un retrato renacentista, y él sería Apolo; en cambio, descubrió, el primer viernes de marzo, que aquel manto violeta que cubría sus pulmones cuando veía al argentino, no tenía solo que ver con el hecho de que fuera el hombre más seguro, más arrogante, más hermoso del mundo.

La práctica había acabado, y luego de despedirse de sus compañeros, Martín y Manuel caminaron en silencio al auto del rubio, camino a su casa para que pudiese cambiarse de ropa antes de conocer, finalmente, la casa de Manuel y la gente que vivía con él. Y la situación completa – la idea de Martín en su casa, las posibles palabras de Julio a Martín, Miguel sin callarse – todo parecía abrumar a Manuel, más silencioso de lo habitual en todo el día, pensativo mientras Martin conducía por las calles blancuzcas y azules de la ciudad, llenas de gente cubierta con bufandas que caminaban con prisa. Martín también iba en silencio, sus pestañas apuntando a los caminos de cemento que se paraban frente a él a través del vidrio.

Ninguno dijo nada, hasta que Martín estacionó fuera de su casa, con la idea de que sería un viaje corto, solo yendo a cambiarse de ropa y arreglarse, luego de que Manuel lo convenciera de que no era necesario bañarse otra vez.

Manuel abrió la puerta del copiloto, listo para salir y cruzar la reja negra que rodeaba la gran casa de Martín, hasta que escuchó un golpe a su lado. Un golpe violento, seco y rápido, que lo hizo voltear la cabeza con velocidad y preocupación, encontrando a Martín con la frente contra la parte más alta del volante.

—¿Martín? —Manuel giró el cuerpo, dejando la puerta de su lado a centímetros de ser cerrada, inclinándose hacia Martín. Su voz salió temblorosa, y sus cejas se hundieron al mismo tiempo que su mano se acercaba a los hombros de Martín, quien soltó un suspiro.

—Perdón, Manu, perdón—Martín habló atropelladamente, sin levantar la cabeza, encogiéndose más en sí mismo—. Perdón, nene.

Manuel sintió su cuerpo ponerse frío. Su mano se detuvo antes de tocar a Martín, y por un minuto, juró sentir la forma en que su sangre se detenía en sus venas y explotaba, lo tiraba contra las calles mal pavimentadas de Barcelona, y lo dejaba caer de la nube en la que había estado.

Between |ARGCHI|Where stories live. Discover now