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Manuel tuvo que acostumbrarse al enero golpeándole los huesos apenas llegó a Europa, pero siempre era difícil cuando un año comenzaba y tenía que abrigarse. Alguna parte de él recordaba con fervor la forma en que cada enero tenía que desnudarse en Chile, sintiendo el sol golpear sus brazos y el rojo de su espalda siempre que iba a la playa con su familia. Ahora en cambio se llenan los cuellos de bufandas, se cubren las manos con guantes y Manuel ve a Miguel ponerse dos camisas antes de ponerse un polerón, seguido por una chaqueta y una manta que lleva en sus manos.

Por suerte para él, no estaba solo en el monumental frío español. La mayoría de sus compañeros de equipo se habían acostumbrado, sí, pero podía seguir confiando en que Francisco estornudaría cada segundo y que Juan Pedro estaría tiritando apenas terminara el entrenamiento, justo como él. Y también Martín, que se escondía en su chaqueta mientras Antonio les explicaba lo que tendrían que hacer esa mañana de entrenamiento azul.

Martín se paraba junto a Manuel a escuchar indicaciones esa mañana de enero. Su boca escondida en el alto cuello de su chaqueta azul (la misma que una vez Manuel llevó y que ahora le provoca saltos dolorosos en el corazón), sus manos enredadas tras su espalda y la vista de Manuel fija en ellas, la forma en que se enredan sus dedos entre sí y juguetean con el final de su chaqueta, apenas rozando el trasero de Martín. Manuel siente su cara en llamas apenas mira como los shorts de Martín protegen sus piernas blancas y torneadas, desapareciendo ante la chaqueta que cubre sus caderas, difusa con sus manos de ángel que dan vueltas y golpean el aire con la suavidad de los bambúes.

Así que Manuel se preocupa en gastar ese calor en las vueltas de calentamiento que tienen que dar alrededor de la cancha. Lo hace hasta que se le olvida la cara de Martín y solo puede sentir sus propios pulmones coloreándose de celeste, llenándose de hielo en cada inhalación. Hasta que solo escuche la suela de sus zapatillas golpear el pasto bajo sus talones, hasta que sentir que las mismas raíces del pasto salen de su propio cuerpo y es uno nada más con esta cancha, con este lugar, con la Barcelona que lo acoge cada noche y atestigua su jugar. Martín desaparece entonces, y solo puede sentir sus piernas quemar, sus venas explotando bajo su piel, su piel cayéndose. Está bien, está bien, está bien. Todo está bien mientras pueda balancearlo con el fútbol, piensa cuando finalmente detiene sus piernas al oír la voz de Antonio. El frío se ha disipado en gran parte y de su rostro cae una gota de sudor. Flecta sus rodillas y apoya sus manos en ellas para poder recuperar aire, porque no sabe en qué momento corrió con tanta fuerza que las costillas le empezaron a picar. La garganta le pesa pero el sentimiento se detiene cuando las manos de Martín le pasan por la nuca y Manuel endereza su postura. Martín se para ahí mirándolo como si fuera una cierta clase de aparición religiosa bajo el sol de invierno, más azul y morado que amarillo, pero Martín da el color necesario con su pelo de diente de león y su sonrisa de eucalipto, todo tan fresco y nuevo como si fuera la primera vez que lo viera y se sintiera en el desierto de Atacama.

Manuel bebe agua y se concentra en la forma en que los dedos de Martín se envuelven en su nuca y le acarician todos los recovecos de piel con la suavidad de los ángeles. El estómago le da vueltas sintiendo las yemas ajenas en los cabellos que le salen de la nuca, tímido, nervioso, pero tibio ante el contacto, ante la presencia ajena.

—Che, salgamos hoy—Martín dice. Manuel piensa en una forma de evadirlo, de negarse y de esconderse en su pieza hasta que su corazón deje de latir así de fuerte, como solo le late mirando a Martín. Pero Ludwig se fue, es enero, es viernes, y Manuel está medio enamorado del hombre que lo mira con ojos de luciérnaga, ¿por qué habría de negarse entonces? Asiente bajando la botella de su rostro, sonriendo con los labios apretados.

Between |ARGCHI|Where stories live. Discover now