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Cuando Manuel tenía once años, pensó que jamás se podría acostumbrar a la emoción y la adrenalina que le recorría los huesos cuando pateaba una pelota. Era un sentimiento tan arrollador para su cuerpo de un metro cuarenta, era nuevo y sentía sus huesos convertirse en algo grisáceo, ceniza vieja espolvoreada por las canchas peladas del barrio, más tierra que pasto, arcos improvisados entre ramas y tubos que enterraban.

Lo mismo pasó cuando tenía catorce y tuvo su primer enamoramiento. Fue algo fugaz, hormonal como son los encantos adolescentes, intenso por el desorden interior en él, nada eventualmente memorable o que fuera importante recordar. Era un compañero del colegio, al que le miraba las clavículas en los camarines (hábitos que nacían en la preadolescencia y que al parecer internalizó) y a quien se acercaba en las pichangas de los recreos, excusa para rozarse las piernas y sentir sus manos en su nuca hirviendo.

Manuel pensó que jamás podría acostumbrarse al remolino que el destruía las costillas cuando lo veía, y pensó que tendría que escribirlo mil sonetos para poder vivir con el ardor que le invadía la carne al mirarlo, aunque ya no se acuerde de su nombre.

Las emociones que alguna vez lo atacaron siempre se sintieron violentas, inmensas para su cuerpo, algo que jamás podría dejar ir ni superar. Fue gracioso cuando se dio cuenta de que eran emociones que eventualmente desaparecían, lo abandonaban y lo dejaban una vez más en su estado natural, que no eran ni el inicio ni el fin del mundo.

Aun así, Manuel pensaba que nunca podría acostumbrarse a Martín. Sus brazos delgados pero torneados y fuertes que le sostenían de la espalda, su boca de durazno y el sabor de sus labios, sus dientes pálidos y amables que lo mordían, rozaban, sostenían en medio del ritual divino que era estar sostenido entre sus brazos, entre los casilleros de los camarines cuando todo el mundo dejaba el recinto. Sus escápulas siempre saltaban desde la superficie de su espalda cuando estiraba sus brazos y los curvaba en torno de la espalda de Manuel, su mano izquierda en su mejilla y su mano derecha sosteniendo su espalda baja, Manuel un poco inclinado y desesperado, su corazón rompiendo su caja torácica entre besos y mordidas y lengüetazos. El coro de ángeles en sus tímpanos mientras Manuel le besaba la barbilla, todo de repente dulce, tierno, luego de la ferocidad.

Manuel no quiere acostumbrarse nunca a Martín. Las veces que se ha acostumbrado a las emociones pasadas, le han dejado y tiene que sentarse en silencio a canalizarlas en alguna especie de ritual emocional y catártico, rogando por su regreso. Las olvida, las deja ir, y Manuel no quiere imaginar un futuro en que deba intentar recordar lo que se siente hervir a la vista de Martín, o, peor aún, tener que sentarse a intentar recordar la nariz de Martín, la forma de su lengua, el color de sus clavículas.

Todo es aún tan nuevo, tan fresco, tan increíble. El sueño del que no quiere despertar, aunque eso signifique besos a escondidas y secretos de sus amigos, donde solo los casilleros y el techo del auto de Martín los vea.

Tomará lo que sea, pero que la emoción sea eterna.

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Febrero llega un sábado de partido amistoso sin público. Manuel y Martín hacen una dupla profesional intensa, capaz de meter goles y mantener una defensa sólida difícil de romper para el equipo contrario. Los goles y triunfos los celebran en silencio con abrazos un poco más largos, un poco más pegados, siempre buscándose entre el mar de hombres sudorosos que llenan el verde.

Cuando el partido termina y el Barcelona reclama la victoria, Martín y Manuel se niegan a salir con el resto de sus compañeros a celebrar y pasar la tarde, una excusa mal hecha que inventan y Manuel tartamudea que los termina por llevar al auto de Martín, conductor seleccionado por el día que los aleja unos kilómetros del recinto, estacionando en algunas calles desiertas, donde Martín roza la nuca de Manuel y le besa la mejilla. La ternura de Venus, Saphos escribió un poema sobre este momento.

—Sos increíble—es todo lo que dice, y Manuel quiere tatuárselo en los párpados, un álbum lleno de las palabras hermosas que Martín le susurra.

Es difícil creer que esto sea verdad, que lo tenga al lado, que lo bese tan seguido, que conozca su auto y conozcan rincones de Barcelona donde pasear con sus manos entrelazadas y la gente no dude de estos futbolistas rozándose los hombros, donde el gris de la ciudad es tal que nadie puede distinguir quiénes son cuando se besan entre risas y sonrisas, como jóvenes ilusos que son.

Manuel lo quiere todo. No sabe si lo merece todo. Así que no responde, le sonríe suavemente y toma la mandíbula de Martín entre sus manos, la ternura en la yema y en los labios cuando le besa los párpados.

Martín le toma las manos, le besa las palmas. Hombres débiles, se derriten en la presencia ajena, el auto se llena de naranjo y amapolas aún cuando el hielo quiebra todo en las calles, cuando el azul gobierna en Europa, pero el invierno barcelonés se derrite entre sus manos.

Martín conduce a su casa, y es la primera vez que Manuel la ve. Es inmensa, un patio verde y gigante, cuadrada y con un aspecto más moderno que la de Manuel. Martín le toma la mano cuando le da el recorrido por los jardines, por la cocina, por su pieza y por todos los lugares que ver. Manuel ve maravillado el lugar que acuna al hombre suave al que besa cada día, inconsciente de que el corazón podía sentirse tan lleno de solo ver a alguien hervir agua para el café, de sentarse a mirar el fuego bailar en las llamas de la chimenea, de sentir la tibieza de un hombro ajeno donde reposa la oreja propia, el corazón de ambos saliendo por todas partes de sus cuerpos.

—Pololéame—es todo lo que Manuel puede decir para poder hacer esta calidez algo un poco más propio, intentar asegurarla aunque no puede estar seguro de nada. Haz esto mío, déjame hacerlo mío, quiere decirle, y Martín, silencioso y suave Martín, le sonríe, le besa y le dice que sí.

Hagámoslo nuestro.   














lo hicieron oficial :) 

gracias por su paciencia con el capítulo. estuve llenísima de cosas y no me dio el tiempo. al final, terminé mi ensayo, lo envíe, y dije ah me desligo de la narrativa. obviamente, quedé como payasa porque tengo otras seis tareas de aquí al viernes. deséenme suerte.

en otras noticias, amo mucho el naranjo y por eso sale en todos los momentos felices de estos. sí, es cálido y es suave, pero creo que lo más importante del naranjo es que es un color tan poco común para mí, no lo siento mucho así que siento que es suyo. 

¿no sé qué opinan de estos dos? me gusta mucho escribirlos felices. espere tanto por este momento, lo disfruto demasiado.

nuevamente, gracias por su paciencia. espero que estén bien y se estén lavando las manos y se estén cuidando mucho mucho. les mando un abrazo y espero nos leamos el viernes (si es que sobrevivo), muakk

Between |ARGCHI|Where stories live. Discover now