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Manuel podría haberse acostumbrado al silencio y al frío de una gran casa, así como intentaba hacerse la idea de vivir solo en un futuro no tan lejano. Esos días de diciembre, sin embargo, fueron un cambio en todo ese plan. Las risas, las tortas (los reclamos de Julio con eso), las pichangas pequeñas en el patio trasero; el té a media tarde, la compañía innecesaria en la mañana camino al trabajo y de vuelta a la casa. Todo se volvió una cierta clase de rutina que llenaba su estómago de tanta felicidad que le temía, indudablemente, al fin.

Manuel se odiaba por eso. Era una de esas características que él consideraba tan difíciles de amar en él, y era la incapacidad de ser feliz al cien por ciento. Incluso en estos días, en estos momentos donde se sentaban a jugar Uno y Ludwig les servía otra taza de café con galletas de miel, donde sentía que sus venas tan solo iban a saltar de su piel y habría un desastre de la dulce suave sangre en la que la amargura se convertía cuando sentía tanta ternura; solo pensaba en el fin. Siempre era así. Siempre sentía el incesante miedo como una mosca que zumba dentro de su oreja sin detenerse nunca (bzz), mientras mira con ojos de amor a la gente que adora y piensa, duda (bzz), de si alguna vez volverá a ser la mitad de feliz de lo que es ahora. Y teme tanto no serlo, teme tanto que no sabe disfrutar de esto ahora, porque no sabe si merece esta corta, fugaz, alegría sabiendo que acabará junto con diciembre.

Estaba tan contento. Y era tan extraño que él estuviera feliz. Y jura, de verdad que jura, que ha estado intentando no pensar en esto, en las despedidas y en las palabras de Ludwig y en lo extraño que se siente ser feliz, pero es tan difícil, y es imposible no hacerlo. Por favor, por favor, que esos pensamientos se detengan – pero no paran.

Y es que Manuel le temía incesantemente al futuro. Ludwig seguía negándose a vivir con él, y si Ludwig se devolvía a Chile a finales de mes, entonces eso sería un ejemplo más de cómo la vida avanza y él suele quedarse atrás, pegado, tieso ante el cambio, intentando aferrarse a la felicidad y a la simpleza cómica y tierna de los días nublados. Había una parte de él que aún vivía en la celeste Italia, una parte de él que aún desayunaba gelatto en los domingos; y había una parte aún mayor que todavía vivía en la casita santiaguina y se sacaba rojos en matemáticas, que salía al pasaje a chutear unas cuantas pelotas y a echar carreras con Miguel y todos los niños que Miguel conocía.

Pero ya no puede volver a eso. No puede si Miguel está frente a él e intenta no tener que sacar todo el montón de cartas (otra vez) solo para poder tirar una roja. Y Manuel lo ama en ese intento exageradamente desesperado por conseguir la carta correcta, lo ama en el frío barcelonés como lo ama (aún) en el invierno milanés, y como todavía lo recuerda en la primavera santiaguina, pegoteada, sudorosa, ingenua e infantil. Lo ama, y lo amará siempre con esta imagen en la cabeza de él quemándose la lengua con el café y sus ojos llorosos porque no le gustan tanto las cosas calientes. Lo ama, pero se pregunta cuánto durará esta escena, y si está listo para dejarla ir una vez que sea necesario, si ni siquiera lo pudo dejar ir cuando tuvo que alejarse el caluroso, apretado Chile natal.

Manuel teme ser herido, teme tener que alejarse de todas las escasas escenas que realmente le brindaron naranjo en las entrañas para tener que seguir viviendo en las sombras azul eléctrico de la vida como siente que ha hecho siempre. Teme completamente al futuro, y las despedidas, la vulnerabilidad. Jamás ha podido amar a nadie como ama a estas tres personas alrededor de la mesa de la sala, y si las deja ir ahora, ¿podrá reencontrar esa ternura hogareña tan lejana? Manuel ni siquiera podía mirar gente a los ojos – no puede conversar, no puede entenderse con nadie, y siempre que está cerca de hacerlo (¿un hilo dorado que revolotea en la esquina de su memoria? ¿algún desierto que llama su intestino? ¿el mar mediterráneo?), siente esa necesidad nefasta de alejarse antes de sentirse amenazado, manso, listo para ser herido.

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