39. Venganza

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Mantener la vista sobre la espalda de la posadera le estaba costando un enorme esfuerzo. Sus ojos lo traicionaban cada vez que bajaba la guardia y corrían desesperados hacia el silencioso emperador que caminaba a su lado.

La palabra silencioso muy rara vez se podía utilizar para referirse a Haiden, y, por su experiencia, las veces que sí se podía eran la antesala de gritos y reclamos. Una parte de él ansiaba que ese momento llegara. Prefería lidiar con sus protestas a ser ignorado... Aunque, en esa ocasión, no estaba seguro si iba a ser capaz de hacerle frente a lo que el emperador tuviese que decir...

Hasta ese punto, ya habían seguido todas las indicaciones de la arquera. A la hora indicada, encontraron a la posadera y la convencieron para que los llevara al lugar donde Hanabi los estaría esperando. La mujer se mostró escéptica al principio, pero cuando vio la flecha sus facciones se relajaron y dejó de presentar objeciones. No hizo falta que Ryuu le mostrara el mango de la katana, lo cual resultó un gran alivio. La posadera les dijo que los llevaría, pero puso una condición: tenían que quitarse las armaduras antes de partir. Por lo visto, no quería recorrer las calles de la ciudad con dos soldados escoltándola.

No usar el casco colocaba a Ryuu en una desventajosa posición. Así hubiese sido una mentira para impresionar a sus compañeros, el soldado de la taberna alegaba haberlo visto en alguna batalla pasada. Quizás no fuese el único. Había enfrentado a tanta gente que le era imposible llevar la cuenta. Cualquier enemigo podría identificarlo si se cruzaban sus caminos y, de ocurrir, Ryuu no tenía idea de cómo iba a manejar la situación.

Pensar en esa posibilidad lo ponía demasiado nervioso y despertaba la apremiante necesidad de mantenerse pendiente de los alrededores, vigilante, con una mano en la espada y la otra lista para agarrar la muñeca de Haiden. Él no era de los que corrían, pero tampoco era un idiota. Luchar contra un puñado de soldados sería problemático; contra una ciudad llena de ellos, sería suicida. Por mucho que desease matar a esos cobardes, poner la vida de Haiden en riesgo estaba fuera de la mesa. Lo más inteligente que podía hacer era enfocar la mirada en la mujer y delegar a sus instintos la tarea de alertarlo cuando el peligro fuese inminente. Girar la cabeza hacia todos lados sería contraproducente y él no era un especialista en mantener el perfil bajo.

Como si no tuviese suficientes problemas, las calles de la ciudad estaban abarrotadas. Hombres y mujeres, trabajadores y mendigos, a pie y a caballo, se movían de un lado a otro en un borroso riachuelo de rostros. Pasaban junto a ellos con prisa, pero, si no todos, una buena parte bajaba la velocidad y se tomaba unos segundos para echarles una ojeada.

Tanto escrutinio lo ponía de mal humor (de peor humor). No le gustaba ser el centro de atención, en especial cuando su objetivo era no despertar sospechas. Lamentablemente, el sol del mediodía se estrellaba sobre la ciudad sin una nube por medio, y con tanta claridad, era prácticamente imposible pasar desapercibidos. No había sombras para esconderse debajo y la ruta que había escogido la posadera distaba mucho de ser discreta. Ryuu desconocía sus motivos para llevarlos por un camino tan concurrido, pero no creía apropiado poner su juicio en duda.

No era culpa de la mujer que todos los ojos corriesen sobre ellos.

La ropa que les había regalado estaba muy lejos de ser llamativa. La tela era de mala calidad y los colores opacos. En el caso de Ryuu, un oscuro tono azulado; en el de Haiden, un desteñido rojo que fácilmente se podía confundir con anaranjado si no se miraba de cerca. Ningún patrón artesanal cubría los kimonos, solo un par de parches y una que otra sutura para enmendar un descosido. Eran vestimentas que encajaban perfectamente con la multitud que transitaba las calles, pero eso no era suficiente para ocultar los inusuales rasgos que ambos poseían.

Su apariencia siempre había sido... conflictiva.

Ryuu lo sabía y hacía todo lo posible por no encontrarse con ninguna de las curiosas miradas que lo perseguían. La barba de tres días le concedía un aspecto... marginal, lo cual ahuyentaba a los hombres, pero no a las mujeres. Jóvenes y viejas, lo hacían sentir desnudo cuando recorrían su cuerpo con los ojos abiertos de par en par.

El emperadorUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum