24. Isamu Miyake

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Necesito fumar, las dos palabras se repetían en su cabeza como una jodida canción. Un solo cigarro… medio… una calada…

Haiden se miraba las uñas considerando la posibilidad de metérselas en la boca y empezar a arrancárselas una a una, hasta dejarse los dedos en carne viva. De no estar en ese mundo, con tan pocas oportunidades de lavarse las manos, ya lo habría hecho. Si cogía parásitos, con ellos y sus constantes náuseas, terminaría muerto en menos de una semana. Aquí yace el gran emperador que murió por morderse las uñas, se imaginó la esquela y tuvo que reconocer que sonaba mejor que las otras mil muertes que había visualizado desde que aterrizó en el país de las maravillas.

Se puso los oscuros guantes y volvió a posar la vista en la pared, iluminada por una vela a medio derretirse. La cera se deslizaba por el tronco, y se asentaba en la base, engordándola y llenándola de protuberancias. No había nada que ver en la vacía pared, pero él tampoco estaba buscando un Picasso. Lo único que quería era apagar su jodido cerebro y detener el insoportable salto en la boca del estómago.

A medida que la hora del encuentro se acercaba, el miedo a meter la pata se iba adhiriendo a su cuerpo, cual enjambre de sanguijuelas hambrientas, chupando ese poco coraje que todavía no había tenido tiempo para entrenar. No tenían relojes allí, pero Haiden podía escuchar el tic tac de uno retumbando contra las paredes de su cráneo.

Él sabía que habían subido hasta la cima de la montaña para reunirse con ese hombre y, al principio, no había sentido inquietud de ningún tipo. Una charla de negocios como cualquier otra en la que ya había participado. Esa vez, en lugar de hablar de películas, contratos y publicidad, hablarían sobre la guerra, sobre soldados, armas, lo que hiciese falta para convencer al viejo… Haiden no era un experto en esa área, pero tampoco un completo inepto. Tantos libros que había leído para meterse en los papeles que solía interpretar tenían que servir para algo. Incluso había preparado un discurso usando líneas de Corazón Valiente, convencido de que funcionaría a la perfección…

Luchan, y puede que mueran. Huyan y vivirán… un tiempo al menos. Y al morir, en su lecho de muerte, dentro de muchos años, no estarán dispuestos a cambiar todos los días desde hoy hasta entonces por otra oportunidad?

Para no dejar cabos sueltos, había ensayado los gestos y el tono que debía usar mientras jugaba con la niña en su diminuta habitación. Ella no le había hecho caso, demasiado ocupada fabricando arreglos florales, pero al perro sin oreja le había gustado la idea. Menear la cola y ladrar siempre era una buena señal viniendo de un perro.

Y sin embargo, a solo minutos de la hora acordada, a punto de dejar la casa de Shouta, no dejaba de preguntarse si todo ese estrés que había estado soportando le habría provocado una lesión cerebral… Eres idiota, Haiden? Tú no eres William Wallace y no estás en una jodida película, lo había escarmentado Nathalie con una mirada de desilusión mientras se limaba las largas uñas escarlatas. Evidentemente, su querida conciencia estaba en lo cierto. Ese discurso, cualquier otro, no iba a funcionar siendo él quien lo proclamara. No era un héroe, no tenía una reputación o una larga lista de logros avalando su valía. Ya le gustaría! La única línea en su currículum era: hijo zombi del antiguo emperador, en Arial veinticuatro y Negrita. Hijo que, por si fuera poco, jamás le había inspirado una gota de confianza a su propio padre, o a cualquiera de los clanes aliados.

Su único consuelo era saber que tenía a Ryuu jugando para su equipo. Él sí tenía esa lista de hazañas, sí se había ganado el respeto de esa gente, el miedo de sus enemigos. Estaba visto y comprobado que era tan bueno liderando como combatiendo y, teóricamente, compartían sangre, verdad? Quizás sí fuera tan simple como enseñar la marca en su cadera y sonreír a las cámaras mientras el superhéroe volvía a salvar el día.

El emperadorOnde histórias criam vida. Descubra agora