28. Quiero besarlo

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Las llamas danzaban como bailarinas encima de los agrietados troncos carbonizados. Se contoneaban, crecían y se achicaban; lanzaban besos dorados que volaban hacia el cielo y se convertían en humo. El calor que emanaba de sus cuerpos combatía la frialdad de la noche y distorsionaba el espacio a su alrededor.

Haiden las miraba desde lejos. No quería acercarse al fuego y que una de esas ascuas alcanzase su cabeza. Ya se imaginaba corriendo por el bosque, convertido en una antorcha humana, buscando un charco de agua para salvar su bonito pelo y lo que quedara de su achicharrado cerebro.

Te estás volviendo loco, cariño, le dijo su pelirroja conciencia y él más de acuerdo no podía estar con ella.

Habían pasado cuatro días desde que dejaron la montaña. Por obra y gracia del señor, no habían tenido ningún percance. Se habían cruzado con varios soldados enemigos, pero las armaduras hablaron por ellos y les permitieron continuar su camino sin complicaciones. El único obstáculo había sido el clima. Llovía a toda hora y el viento helaba la piel al contacto. Por fortuna, esa misma mañana habían regresado a la normalidad: días calurosos como el infierno y noches llenas de mosquitos. No era una gran mejora, pero Haiden la prefería a estarse congelando, empapado de pies a cabeza, estornudando constantemente y goteando mocos por la nariz como si fuera un jodido infante.

El superhéroe, como buen superhéroe al fin, no había mostrado señal alguna de incomodidad ni con lluvia, ni con calor. Haiden se alegraba, o por lo menos una parte de él lo hacía; pero la otra no podía evitar pensar que estaba fingiendo, ocultándose detrás de esa barrera de indiferencia que tan difícil le hacía acercarse a él.

Las sonrisas de aquella noche habían durado poco, básicamente, lo mismo que duró el sake en su sistema. No más bromas, no más caricias, no más miradas serenas. Haiden se sentía estafado. En más de una ocasión había intentado traerlas de vueltas. Probó con sus estupendos chistes, con esos nuevos recuerdos que ya le permitían hacerse una idea de quién era ese hombre, o por lo menos de quién había sido para él durante su niñez. Pero nada funcionó.

Ya no sabía que pensar de todo ese asunto, de ellos, de Ryuu. No sabía qué hacer para evitar sentirse como un adolescente, para evitar encontrarlo tan asquerosamente bello y desearlo como si nunca hubiese estado con un hombre en sus veintitrés años de vida.

Atribuía gran parte de su confusión al tiempo que llevaba sin sexo. Estaba acostumbrado a pasar por largos periodos de sequía, pero en ese tiempo no tenía al exquisito dios delante; torturándolo con sus ojos de ensueño, con esa boca que ya había visualizado en demasiados lugares de su cuerpo como para poder seguirla viendo sin sonrojarse. Eso justificaba un porciento, un setenta quizás, pero el resto seguía sin tener sentido. Era completamente nuevo para él, caótico y desesperante. Desde los celos hasta la necesidad, literalmente necesidad, de recibir la atención de ese hombre, hacían que su cabeza doliese y lo dejaban con más preguntas que respuestas.

Sus pensamientos giraban en espiral alrededor de Ryuu y no le permitían analizar los verdaderos problemas que deberían mantenerlo con temblores en las manos. La guerra, el hecho de que a duras penas era capaz de utilizar una espada, el plan que todavía no habían completado... Esos eran los temas que deberían estarlo atormentando. Y sin embargo, su cerebro se negaba a colaborar, obsesionado con él, maquinando formas para arrebatarle otra sonrisa a su boca, para forzar un pequeño roce de sus dedos...

Haiden se mordió el labio cuando lo vio regresar.

Había llevado a los caballos a beber de un pequeño estanque, a pocos metros de la fogata que los mantenía tibios. No tenía puesta la armadura, lo cual resultaba en una placentera visión que bastaba para activar sus glándulas salivales y darle alas a su desmedida creatividad.

El emperadorWhere stories live. Discover now