23. La deuda

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El sol estaba a punto de perderse detrás del horizonte. Grandes nubes de algodón cubrían el cielo, teñidas de rosado por el atardecer. El viento se había fortalecido con el arribo de la oscuridad y ya se notaba el frío que había pronosticado Yoshio.

Ryuu se dio prisa y alcanzó la posada. Empujó la puerta, entró sin hacer ruido y buscó una mesa vacía para sentarse a esperar.

El establecimiento estaba lleno de soldados, la mayoría de su clan y del clan local. Llevaban armaduras y kimonos con los emblemas grabados, así como espadas y arcos de mala calidad que evidenciaban su bajo rango en el ejército. Comían y bebían mientras compartían chistes, anécdotas y opiniones con relación al futuro de la guerra.

La luz era tenue y no encandilaba los ojos. Faroles rojos y verdes pendían del techo, velas se derretían encima de las mesas y, por la puerta de la cocina, se podía vislumbrar el fuego de los fogones. Entre el escándalo de los clientes llegaba el murmullo de la música. Un hombre mayor, sentado al fondo de la posada, tocaba su biwa y cantaba a los dioses pidiéndoles bendiciones para el imperio. Predominaba el olor del sake y el pollo asado, pero también se podía distinguir el aroma de las hierbas con las que se preparaba té, el olor del tabaco y de las especias importadas de tierras extranjeras.

Ryuu se sentó en la única mesa disponible que no estaba repleta de platos sucios. Apoyó los codos en la superficie de madera y observó por una ventana que daba a la calle principal.

Más de diez canciones transcurrieron con él sentado en la misma posición. El sol se terminó de esconder y la oscuridad fue apoderándose del cielo, sustituyendo el tono rosa de las nubes por uno gris opaco. Hacía calor en la posada. Sin embargo, por las prisas de la gente que daba vueltas en el exterior y la forma en la que abrazaban sus cuerpos, era evidente que la temperatura había descendido en gran medida.

Un hombre de mediana edad se detuvo fuera del portal y se sujetó de la valla que lo delimitaba. Estaba agitado, con la cara blanca como la piel de un muerto. La mano con la que evitaba caerse le temblaba descontroladamente; la otra apretaba su boca para contener las ganas de vomitar.

La gente que pasaba no se fijaba en él. Ni hombres, ni mujeres, ni siquiera los soldados. Nadie se tomó la molestia de ayudarlo, de acercarse y preguntarle qué estaba mal. Ryuu no lo hubiera hecho tampoco cuando vivía en su pueblo, pero desde su llegada a la capital había aprendido a comportarse como los ciudadanos de esta. La conciencia se le retorcía ante la idea de ignorar al pobre hombre y continuar sentado dentro de la cálida posada.

Se levantó y salió del establecimiento, detrás de un grupo de arqueros borrachos que a duras penas lograron deslizar la puerta sin caerse.

El viento lo golpeó no más puso un pie fuera y sintió escalofríos por todo el cuerpo. Caminó hasta el desconocido y colocó una mano sobre su hombro. Tan pronto lo hizo, su nariz captó un nuevo olor.

Era débil pero demasiado llamativo como para pasarlo por alto. Ni muy dulce ni muy amargo, pero sí empalagoso, denso, difícil de respirar.

Sacudió la cabeza y se concentró en el hombre.

"Necesita ayuda?" preguntó en voz baja.

El hombre lo miró y, para su infinito asombro, se echó a llorar desconsoladamente.

Ryuu se quedó de piedra cuando lo vio arrodillarse y enjugar las lagrimas que brotaban de sus ojos. Daba la impresión de que llevaba una enorme carga sobre los hombros. Una carga tan pesada que lo había hundido en la tierra, impidiéndole continuar su camino.

Todos tenemos un límite, pensó.

"Yo no quería. Lo juro!" gritó el hombre, su voz entrecortada por los sollozos. Clavó la vista en sus propias manos, todavía temblorosas. "Lo hice porque no me dejaron opción. Lo hice para salvarla" levantó la cabeza y esa vez lo miró a él, directo a los ojos. "Es mi única hija, mi niña. Solo tiene diez años. Lo hice por ella. Hice lo que cualquier padre hubiera hecho. No soy un criminal. No soy un asesino!"

El emperadorWhere stories live. Discover now