9. El usurpador

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Lo odio.

Ese fue su primer pensamiento cuando lo vio cruzar las puertas del palacio. Así de simple, así de conciso. Fue lo opuesto a enamorarse a primera vista, un sentimiento inexplicable y a la vez, incontrolable.

Para empezar, él no era bueno juzgando a la gente. No tenía el don de prever comportamientos, intenciones. Él era más de hechos; solo después de ver, sacaba conclusiones.

Pero con ese niño, no sucedió de esa manera. Se podría decir que fue la excepción, la primera persona que juzgo con una sola mirada.

Fue verlo y darse cuenta de que todo iba a cambiar.

Lo presintió, como cuando hueles la lluvia con el cielo despejado y sabes que se avecina una tormenta. Ese niño iba a ser la tormenta y las consecuencias de su llegada lo dejarían todo del revés.

A ojos del mundo, Haiden tenía una buena vida, llena de lujos y comodidades. No podía quejarse, aunque casi siempre lo estuviese haciendo. Si pedía algo, se le concedía. Una palabra y medio palacio corría a atender sus necesidades. Así había sido siempre y Haiden no quería que esa parte de su día a día se viese afectada por ningún factor externo. Por eso mismo, cuando lo vio llegar, la premonición de que esa tormenta iba a poner fin a su plácida rutina se grabó en su alma, y Haiden lo odió más que a nada y a nadie.

No quería un cambio, no quería compartir su palacio con cualquier extraño, y por encima de todo, no quería ver como su padre prefería su compañía a la de él.

Todo comenzó el nefasto día en que la carpa decidió reclutar hombres en uno de los pueblos cercanos a la capital. Nunca se habían atrevido a acercarse tanto al sur y el hecho de que lo hiciesen en ese momento, dejaba claro que Ishida Yamazaki estaba ganando cada vez más terreno. Su padre, el emperador, fue alertado tan pronto se supo lo que estaba sucediendo y partió con sus mejores hombres para detener el reclutamiento. Haiden hizo lo que siempre hacía cuando su padre salía a combatir: esperar a que volviese. Se sentó junto a la ventana y pasó la noche mirando hacia el exterior, luchando contra la incertidumbre de si sería esa la vez que no volvería a verlo con vida.

La relación con su padre no era la mejor, pero tampoco era mala. Haiden lo respetaba y él se preocupaba lo justo para que todas sus necesidades estuviesen bien atendidas. Así había sido desde que su madre había muerto, un par de años atrás. Su padre había dejado de ser el hombre cariñoso que solía ser y, usando como pretexto la guerra, había dejado de pasar tiempo con él. Haiden no estaba seguro de qué había hecho mal, pero tampoco se había atrevido a preguntar, temeroso de no poder soportar la respuesta.

Desde ese momento, la frialdad entre ellos fue creciendo y cubriéndolos de escarcha. Poco a poco, Haiden se fue dando cuenta de que su padre no solo evitaba su presencia, sino que, cuando estaban juntos, sus ojos jamás descansaban sobre él por dos segundos seguidos. Con el tiempo, llegó a formular una teoría y aunque la odiase, no lograba sacársela de la cabeza: su padre no lo encontraba a la altura de su título.

Cómo había terminado pensando de esa manera?

Pues muy sencillo.

Haiden no tenía talento para luchar, no era bueno con los estudios, no era un hijo del que un emperador pudiese presumir ante los demás líderes y aliados. Ni siquiera su apariencia era digna de su posición. Los otros herederos de los clanes del sur eran fuertes y bastaba una mirada para saber que iban a crecer para convertirse en verdaderos samuráis. Nadie que lo mirase a él podía decir lo mismo. Haiden era el primero que detestaba su apariencia. Sus ojos redondos, sus labios endemoniadamente rojos, sus rasgos femeninos y delicados. Era un fracaso y no podía juzgar a su padre por haberse dado cuenta de ello.

El emperadorWhere stories live. Discover now