17. La capital

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La capital del imperio, conocida también como el nido de los dragones, era tan bella como Jun la había imaginado. Estaba ubicada en un vasto valle rodeado de altas montañas y caudalosos ríos. Acababa de empezar la primavera y los árboles se encontraban repletos de hojas y flores que bañaban el aire con su agradable fragancia y enamoraban a aquellos que como él jamás habían puesto un pie cerca de ese pedazo de cielo.

Los habitantes de ese lugar tampoco se parecían a los del resto de las regiones. No ostentaba lujosas vestimentas, pero sí se veía saludable, con la barriga llena y una sonrisa en los labios. Los niños no corrían descalzos por las calles, ni robaban de los puestos en el mercado, bien surtidos con todo tipo de productos que iban desde juguetes de arcilla hasta pinturas importadas de China. Eran niños sanos, educados, como deberían ser todos a esa edad. No había pobreza, mendigos o suciedad como en los pueblos que Jun frecuentaba en su vida cotidiana.

Templos, escuelas y mercados habían sido levantados a ambos lados de una amplia calle con isletas intermedias. En dichas isletas crecían árboles y arbustos, se exhibían estatuas, comederos de aves con elegantes acabados cobrizos, fuentes llenas de monedas y columnas con talismanes que protegían contra todo tipo de desgracias. Hileras de faroles (rojos, blancos, rosados y amarillos) cruzaban la calle, colgando como frutas maduras de cuerdas trenzadas, dibujando sombras oscuras sobre el suelo. Era de día y no estaban encendidos, pero de noche, Jun estaba seguro que debían iluminar las calles con la intensidad del sol.

Un riachuelo de gente circulaba de un lado a otro, algunos con prisa, otros desganados. Casi todos tenían las manos llenas: las mujeres con compras, los hombres con herramientas de trabajo, los intelectuales con montones de pergaminos amarillentos y bien cuidados.

Jun ya había oído que en esa ciudad las palabras cortaban más que las espadas. Se abogaba por la cultura y se evitaban los conflictos siempre que fuera posible. Costaba aceptar que un lugar así de verdad existiese. Él no había vivido rodeado de violencia, pero sí sabía que actos barbáricos ocurrían día sí y día también en su ciudad natal y en los pueblos cercanos a ella.

La risa de un grupo de niños alcanzó sus oídos y Jun tuvo que sonreír al ver la alegría que resplandecía en sus rostros. Corrían detrás de un perro y competían para ver quién lo alcanzaba primero.

Hasta ese perro se ve mejor alimentado que yo, pensó.

"Camina derecho"

La áspera voz de Shouta lo sobresaltó. Jun había intentado no distraerse, pero había acabado zigzagueando. Cuando la situación lo requería, tenía una concentración admirable, sin embargo, el resto del tiempo, el vuelo de una mosca bastaba para que girase el cuello.

Regresó a su lugar detrás del maestro Okamura, junto a su aburrido compañero. A Jun no le gustaba caminar ahí. Él no era un patito bebé, no necesitaba ser guiado y protegido. Era perfectamente capaz de encontrar el palacio si se perdía. De hecho, bastaba con alzar la vista para ubicarlo.

"Este lugar me aturde" confesó.

"Ya te acostumbrarás. Mientras tanto guarda silencio. El maestro Okamura nos va a regañar si sigues alzando la voz" insistió el molesto niño a su lado.

"Te van a salir arrugas antes de tiempo Shou..."

"Silencio los dos" dijo el maestro, su voz serena pero firme "Ya estamos llegando al palacio. No quiero oír una palabra más"

Jun suspiró, harto de ser reprendido por tonterías. Si la madre naturaleza le había dado una boca, una lengua y cuerdas vocales plenamente funcionales, lo lógico era que hablara cuando le apetecía hablar.

Su correcto compañero le dedicó una mirada cargada de resentimiento y puso distancia entre ellos. Shouta no soportaba ser regañado.

A Jun no le importaba en lo más mínimo. Los regaños del maestro nunca iban más allá de unas pocas palabras con voz firme. Jamás castigaba a sus estudiantes privándolos de sus comodidades, mucho menos con violencia. Era demasiado blando y gentil.

El emperadorOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz