22. Un regalo

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"Este lugar me aburre"

"No estás aquí para divertirte"

"Pero no vendría mal un poco de entretenimiento. Tienes que reconocer que ver a esta gente disparar flechas a un maniquí no es la cúspide del esparcimiento"

Ryuu suspiró.

No entendía el motivo por el que Yoshio había traído a ese niño con ellos. Faltaban dos meses para que empezara a trabajar para él, o sea que todavía no había necesidad de llevarlo a los lugares y enseñarle nuevos trucos. Si quería una mascota, podía recoger un perro. Iba a ser más fácil de atender y daría muchísimos menos problemas.

Se pasó la mano por el corte en su antebrazo y gruñó malhumorado. Ya estaba cicatrizando, pero ardía como el infierno cuando el viento alcanzaba la tela del kimono y la hacía acariciar la irritada piel.

Jun había adoptado esa insana costumbre. Cada maldita vez que se encontraban, corría como un demente hacia él y comenzaba a atacarlo mientras reía a todo pulmón. Ni siquiera utilizaba una espada de madera como la primera vez. Iba en serio, con acero afilado, atacando puntos vitales, sin contenerse, sin titubear. Ryuu había tenido que dejar almuerzos por la mitad para defenderse del shinobi. Incluso había tenido que detener entrenamientos y pedir espadas a los guardias para poder hacerle frente. No quería perder un brazo por culpa de ese idiota y mucho menos ser salvado por un adulto.

La verdad era que, aunque no disfrutara los inoportunos encuentros con Jun, tampoco los detestaba. No se enorgullecía de ello, pero era un hecho y Ryuu tenía que ser honesto consigo mismo: era competitivo.

Lo había descubierto desde su llegada al palacio. No soportaba perder y cuando lo hacía, la impotencia lo dejaba hecho una bola de rabia por semanas, a veces más tiempo, en dependencia del combate y del oponente. Cuando dicho oponente resultaba ser Jun, Ryuu sentía como su orgullo se retorcía y chillaba en la más profunda agonía. Hasta las doncellas del palacio se apartaban cuando lo veían pasar, temerosas de que descargara su ira sobre ellas.

Con Haiden solía suceder algo parecido, pero ya no era así. Se habían adaptado el uno al otro y mantenían un marcador bastante equilibrado. Conocían sus técnicas, sus hábitos, sus vulnerabilidades y la forma de explotarlas. Luchar contra él, incluso cuando no ganaba, era la mejor forma de liberar estrés, la mejor forma de pasar el tiempo en general. Por increíble que fuese, Ryuu también encontraba cierto placer en la derrota. Le gustaba verlo regodearse, oír sus tontas y desafinadas canciones; su risa burlona, prepotente, cálida como el mismísimo sol…

Nada que ver con lo que estaba sintiendo en ese preciso instante.

Tenía deseos de levantarse, coger la espada y dejarle cinco o seis cortes al culpable de que le ardiera el brazo. Normalmente era cuidadoso y trataba de no hacerle daño… por mucho que lo mereciese. Pero ese día, quizás porque él también estaba aburrido, la sed de venganza lo estaba haciendo reconsiderar su postura.

Jun echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el atardecer con cara de cansancio. Tenía el pelo un poco más largo (en comparación con la primera vez que se habían visto). En ese momento se había deslizado hacia los costados, pero normalmente caía sobre su frente y cubría hasta el empezar de sus finas cejas. La luz del ocaso hacía que los castaños mechones se aclarasen, creando un lindo contraste entre las puntas y la raíz. Sus ojos también absorbían los rayos y se teñían de un tono anaranjado, con cráteres dorados que casi brillaban cuando pestañeaba. Un color tan inusual que costaba pasarlo por alto. Daba la impresión de estar en presencia de una deidad del bosque, un espíritu de la naturaleza.

Después de Haiden, era el chico más bonito que había visto Ryuu. Y el más irritante, pensó.

"Debería haberme quedado en la capital…" Jun refunfuñó entre dientes y volvió a mirar hacia los arqueros.

El emperadorWhere stories live. Discover now