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La señora Persè no había olvidado en ningún momento que tenía que encontrar a si nieta o moriría, sin embargo, no se sentía capaz de seguir dando vueltas sin rumbo, siendo consciente de que si la Sirenita no había aparecido entonces, no lo haría hasta que quisiera hacerlo. O, en el peor de los casos, jamás aparecería. Puede que para ese momento el cuerpo de la muchacha estuviera atascado entre las muelas de un tiburón.

Todos sabemos que los tiburones no tienen muelas, basta con ver alguna animación o con cinco minutos de un documental de Animal Planet; todos, menos nuestra anciana. Porque cuando estás destinada a ser millonaria no hay tiempo que perder en estudios del mundo marino, o en tontos documentales. Tal vez, si le hubiera dedicado más tiempo a aprender, a valerse en algo más que la manipulación, no estaría ahí, presa del pánico y el derrotismo, sabiendo que ha sido envenenada y que su nieta -a la que había dedicado toda su fe, su dinero, sus esfuerzos- probablemente asesinada por el autor de aquella amenaza al comienzo de lo que ella supuso sería una historia de amor y billetes.

Rememorando cada segundo de su tragedia, Agatha Persè se fumaba su tercer cigarro de la noche. Estaba desnuda sobre la suavidad irreal de sus sábanas y el abrazo placentero de su cómoda almohada, manchando la prístina tela con sus lágrimas profanadas de rímel.

No hacía ruido por más que temblara y que sin importar el anormal enrojecimiento de su rostro; era como si se tragase los sollozos, como si el humo espeso de aquel arma homicida entre sus dedos fuese su propia voz.

En medio de aquel lamento entró un muchacho flacucho de ojos azules tiernos como una fruta recién nacida, cabello rubio con peinado de hongo y el tatuaje de un pez amarillo que lucía entre el escote de su ajustada camiseta blanca.

Cerró la puerta detrás de él y avanzó hasta la anciana aparentando que no notaba la manera en que le colgaban los senos desnudos hasta rozar el colchón. Se detuvo solo para sentarse a la orilla de la cama, donde se estiró para sacar del primer cajón de la mesa de noche un cigarro y un encendedor.

Los sostuvo, sin sentirlos realmente, sin hacer uso de ellos.

-Entiendo que si estás así es que no la has encontrado -dijo al fin.

La mujer se secó la cara con la almohada dejando tras de sí un manchón negro como el celaje de un espectro del mal; luego se metió el cigarro a la boca e inhaló como si quisiera deshacerlo en una sola calada.

-No la voy a encontrar nunca, Pececito. Está muerta.

El chico empezó a taconear nervioso contra la madera del suelo. Siempre le había sorprendido la frialdad con la que Agatha decía algunas cosas. Se veía devastada, pero era por la proximidad de su propia muerte, no por la certeza del asesinato de su nieta. Él no sería el hombre más correcto del mundo, era prácticamente un esclavo sin sueldo de aquella bruja malvada que lo había sacado de la calle, pero en el transcurso de ese tiempo se había vuelto muy cercano a la cantante que ya no quería serlo.

-¿Estás segura de que está muerta?

-Prácticamente le crucificaron un pescado en el camarote con una amenaza y ahora desaparece sin dejar rastro. ¿Tú qué crees?

-Creo que pudo haberse evitado.

-A mí me importa entre nada y una puta mierda si puedo haberse evitado, ¿sabes? Me voy a morir.

-Todos.

-Pues yo ya me estoy muriendo.

-Tal vez todos lo estamos.

-¡Cállate, niño! -La anciana se metió, en medio de un temblor desenfrenado de sus manos, el cigarrillo a la boca como si quisiera masticarlo, como si se tratara de una inyección de morfina que su cuerpo pedía a gritos para dejar de sufrir-. El punto es que yo me voy a morir primero.

-Tu nieta no estaba envenenada, y murió primero. Creo que hay que averiguar quién lo hizo.

-A mí no me importa quién lo hizo, ya está muerta. Me importa que hayas traído lo que te pedí.

Veneno. Uno inmediato, uno que no la torturara en la espera como el que ahora se esparcía por todo su cuerpo y terminaría por paralizarla antes del siguiente puerto.

-Lo tengo, pero no creo que lo debas tomar.

-Eres un pececito y yo una reina marina. Las ballenas no escuchan a los peces.

-Eso es porque no has visto Buscando a Nemo.

-¿Qué?

-Que no creo que tengas que desperdiciar el tiempo que te queda, coño.

La anciana rió.

-Claro, Flavio, eso es muy intuitivo de tu parte. ¿Qué esperas que haga con menos de cinco horas de vida, ah? Porque cambiar al mundo te aseguro que ni puedo ni me importa.

-No, pero hay algo que sí puedes hacer.

-¿Ah, sí? Ilústrame.

-Vengarte.

Por primera en un tiempo indefinido, Agatha sintió que aquel huérfano al que utilizaba para todos sus antojos le era endemoniadamente útil. Una idea desequilibrada, como el estado de su actual consciencia, acababa de instalarse en su cerebro.

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Nota de autor:

A ver quién adivina quién es Flavio.

¿Qué piensan de lo que le está pasando a la vieja? ¿Qué creen que esté planeando?

El cadáver de la Sirenita [COMPLETA]Where stories live. Discover now