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Es probable que te hayan contado la historia de una bruja malvada, es probable que te hayan mentido.

Úrsula, la llamaron, pero, ¿te hablaron de Agatha? No, porque las abuelas no son dignas villanas de un cuento, porque es más fácil que se crean la maldad dentro del corazón de una mujer libertina que se atreve a vestirse como quiere, que no le teme a proclamar que vive de la magia y que esta fuerza mística vive también en ella.

Agatha, la abuela de la Sirenita, seguía adolorida de haberse quedado dormida en aquellos asientos poco aptos de la sala de entrenamiento. Recordó lo frustrada que se sintió al despertarse, y lo último de se memoria fue aquel hombre que hubo aparecido repartiendo el té. Estaba segura de que la habían drogado, de otra forma no habría podido dormirse con la rabia que la consumía por dentro como termitas a la madera.

Ella no quería dormir, ella quería salir, buscar a su malcriada nieta cuando a esta se le haya pasado la idea de lanzarse por las escaleras de Atlantis y traerla de vuelta por las greñas rojizas a las que su abuela le pagaba el tratamiento para sentarla junto a su futuro esposo, engreído e irritante, pero famoso y millonario al fin.

Atlantis había zarpado de nuevo, nadie explicó el por qué del contratiempo, nadie habló de los problemas de luz. Se hizo como si jamás hubieran existido y se organizó una cena en compensación.

El salón de fiesta parecía sacado de un cuento de hadas que, una vez evolucionadas en el tiempo, decidieron abandonar los bosques, llevar su esplendor, su escarcha y la particularidad de su fauna a recorrer la magnitud del océano hasta concentrar su magia en aquel palacio marino de paredes tapizadas con pinturas de flora, corales y criaturas de la profundidad.

La gran escalera central tenía por pasamanos una baranda de la madera más pura, con grabados en oro que refulgían bajo el reinado de aquella luz blanquecina; los escalones, por otro lado, parecían cristales pulidos hasta ser transformados en espejos, a juego con las sillas que rodeaban las mesas circulares con manteles impolutos y utensilios de porcelana y plata.

Entre todo aquel paraíso, se alzaba un escenario con una cortina de fondo hecha de hojas de cristal con un tono ambarino que le daba un efecto otoñal al espectáculo; y sobre esa tarima, un grupo armado con los instrumentos más relucientes, capaces de emitir los acordes más vigorizantes.

Sí, todo un espectáculo onírico con figura de personaje de fantasía que estaba a punto de adentrarse en las lindes de un jardín gótico, y así, transformaría todo el cuento de hadas en una fábula de terror. Y todo porque en aquel escenario, en medio de aquella armoniosa banda, debería estar una pequeña Sirenita que no se dignaba en aparecer desde su escena la noche anterior.

Agatha tamborileaba con el frío tenedor sobre la mesa. No solo estaba molesta, estaba al borde de una crisis nerviosa. Sabía a qué se enfrentaría si quedaba mal por culpa de la desobediencia de su nieta, esa malagradecida muchachita.

Ni un castigo ni una fuerte reprimenda serían suficientes esta vez, habría que darle una lección severa cuyas consecuencias le recordaran el resto de su vida que no podía anteponer sus malcriadeces a las necesidades de la familia.

Para desgracia de Agatha, un hombre le silbó al otro extremo del salón para llamarla, lo que la puso en alerta.

Sin voltear, se hizo la loca y caminó en la dirección contraria, esperando que sus muchos años de vida la hicieran pasar por una anciana sorda, tonta y discapacidad capaz de provocarle lástima hasta la más feroz de las bestias.

No obstante, esto no le funcionó, ya que aquel hombre la alcanzó y con una mano sobre su hombro la obligó a darse la vuelta y mirarle de frente.

Sí, era él, quien menos quería que fuera.

El cadáver de la Sirenita [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora