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Ari dormitaba. Hace rato que podría haberse quedado dormida, como Úrsula, la pareja de mujeres frente a sus asientos, o su abuela. Desde que se bebió el té que había pasado repartiendo un hombre del servicio le invadió un sueño acogedor que casi la desarma. Pero los nervios no le permitían sucumbir. Su hermana estaba afuera, sola, a la intemperie, donde la maldad marina o la fuerza del viento podrían acarrear desgracias irreversibles.

Sola, apenas protegida por la nada.

La imaginaba con las manos cerradas con fuerza entorno a las varillas de metal, con la mirada cocinando un guiso de odio condimentado de impotencia. Las piernas entaconadas le temblarían, un año de fama no puede ser suficiente para acostumbrarte a andar de puntas sobre un calzado de plataforma con la espalda acribillada por una delgada aguja en el talón. Los humanos nacen descalzos por un motivo, los pies tienen una forma natural por la misma razón, modificarlos a diario con semejante martirio no podía ser sano.

La imaginaba con la cabellera rojiza batida por el abanico invisible del viento, con varios mechones rebeldes escapando a su rostro, hurgando en su boca, interrumpiendo sus pestañas a mitad de un parpadeo.

Ari no pensaba que la vida de su hermana fuera miserable, pero no era la que ella quería. Por eso, ¿sería capaz de recurrir al suicidio?

Esperaba que no, y le quedaba un cargo de consciencia latente por no correr tras de ella, por estar todavía a tiempo y tener la plena seguridad de que no iría a acompañarla.

En ese momento, el extraño del parche y la cicatriz en el rostro, a su lado, se volteó a ver de quién eran los pasos que ahora se oían llegar. Ari hizo lo mismo y vio príncipe tomar el asiento pegado de la pared a un lado de la Úrsula dormida.

-Al fin llega -dijo su acompañante-. Empezaba a pensar que se lo había tragado la poceta.

Ari lo miró, casi había olvidado que dijo ser su asistente. Había sido bastante hostil con él cuando el chico solo parecía estar en busca de una conversación. Decidió enmendarlo, darle otra oportunidad, con unas simples palabras para romper el hielo, distraer sus nervios y silenciar las voces de su consciencia.

-¿Cómo me dijiste que te llamabas?

-No te dije, no me diste tiempo a decir más de dos palabras.

-Lo siento, el calor me pone arisca. Soy Ari, hermana de...

-¿Siempre haces eso?

La chica alzó una ceja ante el escrutinio del ojo intacto del chico, aunque la luz era tenue y la oscuridad emborronaba todo lo que no era directamente su foco visual, leía bastante bien el gesto. Era una mezcla entre desapruebo y lástima.

Le revolvió el estómago, pero puede que fuera porque le consiguió sentido a esa mirada.

-¿Siempre te presentas como «la hermana de»? El parentesco que tengas con ella no te define. Tú te defines. Si te sigues presentando así darás a entender que ni tú misma sabes quién eres.

Ari apretó la mandíbula, le costaba mantener su fachada de paz y amor estando cerca de un chico que le metía el dedo directo en la llaga, pero molestarse de manera visible solo conseguiría darle la razón, así que fingió indiferencia cambiando de tema.

-Sigues sin decirme tu nombre.

-Es que... no tengo nombre. Solo seudónimo. Cangrejo, así me llama el príncipe porque así firmé mi primer poemario.

-Oh, ¿eres escritor o algo así?

-Algo así -concedió el chico meneando la cabeza de manera dudosa.

-¿Cómo es eso?

-Bueno, supongo que para ser escritor necesitas tener lectores. Yo no tengo de esos.

El cadáver de la Sirenita [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora