–Esto es lo que te quería enseñar –explicaste–. La belleza del paisaje. Necesitas ver que eres parte de él.
Tus ojos brillaban claros entre el naranja. Se veían fuera de lugar, excesivos como el mar. Te arrodillaste en el piso junto a un plato de pétalos rojos, Los trituraste, agregando agua para hacer pintura. Sumergiste el terrón de musgo, luego lo usaste como esponja para pintarte la espalda, dejando impresiones de musgo rojo en los lugares que alcanzabas. Se escurrió algo de pintura, sangrando en delgados ríos rojos hacia el suelo. Miré todo el cuarto. No había cuerdas para atarme, ni armas. La puerta a mis espaldas estaba abierta. Podía irme fácilmente. Pero por algún motivo, no deseaba hacerlo.
–Se nos va la luz –dijiste.
Tomaste la hoja, recubriendo bien su largo tallo en una sustancia negra y arenosa. Te volviste de espaldas y trataste de presionarlo contra tu piel.
Suspiraste cuando no pudiste alcanzar la parte que querías y me pasaste el tallo.
–¿Me pintas los diseños? –pediste– ¿Con esto?
–No quiero –te empujé la mano.
–Pero la luz se está yendo. Quiero hacer esto antes de que el sol se ponga, y entonces vas a ver cómo se ve todo.
Tu voz era impaciente, firme. Tomaste mi mano. La acunaste en el calor seco de la tuya, corriendo el color embarrado de tus manos a la mía. Los rojos y negros me mancharon los dedos y dejaron una forma de raspón en mis nudillos.
–Por favor –dijiste en voz baja–. Sólo haz esto por mí. Sabes que te voy a llevar de regreso. Lo prometí.
Tus ojos destellaban con la luz; tus dedos apretaron más fuerte los míos. Saqué mi mano y tomé el tallo. Me arrodillé detrás de tu espalda y metí el tallo en la pasta negra.
–¿Qué dibujo?
–Lo que sea; lo que pienses de este lugar.
La mano me temblaba un poco y una gota de pintura cayó del tallo hasta mi rodilla. La punta del tallo era aguda. La presioné contra tu piel, clavándola ligeramente para dibujar un punto. Respingaste un poco. Un rayo de sol se coló por la ventana y te cayó exactamente sobre la espalda. Entorné los ojos, todo era muy borroso.
–No veo bien –dije.
–Pues hazlo a ciegas.
Volví a mojar el tallo en el negro. Dibujé una larga línea recta sobre tus omóplatos, el tallo te rasguñó la piel cuando traté de hacer que la pintura se quedara. Tracé un montón de picos: spinifex. Después hice a una persona, con cuerpo de palitos y un círculo chueco por cabeza. Dibujé ojos en la cara y los coloreé.
Encima, le pinté cabello como si fueran flamas. Luego le puse un pequeño corazón negro en medio del cuerpo. Extendiste una mano hacia atrás y me tocaste la rodilla.
–¿Ya acabaste?
–Casi.
Pinté un pájaro, que cruzaba volando tu omóplato. Luego dibujé un sol negro en la base de tu cuello, que brillaba encima de todo. Volteaste a verme, nuestras rodillas tocándose, tu cara a menos de medio metro.
–¿Quieres? –metiste los dedos en un charco de arcilla rojo sangre y trazaste una línea sobre mi frente–. Puedo pintarte –me tocaste la mejilla, que también se manchó de arcilla roja–. Ocre rojo –murmuraste–. Intensifica todo.
Me quitaste la hoja de la mano y me la acercaste al cuello, pero me hice a un lado.
–No –dije, te encogiste de hombros con ojos tristes. Me tomaste de la mano y me levantaste de un tirón. Me resistí un poco. Caminamos al centro del cuarto.
–Ahora esperamos –dijiste.
–¿Qué?
–Al sol.
Nos sentamos sobre una cama de arena y hojas, justo en medio de la pintura y el color. El sol que entraba por la ventana brillaba tan fuerte, que era difícil verlo aun con los ojos entrecerrados. Y allí el olor era más intenso; a hojas y hierbas, terroso y fresco.
–Mira hacia acá –dijiste.
Te giraste hacia la pared del fondo y yo hice lo mismo. De espaldas al sol, podía ver cómo sus rayos encontraban las espirales y puntos más claros de la pintura, haciéndolos ver tridimensionales.
Alcanzaste un montón de hojas secas y las trituraste en tu mano; luego sacaste tus papeles de liar de abajo de una piedra. Tomaste un poco de ceniza de otro montón, la revolviste con las hojas y pusiste todo sobre uno de los papeles. Lo envolviste bien apretado. Cuando lo encendiste, regresó ese olor, ese olor pesado a hierba, a hojas de desierto quemadas; olor que esa tarde se aferraba a todo en el cuarto de las pinturas. Diste una fumada larga y profunda, luego me pasaste el cigarro. Parecía un arbolito en llamas, quemándose entre mis dedos. Le di vueltas, viendo el resplandor rojo de la punta. Por una vez lo probé, no sé por qué. Ese día estaba más relajado, puede ser; más esperanzado de que me fueras a dejar ir. Las hojas que se quemaban no eran tan fuertes como el tabaco ni tan punzantes como la mota, Un sabor sutil a hierba pronto me llenó la boca y sentí que exhalaba suavemente, que mis hombros se relajaban un poco.
Te apoyaste en los codos. Mientras más bajaba el sol, más vívidos se tornaban los colores. El rojo bañaba todo, haciendo más brillantes las secciones más oscuras de la pintura. Haces de luz encendieron el piso, iluminando los millones de puntos pintados y los pétalos de flor. Los rojos, anaranjados y rosados se intensificaban alrededor, hasta que pareció como si estuviéramos sentados en medio de una hoguera... o en medio del propio atardecer.
–Es como estar en el centro de la tierra ¿no? –murmuraste–. Estamos justo en medio de las brasas.
Sentía el calor en la espalda; hacía que la camiseta se me pegara a la columna. Parpadeé para evitar que los colores se me nublaran. Líneas y siluetas negras danzaban ante mis ojos como el contorno de las llamas.
El sol descendió más. Su luz tocó tu cuerpo pintado y te volviste dorado... te hizo resplandecer. Los granos de arena destellaban sobre tus brazos. También podía sentir el sol en mi piel: la hacía verse anaranjada, durazno, la suavizaba. El cuarto entero estaba bañado de luz.
Me miraste y al hacerlo tus ojos flotaban en el dorado. Noté las marcas negras en tu mejilla izquierda, diminutas huellas de animal que subían hasta tu pelo, pasando sobre tu cicatriz. Estiraste la mano y tocaste la piel de mi brazo, con tus dedos arenosos y ligeros sobre mí. Era donde me estaba dando el sol, donde mi piel estaba más cálida. La rozaste con la punta de los dedos.
–La luz también viene de tu interior –dijiste–. Estás resplandeciente.
Volteé y traté de asimilar todo el cuadro de golpe. La cabeza me daba vueltas por los colores y la luz, o por tu cigarrillo, no lo sé. Ese cuadro era tan diferente de todos los cuadros que había visto con mamá, mucho más real de algún modo. Y sí, lo reconozco: era hermoso. Salvajemente hermoso. Tus dedos trazaron patrones en mi brazo: círculos y puntos.
Ya no me asustaba que me tocaras.
《♤》
BẠN ĐANG ĐỌC
Lost In A Lie -《Yoonmin》
FanfictionUn extraño de piel pálida observa a Jimin en el aeropuerto de Incheon. Él todavía no lo sabe, pero Yoongi es un joven que lo ha seguido durante años. De pronto Jimin se encuentra cautivo dentro de un territorio desolado del que parece no haber escap...
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