Shantal

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Estaba en un amplio y extraño lugar recubierto de cristal, con pisos que parecían espejos y con el techo cubierto de vidrio que dejaba entrar los brillos del sol. Me sentía confundida porque en el pequeño pueblo de Inglaterra en el que vivíamos, en esa época del año no hacía sol. Sin embargo, más allá de la incertidumbre no sentía miedo. Una paz arrolladora entró por mis pulmones haciéndome respirar profundo. Los destellos de luz cayendo sobre mi cara eran capaces de curar mi dolor y miré mis brazos... porque, sin excepción, en cada sueño desde que el padre de Grace me tocó por primera vez, estaba manchada. El marrón de mis manchas se mezclaba con sangre las pocas ocasiones en las que soñaba y ... lo reconocía. Esas manchas iban cubriendo las cicatrices del pasado, del dolor, de las cosas que no son remediables. Incluso a pesar de no ser real, era tortuoso. Sentía el peso, la carga de aquello que no pude detener y solamente esperaba con ese ardor subiendo por mis piernas hasta mi abdomen, brazos y rostro... hasta despertar.

Este sueño era distinto porque la luz sanaba y las manchas marrones iban desapareciendo a medida que la melodía del piano y una voz angelical o más bien diabólica por lo ronca y a su vez tenue... iban destensando mis articulaciones. Liberándome de aquello que ya estaba hecho. De mis gritos ahogados, de mis frustraciones por la pérdida de la infancia. De la arrogancia que utilizaba para cubrirme en el mundo y en las circunstancias en las que había crecido. A medida que escuchaba la música, mi respiración se unía a ella hasta que por inercia extendí mis manos y cabeza al cielo para hacer desaparecer por completo el dolor. Y lloré... lloré como hacía mucho no lo hacía. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y el corazón parecía haberse desprendido porque era plena. Mi mente no traía de vuelta los recuerdos y mis brazos se mantenían en constante equilibrio recibiendo los rayos que habían llegado para sanar.

«You mean the World to me – Freya Ridings».

Abrí los ojos dejando caer los brazos para mirar a mi alrededor y allí los encontré a ellos. La voz pertenecía al cuerpo de una mujer irreal y no podía ser verdad que alguien fuera tan bella. Cantaba mirándome de frente con esos ojos color verde, uno de los verdes más claros que he visto. Su voz no compaginaba con su cuerpo delicado, con sus curvas perfectas y ese cabello pelirrojo con ondas en las puntas cayéndole debajo de la cintura. No desafinaba y comencé a dudar si los rayos eran mi cura o si mi cura eran las melodías que salían de ella. Las pecas cubriendo su nariz y bajando a sus mejillas le otorgaban delicadeza. Sus labios carnosos eran parte de su don y la tristeza que ocultaba su mirada hablaba de la pérdida, pero también del amor.
Tardé en reparar al hombre vestido de traje de primera mano que tocaba al piano. Estaba vestido de negro, pero la corbata azul celeste le quedaba muy bien, parecía hecho a la medida. Estaba de frente a mí y ella, parada y recostada apenas con su brazo derecho, en el piano. Hacían una pareja exquisita y por primera vez, en uno de mis sueños, no quise despertar. El chico tenía la mandíbula cuadrada, el cabello negro y lacio. Sus gestos, indescifrables, y el par de ojos azules con las pestañas más pobladas que había visto, incluso en la distancia, me indicaban que lo que no se remediaba, se tenía que curar.

Con la elegancia de quien parece venir de otra parte y con la quietud de quien sabe lo que está por pasar... me dedicó una sonrisa y pensé que era Dios. Su dolor estaba convertido en compasión, pero estaba allí. El color carmesí de sus labios no podía engañarme. Estaba sufriendo y presentí que por amor.

Terminaron la canción sin equivocaciones. Al parecer, ellos no se equivocaban o eso me decía su presencia. La pelirroja no caminó hacia mi encuentro, y el hombre de espalda ancha se levantó y caminó alrededor del piano para dar algunos pasos hasta estar a un metro de mí.

—Los tiempos difíciles fabrican armaduras y las que cubren tu piel son excesivas y fuertes —También su voz era cálida, no sentía miedo, pero... si un respeto indescriptible.
—¿Quién eres?
—Un nombre que se esparce por el mundo para demostrar que no es importante ser inolvidables como individuos, pero sí hacer cambios que se vuelvan inolvidables para la posteridad.
Volteé a ver a la mujer pelirroja que no parecía ser más grande que yo. Ella lo veía como quien intenta entender una lección, pero no parecía muy convencida.
—¿A qué te refieres? —pregunté, examinando sus facciones, la respiración perfecta, los rasgos de un Dios, o por lo menos, de mi definición de Dios.
—Esto que ves se muere —señaló su cuerpo— y es una asignatura difícil el hecho de aceptarlo. No importan estos ojos, sino el prisma de ellos. No importa esta espalda, sino los huesos de la columna que me hacen caminar. No importan las piernas, porque si fallan, hay algo más importante que ellas y es el coraje. Caminar no siempre es trasladarse. La ruta es importante, pero hay rutas necesarias que solo llegan a través de la equivocación. El cabello que ves y las facciones que verificas son el transporte apropiado para la lección que cada uno viene a aprender. Eso, es el cuerpo.

Siempre vuelvo a ti Donde viven las historias. Descúbrelo ahora