Capítulo 10: A veces los fantasmas siguen aquí

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Lancé un largo suspiro y accedí a entrar.

Volvería tarde a casa. Pensé que quizá saldría cuando los grupos de delincuentes rondaban por ahí. Imaginé que quizás uno de ellos me acuchillaría hasta matarme y también a mi cuerpo desangrado apareciendo en las noticias.

En mi mente recreé mi propio funeral y el cómo mi padre pelearía con mi abuela sobre quién era el culpable de mi muerte. Ella de seguro diría: «¡Tú lo dejabas andar a esas horas solo!». Y papá respondería: «¡Diane y tú lo criaron! ¡Ustedes lo educaron así!». No obstante, mi padre se sentiría libre después de mi sepulcro, porque tendría otra hija a la que no criaría con tantos errores. Aunque quizás Alice acabase por desesperarse de lo torpe que era para todo lo que no tuviera que ver con trabajo y le pediría el divorcio.

Me aplasté en su sillón sin importarme mojar la tela. Temblaba como si fuese un vibrador a máxima potencia y sentía que todo me escurría. Joshua desapareció, dejándome solo en su sala. Me quité las gafas para limpiarlas y después observé el lugar. Poco cambió desde la última vez que estuve ahí, solo había más desastre; encontré platos sucios encima de la mesilla de cristal y basura de golosinas en el suelo.

Él volvió al poco rato con una toalla que tiró sobre mi cabeza. Empecé a secarme el cabello, me quité el suéter y dejé esta encima de mis hombros.

—¿Quieres café? —preguntó de forma servicial. Era increíble el contraste entre ese Joshua y el antipático de la mañana.

—Calma, no voy a morir. Llevo dieciocho años siendo una cucaracha.

De nuevo mi cerebro y mi boca habían perdido el filtro.

—Imbécil. —Rodó los ojos, se sentó a mi lado y cruzó los brazos—. Lo mejor será que te vayas cuando la tormenta pare.

—Solo préstame un paraguas. —Saqué el móvil del bolsillo de mi mochila, revisé la hora, eran casi las once.

Él recargó la cabeza sobre la palma de su mano y no dijo nada. Fijó sus ojos azules en mí por un buen rato, de nuevo, observándome cómo si fuera una criatura curiosa detrás de una vitrina.

Silencio incómodo. Los odiaba casi tanto o más que a mí mismo. Necesitaba detenerlos o si no, empezaría a asfixiarme.

—Calma, que yo no soy Charly —expresé, me quité la toalla y volví a abrazarme para entrar en calor.

Entrecerró los ojos, lo escuché suspirar y vi cómo le daba leves golpes al sillón con sus dedos.

—Eso lo sé, él era menos borde que tú —replicó con un toque de hostilidad—. Era el típico sujeto que prefería quedarse a ver películas que salir de fiesta, responsable a extremos enfermos, pero con esa pizca de rebeldía que lo hacía diferente —sonrió con amargura—. Nos la pasábamos horas jugando Halo o puteándonos con pistolas de dardos.

—Lo imagino como el de la razón y a ti el de las ideas —mencioné, no quería dejar morir la charla—. Así solía ser con mi viejo mejor amigo.

—Es gracioso ver como después de lo que te hizo no suenas ni de cerca molesto, ¿te enamoraste de él?

Enojado, lo empujé con brusquedad. Una acusación similar fue la que causó que el acoso explotara y que escalara a niveles que nunca esperé.

—El problema es que yo nací mal —confesé al mismo tiempo que bajaba los hombros—, pienso demasiado en la gente que debería detestar y muy poco en la que se supone que me ama.

—O sea eres un idiota y de paso masoquista.

—Se escuchaba más poético como lo dije yo.

El fuerte sonido de un relámpago interrumpió la charla. Tras esto, todas y cada una de las luces que estaban encendidas se apagaron, así como los aparatos dejaron de funcionar. Joshua y yo prendimos las lámparas de nuestros móviles y nos alumbramos el uno al otro. Todo me había salido mal ese día, porque incluso dejé de tener Internet en mi teléfono.

El retrato de un joven lúcido | ✅ |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora