Capítulo 4: Black Sunrise

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Al entrar lo que más llamó mi atención fue la banda tocando al fondo sobre un escenario, era un grupo de rock que interpretaba covers, no tenían nada especial. Había varias mesas de madera con sillas del mismo material distribuidas por todo el sitio. Al fondo, a la izquierda, estaba la barra y por encima, luces de LED blancas, colgadas y enredadas entre los cimientos del techo.

Nos sentamos en cualquier lado. Beckett puso sus ojos encima de mí, como si yo fuese un animal gracioso detrás de una vitrina.

—¿Eres novio de Hannah Davies? —preguntó él, tomó el menú entre sus dedos y empezó a revisarlo—. Los veo muy juntos.

—Algo así —susurré.

Hannah y yo encajábamos más en: «mejores amigos que se besan».

El título no parecía molestarle, a mí tampoco si era sincero, más que resignación, era por la comodidad de estar en una relación sin intimidad emocional.

Un mesero se acercó a pedir la orden, interrumpiendo la forzada charla. No tenía nada de hambre, pero moría de sed.

—Para mí van a ser dos Black Sunrise —pidió Beckett sin titubeos.

El mesero se giró hacia mí.

—Una cerveza —dije en un murmullo—, pero por favor, asegúrese de que la lata se encuentre bien cerrada —aclaré, subí la voz para procurar que él me escuchara.

Sentí cuatro ojos extrañados encima, pero el mesero se retiró y solo quedaron los de Beckett.

—Qué especial, Chris —comentó él—. No pensé que fueras un obsesivo de la higiene.

Escuchar mi nombre pronunciado por sus labios y con esa confianza, le agregó todavía más surrealismo a la situación.

—Nunca sabes si le meten otra cosa —repliqué, a la defensiva.

—¡Qué paranoico saliste!

—No es paranoia, es precaución.

—Suenas como mi madre.

Rodé los ojos y corté la discusión. Metí la mano dentro del bolsillo de mi chaqueta y saqué la cajetilla de cigarros junto con el encendedor. Le ofrecí uno a Beckett con todo y fuego después de prender el mío.

—Chris, eres una terrible persona —afirmó, le dio una calada al cigarro—. No deberías hostigar a alguien por sus preferencias sexuales.

—No me diga algo que ya sé —ladré—. Y sobre lo otro, usted fue el que empezó a llevarla mal conmigo.

—Yo no estoy en tu contra —se defendió, sacó el cigarro de la boca y lo puso entre sus dedos—. ¿Tienes delirio de persecución?

Sonreí, incrédulo. Crucé los brazos y me desparramé sobre la silla.

—No se desquite conmigo porque odia ser maestro —le espeté.

—Si te ponen a escoger entre vivir en Nueva York haciendo lo que quieres y ser profesor de una escuela en una ciudad cualquiera de Connecticut, ¿qué escoges?

—¿Y por qué la dejó? —pregunté con insana curiosidad.

El mesero interrumpió la conversación otra vez. Colocó los tragos de Beckett sobre la mesa y antes de irse, puso la lata de cabeza para que me asegurara de que estuviera cerrada.

Se estaba burlando de mí, incluso vi su sonrisa de lástima.

—Me metí en un lío de apuestas, perdí dinero y luego me despidieron del trabajo —admitió—. Acepté este empleo, porque era eso o empezar a dibujar gente en la calle para ganar dinero.

El retrato de un joven lúcido | ✅ |Where stories live. Discover now