Capítulo 35

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Solo se había enamorado una vez. El muchacho en cuestión era un aldeano proveniente de una familia de clase media y con metas normales y silvestres como mudarse a una de las grandes aldeas, tener un negocio propio y formar una familia.

Él no luchaba para sobrevivir un día más. Tampoco tenía asesinatos sobre sus hombros. Era inocente.

De hecho, era ese el motivo por el que le había empezado a gustar. Veía en Yiro un futuro bueno que quería compartir. Era una esperanza que, a escondidas, se permitía concebir.

Sin embargo, eso no había durado tanto como planeó. No se mudaron, no se casaron, menos tuvieron hijos. Su clandestino amor había colapsado tras meses de suspiros y besos a escondidas. Yiro había muerto cerca al lugar donde solían encontrarse. Veneno, decían algunos. Paro cardíaco, otros.

La verdad la descubriría después, en medio de una pelea con quien se jactaba de ser su prometido. Izumo lo había matado. Había acabado con un chico que no le hacía daño a nadie y cuyos ojos chocolate hacían del mundo un lugar mejor.

Después de Yiro, había salido con alguno que otro ninja, pero no había vuelto a sentir esos deseos de mantenerse al lado de alguien y verlo cumplir sus sueños. Incluso en ese momento, en el que regresaba de otra de sus citas con el hijo de la verdulera, su corazón mantenía la calma. No se atolondró cuando Ren, el galán en cuestión, la tomó de la mano. No perdió la cabeza tras el beso que le robó. Todo estaba en orden. Excepto porque los párpados le pesaban y olía a alcohol. Se sentía liviana como una pluma, mas sus pasos luchaban por mantener una línea recta.

El firmamento empezaba a oscurecer y las estrellas a poblar el manto lila. Últimamente se había vuelto demasiado sensible. Se quedaba mirando el atardecer, convenciéndose que los días eran más cortos; cada saludo le auguraba una despedida; y guardaba en su memoria todos los gestos bondadosos que le dedicaban, por si era el último que recibía.

No lloraba, pero sí tenía ese distintivo picor previo al derramamiento de lágrimas que
—vale decir— nunca llegaba. ¿Era normal? No lo creía. Con cierto dolor de cabeza, se despidió con la mano de Ren y entró al edificio donde alquilaban un apartamento. Estaba vacío.

—¿Itachi? ¡Itachi! —llamó alzando la voz, sin interesarle que algún bebé podría estar dormido.

En cuestión de segundos, antes incluso de pensar en bajar las escaleras, ya se hallaba caminando hacia la parte trasera de la casa, rumbo al pequeño garaje donde la dueña guardaba sus herramientas y paja.

¿Cómo había logrado descender sin tropezar y golpearse la cabeza?

—Es talento —Rió para sí, respondiendo su pregunta mental.

Meiri no era de embriagarse. El sabor del alcohol no era su favorito y quizá por eso —la falta de costumbre al beber—, un par de copas le habían caído mal.

Su perdición era el dulce, como la de cierto shinobi que en esos momentos afilaba sus armas. De niña, acostumbraba comprar golosinas en las aldeas o poblados y las escondía de los soldados de Ryoto, pues ellos no comprendían cómo podía gastar dinero en algo tan vanal como eso.

En más de una ocasión había sido golpeada por regalar dulces a compañeros de la misma edad o más pequeños.

"Ayudas a las grandes aldeas con tu consumisto", era una de las frases que le gritaban previo a otro golpe en la espalda. Probablemente era el alcohol, pero parecía como si viviera en carne propia todos esos castigos estúpidos.

La Hikari, huérfana de madre al nacer y de padre a los cuatro años, se había criado sola en un ambiente hostil. Sin hermanos, tíos y un abuelo que en ese entonces vivía, había sido puesta bajo custodia del clan a temprana edad.

Kimi ga suki | Tú me gustasWhere stories live. Discover now