Las personas no queman

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No podía decir que no. Le debía una disculpa y ella no era de decir «todo está bien, no pasa nada». No. Sophia Pierce me dijo que sólo me disculparía si la acompañaba. ¿Adónde?, una pregunta sencilla que incluso ahora ya no puedo responder. No me negué. Le dije que Sergio podía llevarnos. Ella me dijo que íbamos a pie. ¿A pie? Nadie en el instituto «El Ángel» usaba el transporte público. Ella no era nadie. Más tarde me enteraría que entró por una beca de deporte. Que dos veces a la semana tenía entrenamiento de tenis y que era realmente mejor que buena.

—Las "disculpas" no acomodan los daños —me dijo—: Si vienes conmigo quizás en alguna parte del día hagas que se me olvide tu desplante de hoy —manipulación básica y caí en ella.

   Le dije a Sergio que me iría con mi amiga. Su trabajo era cuidarme, pero algo en Sophia también lo convenció. Y lo que pasó después fue simplemente nuevo. Me llevó por una ciudad en la que había estado mucho tiempo, pero a la que no conocía.

Caminamos por unas cuadras hasta que tomamos un autobús. Nos llevó hasta Altamira en donde cogeríamos el metro. Bajando las escaleras el olor de orine se me hizo insoportable. Pasamos los torniquetes y caminé segura. Llegamos a hacer la cola para ir al andén. Era tanta gente que mis cálculos de espera fueron de media hora y terminamos esperando cuarenta minutos para subir.

Sophia parecía relajada, a pesar de que sádicamente los hombres le gritaban cosas lascivas. Mi paranoia era evidente, ella la notó.

Subimos al andén después del tiempo esperado. Yo, nerviosa, ella normal. Fue una odisea cuando las personas salvajemente salieron, como si se les fuera la vida en eso. Sophia se paró frente a mí, y tocó mi cara para que reaccionara supongo. En ese punto quería era salir corriendo. Me jaló y a través de empujones que propiciaba Sophia como otra salvaje más, logramos pasar.

—¿Qué? ¡Las personas no queman, Julie! —me dijo burlándose.

—El sistema está muy dañado, todo está mal —respondí, refiriéndome al deterioro que observaba o el que me habían contado y nublaba mi visión.

—¿Cuál sistema? ¿El del transporte? ¿O el que te consume y no te deja vivir? —No entendía a qué se refería y porque la estaba siguiendo en semejante disparate.

   Una oleada de gente llenó el vagón. Ella abrió mi bolso y ni siquiera lo noté hasta que vi mi móvil en su mano.

—Observas para criticar, y descuidas tus cosas. ¡Primer paso! Avíspate. Actívate, está alerta pero sin que la alerta te consuma hasta privarte de disfrutar —Me guío desde atrás para hacerme entrar. Escogió un puesto para mí, pero enseguida se lo di a una señora mayor—: Dulce Julie, al menos tus valores no se han corrompido en la burbuja de la normalidad en la que te encierras —No supe si era un cumplido o algo bueno. Me dio igual, tenía que preocuparme de muchas cosas y no precisamente de los comentarios de Sophia.

Ella se quedó recostada a la barandilla del metro. Mirándome.

—¿Dónde vives?

—¿Qué te hace pensar que vamos a mi casa? —me devolvió la pregunta.

No dije nada. No le daría el gusto de verme tan asustada. Tenía que actuar. Fingir perfecta y apacible normalidad.

Los vendedores ambulantes eran excesivos:

«Bueno familia, voy por la calle del medio, este, voy de paso, primero la educación, buenas tardes, bueno, mira, que te llegó la Fresi pop, la prima hermana de la bon bon bum... eeeeh... se reventó el camión y allá afuera te las consigues en 1.000 y hoy te las estás llevando aquí adentro del metro en 2x500, en efectivo».

El capricho de amarteМесто, где живут истории. Откройте их для себя