Sophia Pierce - Almas que te salvan

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Faltaban dos días para el torneo más difícil en el que había participado. Si ganaba mi puntaje se elevaría y entraría entre las mejores. No en el ranking de Ksenya, pero sí entre las treinta mejores del mundo. Ella seguía de número uno y todos decían que tenía un beneficio al tenerla de mentora. Tenían razón. Era la persona más disciplinada. Su verdadero amor era el tenis y me lo demostraba a diario.

—Me llena como a ti pintar, que pudieses hacerlo todo el día —me dijo durante la cena meses atrás—. Es por eso que no me canso, no me duele, mi cuerpo vive para hacerlo y cuando estoy en la cancha todo está en armonía.

En eso tenía razón. Vivíamos entrenando, día, tarde y noche. Lo más loco que hizo fue despertarse sobre las cuatro de la mañana. Una noche me había quedado dormida en el sofá de su cuarto viendo series cuando la escuché caminar a su vestier. Pensé que iba al baño que quedaba en la misma zona, pero cuando la vi vestida deportiva y con su raqueta, la asusté (uno de mis gustos adquiridos). Casi la mato del susto cuando le llegué por detrás preguntándole: «¿Adónde vas tú?». Obviamente fue en tono de susto y gritó lanzando la raqueta contra el suelo. «Eres una loca y tienes que dejar de hacer eso», me reclamó y después de reírme por un rato escuché su respuesta: «Soñé que perdía y necesito ir a la cancha». «¿Tu entrenador se presta?», le pregunté aunque sabía la respuesta. «Le pago para jugar conmigo a la hora que sea, está escrito en su contrato». Lo que no sabía es que yo empezaría a hacerlo sin necesitar de un contrato.

Esa fue la primera noche que entrené contra ella en la madrugada, pero no la última. Tenía sueños donde perdía, otros donde tenía «una gran victoria» y siempre despertaba con ganas de estar en la cancha. Era obsesivo, pero a la vez tierno.

Era una campeona y se comportaba como tal y me conseguí entrenando con ella. Riéndonos en la madrugada en su cancha de tenis con las estrellas amontonadas observándonos. Así fue pasando la vida y aunque la nostalgia que sentía no se iba, de algún modo, aprendí a vivir extrañando a Julie. Aprendí a vivir lejos de lo que amaba, pero de ninguna forma se agotó mi amor. Yo no quería olvidarla. Quería quererla en libertad y eso fui haciendo.

—El tenis es constancia, no mantienes tu título pensando que ganarás un Grand Slam y ya. Son muchos al año y si no sigues ganando bajas tu puntaje. Es diferente, es un deporte de consistencia, de pasión, pero sobre todo de talento ligado a la entrega y control mental —Se señaló la cabeza—: Todo está aquí.

Tenía razón. Si te frustrabas o perdías la concentración estabas muerto. Tu contrincante tomaría la delantera. Ni siquiera podías dejarte vencer cuando estaban ganándote. Porque la victoria verdadera se daba antes de que acabara el tiempo. Un jugador podía ganar en el primer set si destruía emocionalmente a su contrincante. Ksenya no dejaba de repetírmelo.

—Yo hago eso, Sophia —me explicó—. Les gano con mi cabeza y todavía la gente piensa que todo se trata de mi juego. ¿No lo ves? Me ven tan inalcanzable que creen que lo soy, pero es mi destreza mental la que los aplasta antes de entrar en la cancha.

—¿Por eso apuestas con las demás? —le pregunté.

Ella apostaba dinero con sus compañeras, a veces diez mil dólares, pero la mayor apuesta fue contra Silvia. Apostaron quinientos mil dólares a que Ksenya le ganaría. Por supuesto, Silvia aceptó confiando en su victoria y terminó perdiéndolo todo. Imagino que cuando tienes tanto dinero apostar medio millón de dólares con las que se vivirían muchísimas vidas cómodas, es un juego de niños. Siempre estuve en desacuerdo con eso, pero tampoco iba a opinar al respecto.

—Apuesto porque es una forma de ganar dinero fácil, Soph.

Fue lo único que dijo antes de entrar al estudio.

El capricho de amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora