C A P Í T U L O 7 9

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Casi suelto una carcajada. Es probable que la persona más inteligente de mi entorno haya sido Noir, señalando que el subconsciente es una peligrosa parte del ser humano. A fin de cuentas él decide a dónde vamos, y cuál es nuestra actitud mientras hacemos el camino. Y yo, fiel a mi estupidez supina, he estado subestimándolo sistemáticamente.

Estamos en vacaciones, así que como es evidente, el instituto está cerrado. Pero lo conozco lo bastante bien —sus pasadizos secretos, se entiende— como para saber por dónde colarme, y también he crecido un poco desde que pasaba por aquí: saltar la verja debe ser pan comido. ¿Y por qué el patio, por qué el campo de fútbol con sus gradas de hierro, esas con las que si te golpeabas las espinillas acababas en el hospital? A lo mejor porque es donde empezó todo. Incluida la historia con Lana, ya que mi problema de compromiso y autoestima surgió en estos lares, y fue algo que nos afectó a ambos.

Con ninguna dificultad, accedo al interior trepando por la cancela, teniendo cuidado de no clavarme el acabado punzante en ninguna zona que pudiera resentirse. Caigo de un salto al otro lado. Echo un vistazo alrededor, y no porque quiera cerciorarme de que no hay nadie, sino por el placer de ver cuánto ha cambiado en veinte años... Nada, en realidad. Salvo por la mano de pintura que le han dado a las líneas del campo y a las porterías, todo está como lo dejé.

Podría señalar exactamente en qué puntos del modesto estadio me dieron una paliza. Son cosas que, quieras que no, no se olvidan. A lo mejor porque Vic tiene razón y lo que te ocurre durante la infancia determina la persona en la que te conviertes, o más bien la limita. Aunque eso es un diagnóstico oficial: yo soy de los que piensan que simplemente, el cerebro del ser humano ha sido programado para recordar lo que le hace daño antes de lo que le hizo feliz. Con el añadido de que hay cosas que no se pueden perdonar, u olvidar, o recordar sin que joda.

Planto mi trasero en la grada que da al campo vacío. ¿Alguna vez habéis visto un campo de fútbol abandonado? No digo uno como el Camp Nou o el Santiago Bernabeu, que incluso sin un solo alma pululando por allí se ven jodidamente magníficos... Y eso que no soy futbolero, me va más el baloncesto. Me refiero a uno humilde, casi insignificante. No soy poeta, ni entiendo nada de melancolía o nostalgia —las palabras raras ya sabéis a quién se las dejo—, pero es una sensación similar a la de los cementerios.

Aparto a un lado mis desvaríos en cuanto alguien se sienta a mi lado.

—El asesino siempre vuelve al lugar del crimen —comenta Leon. Apoya los antebrazos en los muslos, y se echa hacia delante para barrer con la mirada el campo.

—En este caso es la víctima —corrijo, entre divertido y amargado—. ¿Qué haces aquí? ¿Me has puesto un chip localizador, por si entro en un gimnasio y debes dar la voz de alarma?

—Mi madre ha tenido un problema manejando el hotel central. Debía resolverlo lo antes posible, así que cogí el primer vuelo hace apenas unos días... Curioso, ¿no? —Alza una ceja—. No te despediste de mí. Y tampoco enviaste un mensaje.

—Tampoco tengo que dar explicaciones de las decisiones que tomo. Ya no tengo dieciséis años, amigo... No tengo que decirte dónde voy a estar para que intervengas en caso de que se plante alguien a pegarme, o insultarme —le recuerdo—. De todos modos, voy a volver. Esto era un pequeño descanso.

Leon asiente y me mira con curiosidad. De pronto siento que estoy en una de esas películas con mensaje moralizador, en la que los mejores amigos hablan tranquilamente en un lugar desierto mientras la brisa fría les revuelve el pelo. Es lo que le sucede a un par de mechones rubios, y lo que le obliga a entornar los ojos.

—Te han jodido pero bien, ¿eh?

—Elemental.

—¿Y qué piensas hacer?

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now