C A P Í T U L O 7

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A la tercera mirada asesina, va la vencida. El barman deja de balbucear estupideces sobre que tengo que parar de beber, y me sirve el último cubata que me falta para caer redondo. O eso se cree él: cómo se nota que no conoce a los Volney. Negociamos con aceros porque de eso está hecho nuestro hígado.

He pasado directamente a este momento porque después de ver a Lana moviéndose por la sala con un bastón de ciego y unir dicha imagen a sus gafas de sol, se abrió la tierra bajo mis pies y no pude encontrarme a mí mismo. El que me ha arrastrado a la realidad ha sido Ron, mi inestimable compañero de juergas y desahogo oficial: el mejor amigo que un desgraciado como yo podría tener.

Todo esto de la cogorza está pensado desde un punto de vista estrictamente lógico. Si me hincho a tragar sustancias tóxicas, por inercia tendré que acabar con el nudo que tengo en la garganta, ¿no? O por lo menos lo destruiré cuando me suba la bilis por el esófago y acabe vomitando hasta la primera papilla. Eso si no fuera un Volney, ¿recordáis? Os lo he contado un par de párrafos atrás...

Creo. No estoy en mi mejor momento.

Lana Douves... está ciega. No puede ver, ni verme. Por eso no le ha cambiado la cara al chocarse conmigo. Que vale, me ha oído decir una frase, pero cinco años sin escuchar a alguien hablar es suficiente para olvidar su tono al hacerlo, ¿no?

Agarro el cubata y lo vacío en mi estómago sin ceremonia. Normalmente no bebo tanto; el alcohol engorda lo mismo que una comida alta en hidratos, y yo huyo del pan y sus derivados como de la peste... Pero esta ocasión lo merece, porque...

Lana Douves está ciega.

¿Se supone que eso debería restarle culpa por lo que me hizo? No puede ver tres en un burro, y muy probablemente su vida fuera una mierda durante un tiempo, pero la mía también, y en mi caso, ¿qué tendría que ver que ahora sea minusválida con mi corazón roto?

Ya sé que no me pega decir nada de eso de almas dolidas, absteneros de señalarme como si fuera un animal en peligro de extinción. En cierto modo lo soy: no hay dos Axel Volney en el mundo, y no lo digo refiriéndome a mi trabuco o mi dote sexual —dos cosas que se complementan y que, por el contrario, me convierten en un ser humano único—, sino más bien en el mal sentido. No ser Axel Volney significa ser Leon Dresner, por ejemplo, y Leon Dresner no estaría acabando la botella de ron porque acaba de descubrir algo que no le hace gracia.

¿Se supone que lo de la ceguera fue el karma por hundirme? Porque si de eso va la ley del talión, no la quiero. Como mucho, deseé que Lana se cansara del pobre infeliz al que eligió por encima de mí, o que descubriera que la tenía pequeña, o que se rompiera una puta uña, no que perdiera un sentido.

No os contengáis. Fui un hijo de puta deseándole a Lana —a Lana— que se rompiera una uña. ¿No he dicho que yo me liaba con chonis? Pues ella era una de primera, escandalosa, barriobajera, poco formada, con una pasión enfermiza por el leopardo y las mallas que se transparentan... y las uñas. Las uñas eran lo más importante, y las cicatrices en mi espalda son prueba de ello.

Pero era mi choni-pija, mi pijoni, mi chija, y yo la quería con sus uñas de gel variopintas incluidas.

Saco el móvil del bolsillo interior de la chaqueta y empiezo a trastear en la galería de fotos. No os penséis que no borro las fotos porque me gusta sorberme los mocos mientras recuerdo los mejores momentos de mi vida, esos que no volverán, tendido en la cama a altas horas de la madrugada, con la cara iluminada por la pantallita...

No las borro porque me da pereza.

Pero, ¿qué fotos de Lana voy a encontrar? Cambio de móvil cada seis meses porque estoy obsesionado con la tecnología, y no soy un tío que se haga mucho selfie. Esa era ella. Me obligaba a posar en todo momento.

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now