El festín de los darkgars

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Los sonidos que rodeaban al barco eran diferentes, el mar ya no gritaba furioso, y la madera de la cubierta crujía impetuosamente. No solo los chasquidos eran peculiares, sino que también lo era el movimiento de la nave; los berkianos ya no sentían el suelo mecerse de forma violenta bajo sus pies, los balanceos despiadados habían culminado; todo parecía indicar que la flota de Drago se había detenido, pero, no sabían dónde.

Los ojos de los gemelos se encontraban abiertos de par en par, ambos tenían la mirada clavada en el exterior al cual se les tenía impedido el paso. Con cada estruendo, los muchachos abrían más su mirada, y sus pupilas se expandían, intentaban recolectar cualquier información útil, pero, la oscuridad y el extraño idioma en el que durante ese momento se comunicaron los subordinados de Drago se lo impedían.

—¡fantástico! —gruñó Patán alzando los brazos — estamos encerrados a oscuras y ahora los guardias hablan como si invocaran espíritus malignos. ¿Qué más puede pasar? —masculló, mientras luchaba por mantenerse relajado.

—creo que arribamos en algún lugar —añadió Patapez, mientras secaba sus lágrimas

—¡oh pero que sorpresa cara de pez! —bufó Patán mirando con desdén a su amigo regordete —¡nunca lo hubiera imaginado! ¡eres un genio! —añadió, sarcásticamente.

Los regaños del adolescente moreno despertaron al malherido Eret, quien lentamente abrió los ojos, y tras esto, le lanzó una mirada fugaz a Brutilda, una mirada cargada de pasión.

—estamos en Ryu —dijo finalmente el vikingo encadenado, incorporándose con dificultad.

—¿Ryu? —dudaron los presentes.

—es un archipiélago...conformado por ocho islas que, juntas crean la figura de un dragón —explicó Eret, para luego cerrar sus ojos, pues sus heridas, si bien, no sangraban, se encontraban en una muy mala situación.

—creo que a este tipo ya le dio una infección —añadió Patán, sin creer en las palabras del vikingo mayor —ya está hablando tonterías, solo escúchenlo, una isla con forma de dragón...

—¡cállate! —gruño Brutilda, regañando a Patán e interrumpiendo su discurso.

—tiene mucho sentido, después de todo, ¿Qué otra razón lógica puede existir? —agregó el muchacho corpulento.

—así que...—murmuro la única chica de la celda, mientras tocaba son suavidad el torso maltratado de Eret —Ryu...—continuo la muchacha, para después, quitar los vendajes ensangrentados del joven —¿entiendes lo que dicen los guardias? —le consulto Brutilda al trigueño herido, alzando su tono de voz.

—un poco...—respondió el veinteañero —solo comprendo algunas palabras, pero no hablo muy bien el idioma —explicó el chico, mientras admiraba la delicadeza con la que Brutilda aseaba sus llagas.

—eso es más que suficiente —soltó la rubia.

—si sabes su idioma, ¿Qué gritan esos hombres en la cubierta? —interrumpió Brutacio, cuyo rostro delataba los celos que le provocaba el ver como su hermana trataba mejor a un extranjero que a él, siendo que era su hermano gemelo.

—habrá un festín...—respondió el moreno sin titubear, como si ya hubiese escuchado esas palabras muchas veces —al fin comeremos carne de verdad...—continuó —degustaremos la sabrosa carne de los vikingos...

Las náuseas de Patapez interrumpieron la traducción de Eret. Pero el chico robusto no era el único asqueado, tanto Brutacio como Patán y los otros hombres que yacían en la celda quedaron pálidos.

Corazón de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora